Sonrió, aunque el cansancio lo doblegaba, sonrió. El viejo aborigen no había mentido. Sin duda, allí, a pocos pasos, estaba el tesoro tan largamente ambicionado.
Por fin su vida plagada de peligros y desventuras cambiaría. Encontró al hechicero casi moribundo y le salvó la vida. Él, siempre propenso a quitarla; a cuántos viajeros desprevenidos había “liquidado” por menos que nada. Sus andanzas y fechorías quedarían atrás, estaba harto de escaparle a la policía y andar a salto de mata; buscando un porvenir, un buen pasar cada vez más esquivo. Y ahora, gracias al único acto caritativo –seguía sin entender por qué lo había hecho-, tendría su recompensa. Cuando el anciano mencionó en su delirio “pepitas de oro del tamaño del puño de un hombre”, no estaba equivocado, seguramente en el filón principal fuesen así a juzgar por las halladas junto al río.
Echado de bruces, bebió otro sorbo de agua fresca, lo saboreó con deleite, llevaba mucho tiempo sin disfrutar de un manjar semejante. Se incorporó, miró en derredor y con la alforja al hombro echó a andar entre la espesa vegetación; según los dichos del viejo jíbaro, la mina quedaba cerca. Sólo debía hallar una caverna profunda en la zona rocosa y sería el hombre más rico del planeta.
Distraídamente, acariciaba entre los dedos las tres pepitas encontradas junto al agua, eran grandes, ¡inmensas!, nunca había visto otras de ese tamaño. Aprovechando una “picada”, abierta seguramente por cazadores, apuró la marcha. En esa senda leve, casi imperceptible, halló varios granos auríferos, testimonio irrebatible del paso de un minero por la misma. Al ir declinando el sol, temeroso de pasar la noche entre la maleza expuesto a las innumerables fieras de la selva; decidió abandonar el caminito y abrirse paso con el machete; yendo en línea recta arribaría antes a las estribaciones de la montaña; allí podría descansar hasta el amanecer.
Llegó desfalleciente, con la noche encima. Sumido en la más completa oscuridad, encontró una cueva y trastabillando se internó en ella; dio un par de pasos, volvió a tropezar con un guijarro y cayó boca abajo.
La fatiga y Morfeo lo vencieron.
Sus sueños fueron descabellados, pero majestuosos, bellos: se vio rey, amo y señor de enormes extensiones; hasta escuchó las estentóreas voces de sus súbditos aclamándolo y el batir de los tambores tocando en su honor.
Los gritos arreciaron, las voces sonaban enardecidas, y las manos golpeando los parches intensificaron los redobles.
Regresó del ensueño con una molesta sensación en muñecas y piernas. Estaba atado. ¿Por qué? ¿Qué extraño hechizo lo dominaba…? Tan luego hoy, precisamente hoy… ¡El día decisivo!
Miró hacia el interior de la caverna.
Vio una enorme montaña de esqueletos humanos y huesos esparcidos por doquier…
Afuera, la algarabía crecía y crecía, salvaje, demencial.
Los nativos celebraban por anticipado la perspectiva de la inminente pantagruélica comida. Gracias a “la infalible magia” del viejo hechicero, una vez más, la tribu disponía de carne fresca.
3 comentarios:
MARTIN,
UN CUENTO NEGRO PERO MUY BUENO, LLEVADO DE PRINCIPIO A FIN CON LATENTE INQUIETUD Y MISTERIO.
LUIS SIBURU
Qué bien contado Nemesio!!!
Muy bueno tu cuento, me gustó mucho
Saludos Josefina
Debo agradecer a Graciela y sus colaboradores/as, especialmente a quien seleccionó la ilustración de esta obra surgida de mi humilde pluma; con ella la narración se enriquece.
La imagen del gambusino con el cernidor, lavando la arena junto al río, está muy relacionada con el texto.
Así trabajaban estos personajes al hallar un placer aurífero.
¡Felicitaciones!
Nemesio Martín Román
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