El “Capitán” Beto
Ahora tengo 49 años, soy médico, con clínica propia y auto importado. Cada dos años voy de vacaciones a Europa o al Caribe. No paso apremios económicos y he podido sobrevivir a todas las crisis gracias a mi especialidad siempre de moda, la cirugía plástica.
Ha pasado toda una vida y miles de experiencias enterraron en el olvido la historia de Beto, mi vecino de la villa Santa Rita, Boulogne, amigo entrañable de la niñez.
Yo vivía en la Manzana 31, Casa 1 del barrio, él vivía en la 4 de la misma manzana. Casuchas de bloques de cemento sin revocar, todas iguales. Techos de chapa acanalada a un agua. Patios de tierra convertidos con la lluvia en océanos de barro, donde emergían mitades de ladrillos y pedazos de mampostería haciendo de caminos. En vez de calles, pasillos peatonales de cemento rajado. Cañerías rotas. Olor a podrido y a excrementos, especialmente a orín, que aún hoy me inunda las fosas nasales en mis pesadillas. Y la “canchita”: potrero de tierra pelada con arcos de palos de sauce y travesaños encorvados hacia el suelo atados con alambre de fardo oxidado que imaginábamos estadio, con alaridos de hinchada, “oes” de asombro ante cada caño o amague y gritos eufóricos de gol acompañando nuestros desvaríos en el improvisado “campo de juego”.
Beto era el mejor. Nos agarrábamos a piñas por tenerlo en nuestro equipo reclutado cada día con el método del “pan y queso”. A los quince años el fútbol no tenía secretos para él. Gambetas, rabonas, malabares, cabezazos furtivos, chilenas imposibles; tiros libres de combas matemáticamente incalculables cuyo destino era el ángulo elegido del arco o los recovecos descuidados por el arquero para coronar el gol. Poseía la rara habilidad de los elegidos: jugaba muy vistoso, elegante, bailando. Cruzaba la cancha como un delfín cortando el océano. Organizaba el equipo y se lo ponía a las espaldas, creaba las jugadas e iba a buscar la devolución para clavarla dentro de la red (que por entonces era imaginaria y obligaba a largas excursiones a las casillas vecinas, para buscar la “pulpo” escapada después del pelotazo). Muchos venían a la canchita de la villa sólo a verlo, y varios clubes quisieron “ficharlo” para su equipo. El Social de Boulogne, el Atlético, el Las Heras de Ballester y hasta Tigre y Platense se interesaron en él. Su madre decía que todavía era muy chico, pero la verdad es que ella no podía ocuparse ni prestarle atención. Ella, de día dormía y a las siete de la tarde apenas tenía tiempo para arreglarse la ropa, cambiarse y maquillarse antes de ir a trabajar, y a veces soportar escenas de celos de su pareja con final a los golpes. Volvía del trabajo al otro día, casi a la hora de la escuela. Después de clases su hermana Cintia se ocupaba de él como podía. Les cocinaba a los cuatro varones y muy poco, procuraba revisar las tareas escolares, aunque sus hormonas conspiraban contra el oficio de madre suplente cuando llegaba el noviecito de turno y comenzaban las caricias y los apremios. Allí Cintia urgía por deshacerse de los niños para quedarse a solas con su amante, y éstos migraban para el potrero o “por ahí” (lo que podía significar vagabundear entre los galpones de la estación o “escaparse” hasta Retiro, puerta abierta al centro, donde abundaba la novedad y la aventura).
La noche que cumplí los 16 obtuve algún dinero y el permiso para salir. Nos fuimos todos juntos al centro colados en el tren. Beto venía con su hermano Julito y además estábamos Raúl, Pachón y yo. Queríamos ver una película de la Sarli en el Ferrocine. Durante la “expedición”, como siempre, tratamos de demostrar hombría y temeridad, típico de nuestra adolescencia.
Compré un paquete de Jockey club y fósforos de carterita, que me calcé en el arremangado de la camisa y convidé a todos. Nos sentamos en las puertas abiertas del vagón con las piernas colgando. ¡Qué impresión cuando pasábamos el puente, después de la estación Aristóbulo del Valle! Quedábamos en el vacío mirando los autos debajo de nosotros. Yo tenía miedo pero trataba de disimularlo con gritos y risotadas, creo que los demás también.
Aquella vez, en la última curva, antes de entrar en la estación Retiro del ramal Belgrano, Beto perdió el pié y cayó entre las vías. Hubo gritos y silbatos. El tren se detuvo. Sonaron sirenas. Llegaron ambulancias y la policía nos llevó hasta nuestras casas, menos a Beto que quedó internado en el hospital Fernández.
