lunes, 14 de junio de 2010

Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Junio de 2010


ELECTRA


            La había tomado hacía unos meses escasos para que trabajara en el boliche putarraco que se me había ocurrido poner en esta ciudad medio opaca, pueblerina, distinta de esa San Juan de Luz, la que tanto amaba y me había quedado en el recuerdo. Donde de  noche, cerraba los ojos y me veía junto al Cantábrico esperando el amanecer o navegando en las barquitas que mi padre tenía. Allí, a una cuadra de la vieja casa tan blanca y austera. Un día, peleado con ellos porque  acechaban -a pesar de mis dieciocho-  mi vida un  tanto libertina, según ellos, me tomé un barco y terminé en esta ciudad nublada, junto al Río de la Plata.
            Pasó el tiempo, y hace no mucho después de probar tantos trabajos con los pesos que había juntado me compré “Electra”. Les di  entrevistas a distintas muchachas y me decidí por tres. Lita, la Juanita y Carlota. Las tres eran lindas chicas, jovencitas, lo que hacía que mucho no les pagara y les diera la libertad de hacerse extras con los tipos que concurrían al show. Ah, porque armé un espectáculo, también. Sencillo pero entrador. Carlota cantaba jazz y Lita y la Juanita se contoneaban tanto, que empezaron a volver locos a más de uno, entre ellos,  yo.             El lugar se empezó a llenar, tuve que comprar a plazos más mesas y sillas, floreritos con nomeolvides y violetas de mentiras, lustrar todo, poner luces de colores en la entrada que se prendían y apagaban, papel higiénico en el baño... Y a veces se atestaba tanto que tuve que pedirle a uno de mis hijos que ya que no hacía nada, al menos se inventara ser portero. A él,  le gustó. No sé de qué lugar del paseo Rocha o del Cerrito se consiguió una especie de frac y ahí, estaba todas las noches. A la mañana siguiente, con el mate, costumbre que adquirí en este país, lo tenía levantado pidiéndome la paga. Mi mujer, Guillermina, me observaba desde su metro setenta y cinco, seria, secota, a lo sargento de campo, pero yo le pasaba por arriba desde mis dos metros diez. Te acostás muy tarde y no es bueno para la salud del alma y del cuerpo, me decía enérgicamente. Yo, no le hacía caso. Mirá si ya a los sesenta que tenía, me iba a empezar a dar órdenes. Siempre la tuve cagando, menos los 14 de julio que la dejaba brindando con champagne y cantando la Marsellesa con parte de la familia cuando se levantaban. Y sí, me iba al boliche. Allí, le había dado un cuarto a la Juanita porque se había venido de Canelones por el aviso y no tenía donde dormir. Lo tenía arregladito, con una foto de San Judas Tadeo y una botella de agua bendita para que la protegiera por eso de las tentaciones. Lo cierto es que me acostumbré a ir temprano al boliche. Ordenaba todo, mientras a la Juanita la tenía atrás, moviéndome el culo, sirviéndome una copita, y mirándome con una cara de embeleso. Bueno, todavía tenía mi pinta y entonces, en esos momentos volvía al espejo y me arreglaba las canas que me habían crecido un tanto, en los últimos diez años. Además siempre me gustaron las minas, la Guille lo sabía y se la aguantaba. Los machos somos así. Nos revive la aventura. Y ella como la mayoría de las mujeres se la aguantaba porque es importante tener un hombre vigoroso en la casa, ya que enseguida te dicen mirá que están los hijos, ojo, y miran para otro lado. Hacen como que no ven por eso de la prole y a uno que nació macho, macho, le viene al pelo. Después de todo, la mujer de uno, no, pero las otras son la alegría de la vida. No las ves todos los días, y cuando te tienen te hacen arrumacos y te soban lo que querés y las tenés muertitas. Siempre les doy cátedras a los muchachos. Soy zorro viejo... Claro que desde que apareció la Juanita, es más fuerte que yo. La vigilo, la sigo, hasta le compré unos gladiolos y necesito que me apriete fuerte, fuerte porque así me siento vivo. Es como si me trasladara toda esa juventud y me saliera el  pendejo.
