EL DUENDE NEGRO
“Los crueles son solamente los débiles. La bondad sólo puede esperarse de los fuertes.”
LEO ROSTEN
El vehículo rodó por la alegórica avenida porteña de noches insomnes, y se acercó a la esquina de Uruguay al 400. Estacionó el BMW con notoria circunspección, y detuvo la marcha. Tomó el attaché, y no sin cierta premura, bajó del vehículo. Se pasó rápidamente la mano por sus encanecidos cabellos, y se acomodó la sedosa corbata. Fijó con paso seguro la acera, delineando ideas esbozadas sobre la reunión futura e inmediata con sus correligionarios del partido político, donde discutirían y discernirían minuciosamente acerca de la próxima conferencia en televisión sobre los derechos humanos. Suspiró profundamente, no era aquel uno de esos días en que tuviera interés en reanudar diálogos anteriores inconclusos sobre luchas de internas ni disputas interpartidarias. Se acercó a un negocio a comprar sus cigarrillos importados y charló con diplomática cordialidad con el vendedor, y sonrió con sobriedad. Luego caminó unos pasos hacia la vereda y se detuvo a encender el cigarrillo, mecánicamente. Y repentinamente lo divisó a unos metros de él, saliendo de una confitería. Quizás lo habría visto cien veces, quizás ninguna; ese ser anónimo y despersonificado inevitablemente irrumpió en su vida de un modo insolente y mordaz. El hombre intentó eludir la presencia del niño ocultando su mirada en el reflejo de la llama del encendedor; aquellos ojos negros se clavaron en su traje de alpaca en gris plateado y sus zapatos de cabritilla, e instintivamente el político sintió repulsión por el pequeño bárbaro, que no superaba los diez años. Ese murmullo en sus oídos solicitando algunas monedas con un ruego casi insistente lo inquietó; detestaba la imagen viva de la miseria hecha instrumento en sus manos para punzar la sensibilidad de algún desprevenido e ingenuo ser misericordioso. El chico, con sus alpargatas caladas y desflecadas, sus dedos asomando ofensivamente; las ropas con una humedad gris adherida al cuerpo, buscó su mirada con vehemencia. El hombre intentó reanudar la marcha entre el maremoto humano, visiblemente acentuado a las seis de la tarde; se acomodó una vez más la corbata, tosiendo significativamente a fin de aclarar la garganta, en una tentativa por eludir aquella mirada que lo irritaba. Con un movimiento imprevisto acercó el chico su pequeña cabeza con sus cabellos grasientos y desalineados a las fosas nasales del hombre, y un hedor nauseabundo emanado del pequeño atosigó su estómago. El chico, su piel tiznada y sus manos renegridas, tomó la manga del traje del político, e insistió una vez más, ya con exigencia. La mano acarbonada recalcaba sus límites en el gris centellante del traje, con insolente desenfado. Al borde de la furia y aún sin mirarlo a los ojos, pensó que nada lo comprometía con cada uno de esos seres menesterosos y vagabundos que a diario se le cruzaban, sino que su responsabilidad se limitaba al hombre-masa de bajos recursos, la clase social carenciada por la cual peleaba desde su banca, peldaño quizás a futuros cargos políticos. Intentó deshacerse del pequeño duende negro de las calles que punzaba con su mediocre simpleza su impávido hermetismo. El pequeño tomó un clavo oxidado de su bolsillo, el de la buena suerte, y trazó con mano firme una línea en la puerta trasera del BMW, ensayando el gesto más obsceno que se allegó a su mente. Un destello de satisfacción brilló con insistencia en el ébano de esos ojos maduros en el rostro infantil, y una carcajada resonó insolentemente en el aire. Como un escalofrío intenso corrió por sus venas su altivez maltrecha, erizándole la piel, e impotente a todo, vio como el pequeño salvaje se alejaba, con su diabólica carcajada abofeteando su orgullo. Atónito, aturdido, el hombre se asombró de sí mismo, de su incapacidad de reacción ante el pequeño e insignificante bastardo; él, el político que había estudiado en Harvard, el que a diario desde un asiento del Senado sobrellevaba con diplomática soltura las agresiones de sus rivales políticos.
El pequeño vagabundo corrió hacia la plaza Lavalle, delineando una ruta imprecisa entre los coches, ante el ensordecedor reclamo de las bocinas. Se sentó en uno de los bancos de la plaza, y sacó los billetes y monedas de su bolsillo, y recontó la ganancia diaria aún riéndose por el incidente en la puerta de la confitería, un par de segundos antes de que su risa se cortara abruptamente, y sus lágrimas mojaran con insistencia los billetes arrugados.
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