viernes, 18 de junio de 2010

Juana Castillo Escobar-España/Junio de 2010

¡Esta silla es mía!
(Un día normal en la vida de una mujer)

Avanza por la calle dando tumbos. Ha salido temprano de casa. La mañana la tiene completa y debe aprovecharla al máximo. Últimamente se ha vuelto muy despistada por lo que, para que no la tachen de negligente, lleva una larga lista dentro del bolso; en ella ha anotado los quehaceres de la jornada: visita al banco, al ginecólogo, recoger del tinte dos trajes, comprar folios y papel de dibujo, del mercado subir...
      Lo primero es ir al banco. Allí abonará unas cuentas pendientes y, de paso, sacará algo de efectivo. Es principio de mes y la oficina está abarrotada. Largas filas de clientes aguardan ante las ventanillas de la sucursal. Nerviosa mira el reloj de pared. Están a punto de dar las nueve quince. La gente parece no querer despegarse del mostrador. Si la cosa continúa así, al final, no podrá llevar a cabo todo lo que se había propuesto.
      A las diez está en la calle. Respira con relativo alivio, aún le quedan muchas otras cosas por hacer.
      Ahora debe trasladarse hasta el centro. Una vez allí, pasará por el bufete en el que trabaja el mayor de sus hijos. Otro despistado. Más aún que ella. Ha olvidado en casa un portafolios «con una serie de documentos que le son muy necesarios» y, claro, ha telefoneado para que se los lleve «a la mayor brevedad posible». Esto es algo que no estaba previsto y le va a hacer desviarse de su ruta. Lo mejor es ir en metro.
      «Si hubiera salido antes de casa, no habría podido coger su llamada y, así, no estaría ahora de recadera». Se recrimina y autocompadece. «Soy demasiado blanda».
      Por esto se ve así: pateando la ciudad de un extremo al otro. Una vez entregados los papeles a la secretaria (él no podía salir a recogerlos pues estaba reunido), ha retomado su marcha.
      De nuevo mira el reloj. Siempre odió el tener que estar atada a ese aparatito.
      « ¡Cuándo me jubile lo tiro!», dijo en más de una ocasión.
      ¡Qué tontería! Hace un año escaso le concedieron la excedencia y, desde entonces, está más y más atareada. Soñaba con poder dedicarse un poquito a sí misma pero, se quedó en eso: en un sueño... No da tiempo ni a pensar. Otra vez en el suburbano donde recorre pasillos, sube y baja escaleras, hace transbordos... ¡De nuevo en la calle! No le gusta nada viajar en metro, pero reconoce que, a veces, es lo más rápido.
      Se fija en la esfera: las once y cuarto. Calcula mentalmente. Aún le queda un instante, antes de entrar en la consulta, para poder degustar un aromático café, calentito, que le haga revivir un poco. Ante la taza de porcelana amarillenta cavila: «Si tan sólo sueño con tener un momento de descanso, un instante en el que poder aislarme como en estos segundos. O, aunque esté rodeada por la familia, necesito pasar desapercibida». ¿Que la olviden un poquitín, es pedir demasiado? Que no dependan tanto de ella.
      Un periódico abandonado sobre la barra atrae su mirada, en tinta roja está resuelta una frase, atribuida a Escipión, que propone el damero: «Jamás me encuentro tan ocupado como cuando no tengo nada que hacer». Esboza una sonrisa a la par que asiente con la cabeza. Ahora ella no trabaja, no lo hace fuera de casa, por lo tanto para muchos «no tiene nada que hacer». Eso mismo creía ella cuando estaba en activo... Da el último sorbo del humeante café. El reloj le dice que debe ponerse de nuevo en marcha.
      Ahora toca visita al ginecólogo. No hay otra cosa que más odie, pero es necesaria. Ahí pierde el resto de la mañana rodeada de embarazadas que piden salir al váter a gritos, y de mujeres de mediana edad, como ella, que aguardan el examen anual que, por raro que parezca, aunque dé negativo en todo no se quedan muy conformes con el resultado.
      Incómoda, está de nuevo en la calle. Ahora hay que regresar el barrio, una vez en él queda la visita al mercado, a casa corriendo, preparar la comida... ¡Siempre corriendo! Los pies le echan chispas, la cabeza le da vueltas, pero está prohibido pararse.
      Ahora, eso sí, regresará en taxi, ya está bien de tanto y tanto caminar. Por unos momentos se relaja, pero le dura poco el descanso. El taxista ha metido una velocidad al coche que ha llegado a su destino en un santiamén. La tintorería ha cerrado y la papelería le queda alejada. ¡Ya tiene algo que hacer mañana, amén de lo nuevo que pueda ir saliendo a lo largo de la tarde! Una vez en la plaza siente como si aquello fuera la traca final. Otra carrera de obstáculos: pescadería, fruta, panadería, carne... y, para casa.
      Llega asfixiada. Los cinco pisos que le separan de la calle se hacen cada vez más penosos de subir, máxime cuando, en lugar de una mujer, más parece un árbol de Navidad adornado con pesadas bolsas de colores. Mete la llave en la cerradura. Un pensamiento se le repite machaconamente, como en una letanía: «En cuanto traspase la puerta tiro las bolsas en la cocina, me quito los zapatos por el pasillo y me dejaré caer en mi mecedora, junto al balcón. ¡Ah, mi mecedora, cómo te echo de menos!».
      Entra. Suelta los paquetes en el suelo como si quemasen, atraviesa el pasillo con rapidez, los zapatos en la mano, con la que le queda libre se desabotona la chaqueta. Hace todo lo posible por quedarse cómoda... Cuando está frente a la puerta de su dormitorio se le escapa un grito, ronco, que más que de la garganta parece llegarle del fondo del alma:
      — ¿No tenías que estar en el Instituto? ¡No, por favor, levántate de ahí! ¡Telefonea desde tu cuarto!
      Y, casi mordiendo, atruena:
      — ¡Ésta silla es mía!

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