Al día siguiente nos enteramos de que le habían amputado las dos piernas por encima de las rodillas, era imposible ¡justo a él! casi hubiera sido mejor que se muriera.
Permanentemente íbamos a visitarlo a la sala general de traumatología, y creo que allí, después de ver lo que es un hospital, me juramenté estudiar medicina. Aunque mis motivos de entonces eran mucho más nobles que mi realidad actual.
Con el tiempo Beto volvió al barrio en una silla de ruedas, y en un año ya estaba vagando por las formaciones del ramal Belgrano pidiendo limosna y moviéndose con una agilidad pasmosa.
Lo que se le había terminado era el fútbol, ¡cómo se lo extrañaba en el potrero!, si hasta surgió el mito:
—Mirá si jugaba Beto— decía alguno.
—Seguro que si entraba ahora remontábamos el 4 a 0—comentaba otro.
—Nunca nadie va a jugar como él.
-—Si no se hubiera accidentado ya estaría en River.
—Y en la selección juvenil, de la que se salvó ese Maradona, si Beto estaba sano, patente que era el diez en Japón.
Una tarde, Beto, sin la silla, balanceándose con sus brazos y el cuerpo apareció en la canchita. Estábamos jugando un “picado”, pero todos nos quedamos parados y mudos.
— ¿Puedo jugar?— preguntó Beto, y nadie se atrevió a contradecirlo.
Entró a la cancha y robó una pelota caminando con las manos, o más bien el chico que tenía el balón, por lástima y respeto, se la cedió. Otro chico, que venía con carrera, no pudo parar y se le fue encima.
—Faul— dijo Beto—lo pateo yo.
En medio del mutismo, acomodó la pelota al borde del área, tomó carrera a su manera, y con el puño cerrado golpeó la pulpo que se clavó en el ángulo izquierdo del arco.
Desde ese día Beto siguió jugando en el potrero. Hace años que no sé nada de él. Yo seguí estudiando y me fui del barrio. A veces me lo cruzaba en el hall de Retiro, en mis épocas de médico residente, cuando todavía no tenía auto. Él me miraba con un respeto inalcanzable y no me saludaba. Yo tampoco
Ha pasado toda una vida y miles de experiencias enterraron en el olvido la historia de Beto, mi vecino de la villa Santa Rita, Boulogne, amigo entrañable de la niñez.
Yo vivía en la Manzana 31, Casa 1 del barrio, él vivía en la 4 de la misma manzana. Casuchas de bloques de cemento sin revocar, todas iguales. Techos de chapa acanalada a un agua. Patios de tierra convertidos con la lluvia en océanos de barro, donde emergían mitades de ladrillos y pedazos de mampostería haciendo de caminos. En vez de calles, pasillos peatonales de cemento rajado. Cañerías rotas. Olor a podrido y a excrementos, especialmente a orín, que aún hoy me inunda las fosas nasales en mis pesadillas. Y la “canchita”: potrero de tierra pelada con arcos de palos de sauce y travesaños encorvados hacia el suelo atados con alambre de fardo oxidado que imaginábamos estadio, con alaridos de hinchada, “oes” de asombro ante cada caño o amague y gritos eufóricos de gol acompañando nuestros desvaríos en el improvisado “campo de juego”.
Beto era el mejor. Nos agarrábamos a piñas por tenerlo en nuestro equipo reclutado cada día con el método del “pan y queso”. A los quince años el fútbol no tenía secretos para él. Gambetas, rabonas, malabares, cabezazos furtivos, chilenas imposibles; tiros libres de combas matemáticamente incalculables cuyo destino era el ángulo elegido del arco o los recovecos descuidados por el arquero para coronar el gol. Poseía la rara habilidad de los elegidos: jugaba muy vistoso, elegante, bailando. Cruzaba la cancha como un delfín cortando el océano. Organizaba el equipo y se lo ponía a las espaldas, creaba las jugadas e iba a buscar la devolución para clavarla dentro de la red (que por entonces era imaginaria y obligaba a largas excursiones a las casillas vecinas, para buscar la “pulpo” escapada después del pelotazo). Muchos venían a la canchita de la villa sólo a verlo, y varios clubes quisieron “ficharlo” para su equipo. El Social de Boulogne, el Atlético, el Las Heras de Ballester y hasta Tigre y Platense se interesaron en él. Su madre decía que todavía era muy chico, pero la verdad es que ella no podía ocuparse ni prestarle atención. Ella, de día dormía y a las siete de la tarde apenas tenía tiempo para arreglarse la ropa, cambiarse y maquillarse antes de ir a trabajar, y a veces soportar escenas de celos de su pareja con final a los golpes. Volvía del trabajo al otro día, casi a la hora de la escuela. Después de clases su hermana Cintia se ocupaba de él como podía. Les cocinaba a los cuatro varones y muy poco, procuraba revisar las tareas escolares, aunque sus hormonas conspiraban contra el oficio de madre suplente cuando llegaba el noviecito de turno y comenzaban las caricias y los apremios. Allí Cintia urgía por deshacerse de los niños para quedarse a solas con su amante, y éstos migraban para el potrero o “por ahí” (lo que podía significar vagabundear entre los galpones de la estación o “escaparse” hasta Retiro, puerta abierta al centro, donde abundaba la novedad y la aventura).
