Volviendo
Corre el coche por la ruta 14 y yo no consigo dominar mi emoción. Es que al fin me he determinado y voy hacia el pasado, al pueblo que llenó mi infancia.
Nunca volví, pero ahora sí.
Corre a más de 100 kilómetros mi coche, pero a mí me suena a lento a veces, y en otras, mis pensamientos se adelantan tanto que me aturden y tengo que aminorar la marcha para templar mis sensaciones.
Casi podría decir que tengo miedo.
Sí, aquel pueblito, menos que eso, aquel caserío con caminos y callejones que separaban las casas sencillas, alineadas en rústicas manzanas, tan indefinidas las callecitas que ni nombre tenían.
Las identificábamos como la del boliche del turco Alí, donde había de todo. Desde verduras y frutas, hasta géneros, botones, cuadernos y escobas. Querosene y fiambres confundidos con azúcar, porotos y yerba. No faltaba nada.
“Ramos Generales”decía el letrero que lucía al frente.
Cortando la calle del turco Alí corría la de la escuela, y más allá la de la usina que nos proveía de electricidad solo de l8 á 24 horas. Durante la noche y en la claridad del día, la gente estaba privada de tan benéfico fluido. Claro que se dormía con tranquilidad absoluta.
Recuerdo que no había ninguna iglesia católica. Solo una sinagoga se erguía para los devotos judíos, pero los católicos se arreglaban con la visita más o menos periódica de algún sacerdote que ofrecía misa en el patio de la escuela. Todo el mundo estaba allí, hasta los que no eran de la religión. Era un gran acontecimiento. Yo creo, ahora, a la distancia, que no era la devoción lo que nos unía, sino el deseo de vernos, saludarnos y contarnos las novedades. Para los niños que tomaban la comunión y confirmación venía una catequista que instruía a los pequeños. Alguna vecina la albergaba en su casa hasta el momento de la ceremonia .Y había que ver el empeño de las madres para preparar los trajes y los vestidos. Era un despliegue de buen gusto en artesanías, bordados y flores.
Teníamos una plaza, cercada por tres vueltas de alambre de púas, protegiéndola de la invasión de las vacas, caballos o cerdos que gustaban pacer en ella saboreando los ricos pastos tiernos. En el centro mismo de la plaza sobresalía un monumento bastante parecido a la pirámide de mayo, que era nuestro orgullo. Para las fiestas patrias, por disposición del Comisionado Municipal, se mejoraba la plaza, bien carpida, reforzada la protección, señalados los caminos y los canteros y hasta con plantas nuevas y flores. Entonces, así dispuesto, concurríamos los niños, bien peinados y almidonados, las autoridades y vecinos y una banda que nos prestaba el ejército, embelesándonos con su música.
La vuelta al perro, tan habitual en los pueblos, en nuestro caso no se hacía en la plaza. El lugar elegido era la estación de ferrocarril, y ahí estábamos todos, endomingados, para despedir a los que se iban y saludar a los que pasaban. Allí se lucían las mejores galas. Recuerdo que mi madre se había comprado un sombrero que le quedaba precioso.
El jefe de la estación, siempre dispuesto, demoraba el toque de la campana para que el tren continuara su viaje.
¡Ah!, mi pueblo candoroso, tan simple y tan puro que se llenaba de cantos y de risas compartidas a veces, y otras de llantos, si le tocaba llorar a alguien.
Pequeño pueblito, tan querido y tan cuidado, con los patios pulcros y las callecitas arboladas y mejoradas con pedregullo y carbonilla que proveía el ferrocarril de los sobrantes del coque. (En aquellos tiempos las máquinas de los trenes funcionaban a vapor y de la combustión del carbón sobraba el coque).
Quiero llegar.
Arrimarme a la que fue mi casa, que antes fuera el casco de la estancia de un general patriota. Evocar aquellas vivencias, cuando mi padre instaló un cine, como después jamás tuvieron. Si, estoy viendo a la gente venida de los campos y pueblos vecinos, en sulkis, camiones, carromato, cualquier transporte servía para venir a ver las “cintas”.
A mí me parecían fiestas.
Quiero llegar.
Quiero ir a la escuela.
Preguntar a los vecinos por mis compañeros.
Sentarme en el que fue mi banco. Ver mi aula con sus láminas, sus mapas y el pizarrón. Escribir mi nombre en él. Ver si todavía se conserva la mesa larga donde en el segundo recreo se nos servía mazamorra con leche.
Quiero llegar.
Asentar mis recuerdos.
Tengo ganas y miedo.
Ya falta poco.
Apuro más.
Tengo miedo y quiero llegar…
Qué bueno tu recuerdo Nélida. Esos pueblitos tienen... bueno tienen... aunque algunos crean que son aburridos, si hasta siento el palpitar de su corazón. Un abrazo,Lilia
ResponderEliminarNélida: un entrañable relato y, no podía ser de otra manera, siendo el recuerdo tan profundo. Un saludo de,
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