            Lo cierto es que un buen día me bajé a la Juanita y fanfarroneé de lo lindo con mis amigotes. En esos momentos, mi hijo, haciendo el portero escuchaba y me miraba con tanta sorna que tenía ganas de darle una cachetada. Qué te pasa a vos, le dije. El no contestó ni guay. Se quedó mirándome con esos ojos verdosos y una mueca en su sonrisa.  Le di in portazo y me fui. Habráse visto, el mocoso...
            El asunto con la Juanita siguió. Yo me sentía cada día más distinto. Como si tuviera veinte años. La Juanita era menor de edad. Había cumplido el día de la Inmaculada los dieciséis. Y le había comprado una torta y puesto todas las velitas. Las sopló, me dio un beso y nos tomamos un botella de champagne. Y se durmió. La moví un poco para que se despertara. No hubo caso. A mí, los pantalones me quedaban chicos, me apretaban porque el sexo se me había puesto más exigente que nunca desde que la había descubierto. Y a veces, me iba a la librería de viejos  de  Don Odolfo  y de reojo,  le pedía que me dejara ver el Kamasutra. Así, la divertía con otras posturas. Me acuerdo que nos caímos cuando quisimos hacer la de las aspas del molino. Esa noche no insistí. Me fui a la casa donde mi mujer,  a pesar de las cuatro de la mañana estaba despierta, con el rodete en su lugar y con los ojos rojos como si hubiera llorado mucho. No le di bola. Me acosté. Sólo le dije hasta mañana. Ella me contestó hasta dentro de un rato. Mañana hablamos.
            Y el día apareció colándose por la ventana hasta hacerme abrir los ojos. Me levanté rápido, ni me afeité y me fui para el boliche.
            Cuando llegué embalé para el cuartito. Me llamó la atención que no estaba la foto de San Judas Tadeo. La cama estaba hecha. Abrí el ropero y ni rastros de una pilcha de la Juanita. Sólo la botellita del agua bendita quedaba sobre la mesa de luz que le había comprado la otra semana cuando la llevé a la Feria de Roque Narvaja. Me la metí en el bolsillo. Me volví loco. Me la agarré con las otras dos cuando llegaron y las traté de putas y recontraputas. Las pobres se pusieron a llorar y me dijeron que no sabían qué pasaba.
            El show se hizo igual. Me tomé no sé cuántos wiskies. Llegué a casa como a las seis de la mañana. Guillermina como un gendarme me esperaba con esas caras de dolor extremo de cuando perdés algo. Me fui a dormir.
            Al otro día, cuando me levanté,  ella tampoco estaba.
            A la noche, mi hijo que portereaba el local, no apareció.
            La Guille se había ido a hacer compras para la casa, imperturbable. Sólo me había dejado una nota en la mesa de la cocina. Mi hijo no se hizo ver. Me llamó la atención el frac colgado en la manija de su dormitorio. A la noche, mi mujer me contó que me había dejado saludos y un hasta más ver. Que a ella, le iba a escribir. Me encogí de hombros. Total, yo también años más, años menos, había abandonado la casa.
            Ayer, después de dos meses del asunto, mis amigotes estaban riéndose a todo trapo cuando me acerqué. Se callaron de pronto, pero ya había oído lo suficiente  Dí un golpe sobre la mesa y los eché. Después, lloré por primera vez en tantos años. Creo que desde que me enteré de la muerte de la vieja. Y tenía 40 años...
            La Juanita y el Hugo, mi hijo, el botija,  se habían escapado a la Argentina.
            Juntos.
            Sólo un macho como vos, Beltrán, puede entenderme.
En medio de la bronca y la humillación regresé a la casa y la grité de arriba abajo a la Guille,  que me miraba con una contorsión de su sonrisa, mientras  yo  sacaba la botellita de agua bendita y la escrachaba contra la pared de la sala.


Febrero 21 de 2005.

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