La noche que cumplí los 16 obtuve algún dinero y el permiso para salir. Nos fuimos todos juntos al centro colados en el tren. Beto venía con su hermano Julito y además estábamos Raúl, Pachón y yo. Queríamos ver una película de la Sarli en el Ferrocine. Durante la “expedición”, como siempre, tratamos de demostrar hombría y temeridad, típico de nuestra adolescencia.
Compré un paquete de Jockey club y fósforos de carterita, que me calcé en el arremangado de la camisa y convidé a todos. Nos sentamos en las puertas abiertas del vagón con las piernas colgando. ¡Qué impresión cuando pasábamos el puente, después de la estación Aristóbulo del Valle! Quedábamos en el vacío mirando los autos debajo de nosotros. Yo tenía miedo pero trataba de disimularlo con gritos y risotadas, creo que los demás también.
Aquella vez, en la última curva, antes de entrar en la estación Retiro del ramal Belgrano, Beto perdió el pié y cayó entre las vías. Hubo gritos y silbatos. El tren se detuvo. Sonaron sirenas. Llegaron ambulancias y la policía nos llevó hasta nuestras casas, menos a Beto que quedó internado en el hospital Fernández.
Al día siguiente nos enteramos de que le habían amputado las dos piernas por encima de las rodillas, era imposible ¡justo a él! casi hubiera sido mejor que se muriera.
Permanentemente íbamos a visitarlo a la sala general de traumatología, y creo que allí, después de ver lo que es un hospital, me juramenté estudiar medicina. Aunque mis motivos de entonces eran mucho más nobles que mi realidad actual.
Con el tiempo Beto volvió al barrio en una silla de ruedas, y en un año ya estaba vagando por las formaciones del ramal Belgrano pidiendo limosna y moviéndose con una agilidad pasmosa.
Lo que se le había terminado era el fútbol, ¡cómo se lo extrañaba en el potrero!, si hasta surgió el mito:
—Mirá si jugaba Beto— decía alguno.
—Seguro que si entraba ahora remontábamos el 4 a 0—comentaba otro.
—Nunca nadie va a jugar como él.
-—Si no se hubiera accidentado ya estaría en River.
—Y en la selección juvenil, de la que se salvó ese Maradona, si Beto estaba sano, patente que era el diez en Japón.
Una tarde, Beto, sin la silla, balanceándose con sus brazos y el cuerpo apareció en la canchita. Estábamos jugando un “picado”, pero todos nos quedamos parados y mudos.
— ¿Puedo jugar?— preguntó Beto, y nadie se atrevió a contradecirlo.
Entró a la cancha y robó una pelota caminando con las manos, o más bien el chico que tenía el balón, por lástima y respeto, se la cedió. Otro chico, que venía con carrera, no pudo parar y se le fue encima.
—Faul— dijo Beto—lo pateo yo.
En medio del mutismo, acomodó la pelota al borde del área, tomó carrera a su manera, y con el puño cerrado golpeó la pulpo que se clavó en el ángulo izquierdo del arco.
Desde ese día Beto siguió jugando en el potrero. Hace años que no sé nada de él. Yo seguí estudiando y me fui del barrio. A veces me lo cruzaba en el hall de Retiro, en mis épocas de médico residente, cuando todavía no tenía auto. Él me miraba con un respeto inalcanzable y no me saludaba. Yo tampoco
2 comentarios:
Hermano amigo , los que degustamos la número cinco de cuero cosida con tiento, sabemos y sentimos tu relato.
Es una pintura de realidad y tristeza , relatada con respeto frente al grupo de 22 hombres que enfrentan sus alegrías y pesares jugando al juego misterioso.
Gracias porque en tu relato esta lo que hemos conocido y aún mas en mi caso que estuve en el arco .La cancha estaba para mirarla en el disfrutar y en el sufrir,
Chau jugador BETO
Abel Espil
Muy bueno tu cuento, Marcos.
Descripciones logradas desde la multiplicidad de imágenes sensoriales que quienes alguna vez caminos la villa, sabemos fidedignas.
Gracias por tu apuesta a la firmeza de carácter y la determinación como claves en la realización de cualquier sueño.
Muy bien lograda la caracterización psicológica del protagonista.
GRaciela M.
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