El Ritual
Mirando en lontananza el anciano escrutó las montañas y habló.
—¡Ya deberían haber regresado!, ¡hace tres años que se marcharon!, ¿tus observadores han visto algo?—, el acompañante negó con un gesto de su cabeza.
—¡Hum!—, dijo en voz baja y más bien hablando para sí, que para ser escuchado
—cambiar el ritual, fue una buena idea en su origen, espero no habernos equivocado.
Ensimismado, recordó la llegada a la aldea, una más de todas las que dependían de él. La visitaba para decidir que jóvenes irían a hacer su iniciación a las tierras yermas cubiertas de hielo. Los que regresaran, con una blanca piel de oso sobre sus espaldas, serían considerados hombres; los otros no volverían. Era la tradición, la habían cumplido ellos, sus padres y los padres de sus padres, hasta donde la memoria colectiva les permitía recordar. Él creía que estaba bien así, un joven incapaz de superar esa prueba no merecía el privilegio de tener una esposa y criar hijos.
De pronto un hombre enajenado, que corría hacia él haciendo grandes aspavientos, interrumpió sus pensamientos abruptamente cuando le habló a gritos.
—¡Anciano!, ¡aléjense!, ¡váyanse!, ¡huyan de aquí o morirán!
El consultó —¿Qué ocurre, por qué debemos irnos?
El lugareño, enloquecido, intentó alejarlos, lanzándoles piedras.
Para calmarlo el anciano detuvo la comitiva. El hombre se tranquilizó algo, lo suficiente para explicarles su extraño comportamiento.
—¡Un mal de los dioses ha caído sobre nuestra aldea!, ¡se comió a los niños!, ¡luego a las mujeres y a todo el que tocó a alguno maldito!, ¡Anciano aléjate!, ¡yo estoy maldito, mira mi piel!
El anciano observó al que se decía maldecido y vio que tenía una especie de brea negra en algunas partes de su cuerpo, especialmente se notaba en los pies y en las manos.
El hombre, antes de perder la voz, alcanzó a contarles que los niños habían tocado unas manchas negras y quedaron sucios; luego, sus madres al lavarlos también se habían manchado y quedado malditas; después los esposos al llegar de sus labores. El mal se transmitía al tocar a alguno maldito. Él único sobreviviente de toda la aldea era él. Y por lo que había visto: no por mucho tiempo.
El anciano y su comitiva se sentaron en el suelo y lo acompañaron a la distancia, presenciando la acción del mal, hasta que sólo vieron una pequeña mancha de brea negra, no más grande que el puño de un guerrero. El hombre había sido comido.
Decidieron entonces que el ritual de iniciación, por esa vez, consistiría en: capturar las manchas en un sarcófago de metal, trasladarlo a las tierras de los osos blancos y enterrarlo allá, bajo el hielo eterno y lejos de sus soleadas aldeas.
Los que regresarían serían considerados hombres.
Me gustó la magia de tu relato. Y conocí muy bien tu país y es tan bello .
ResponderEliminarAfectuosamente,
Silvia Loustau
www.silvialoustau.blogspot.com