El nacimiento del dolor
Hasta aquel lugar, en el principio, no llegaban los ruidos, tampoco la luz del sol, ni el viento, ni las penurias del exterior. Ella se desarrollaba feliz en su habitáculo de agua, flotando en un espacio único e íntimo en el que tenía todo lo que pudiera desear. Pero todavía no deseaba nada pues aún no era nada, tan sólo un proyecto de ser humano que crecía a ritmo de un corazón que marcaba su desarrollo vital.
Algunos meses más tarde, del exterior, le llegaba algún que otro sonido que, por supuesto, ella no lograba diferenciar.
A veces se trataba de música, una música suave que, quien la contenía, le dejaba escuchar. Otras era una voz que, junto con caricias, le hablaba, pero ella aún no entendía esas delicadezas. Otras era una presión contra la pared que le separaba del exterior, una presión que intentaba seguir sus correrías por su universo líquido. Y, en otras ocasiones, le llegaba un estruendo tal de motos, cláxones, escapes de coches…, que sobresaltaba a ambas mujeres: la contenida y la contenedora.
Pasó algún tiempo. Un día notó cómo aquel espacio, antes infinito, se le había ido achicando poco a poco. Ya no podía flotar con soltura, tampoco navegar de uno a otro lado de sus estrellas. El espacio le hizo enrollarse en torno a sí como un gusano. ¡Horror, ya no podía estirar sus piernas si no era topándose contra la pared flexible que le separaba del exterior! Tampoco lograba mover los brazos como antes, no podía expandirse con total libertad en el momento del bostezo, ahora sus bracitos permanecían pegados al tórax, flexionado; y los puños, siempre cerrados, estaban continuamente unidos a sus ojos.
De súbito, otro día, todo se puso del revés.
Sus piececitos empujaban, hacían fuerza contra algo, necesitaba salir. No sabía qué era la claustrofobia pero empezaba a conocerla. El cuerpo que le había contenido durante una eternidad también la rechazaba, hacía todo lo posible por hacerle un espacio que le ayudara en su camino hasta el exterior. Notó que todo se aceleraba. Hubo carreras. Sirenas de ambulancia. Gritos. Apremios. Espasmos. Respiraciones entrecortadas. Silencios. Llantos. Exploraciones... Y ella sufría boca abajo. Su cráneo quería romper la barrera que le separaba de aquel exterior que ahora entreveía luminoso. Un empujón. Respira. Otro empujón. Inspira. Otro empujón. Respira. Inspira.
El dolor es agudo, ambas mujeres lo sienten por igual. La de dentro quiere salir, la de fuera desea que lo haga.
Un esfuerzo. Respira.
Y aquel universo líquido se soltó como una catarata. La niña salió detrás.
La madre, dolorida, sonríe. Es feliz. A su pesar exclama:
- Contigo nace el dolor, pero éste, por suerte, lo olvidarás.
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Nota.- Este relato, remodelado para su edición, pertenece al cuaderno semi inédito titulado “Veintidós historias de mujer y un retrato”.
Algunos meses más tarde, del exterior, le llegaba algún que otro sonido que, por supuesto, ella no lograba diferenciar.
A veces se trataba de música, una música suave que, quien la contenía, le dejaba escuchar. Otras era una voz que, junto con caricias, le hablaba, pero ella aún no entendía esas delicadezas. Otras era una presión contra la pared que le separaba del exterior, una presión que intentaba seguir sus correrías por su universo líquido. Y, en otras ocasiones, le llegaba un estruendo tal de motos, cláxones, escapes de coches…, que sobresaltaba a ambas mujeres: la contenida y la contenedora.
Pasó algún tiempo. Un día notó cómo aquel espacio, antes infinito, se le había ido achicando poco a poco. Ya no podía flotar con soltura, tampoco navegar de uno a otro lado de sus estrellas. El espacio le hizo enrollarse en torno a sí como un gusano. ¡Horror, ya no podía estirar sus piernas si no era topándose contra la pared flexible que le separaba del exterior! Tampoco lograba mover los brazos como antes, no podía expandirse con total libertad en el momento del bostezo, ahora sus bracitos permanecían pegados al tórax, flexionado; y los puños, siempre cerrados, estaban continuamente unidos a sus ojos.
De súbito, otro día, todo se puso del revés.
Sus piececitos empujaban, hacían fuerza contra algo, necesitaba salir. No sabía qué era la claustrofobia pero empezaba a conocerla. El cuerpo que le había contenido durante una eternidad también la rechazaba, hacía todo lo posible por hacerle un espacio que le ayudara en su camino hasta el exterior. Notó que todo se aceleraba. Hubo carreras. Sirenas de ambulancia. Gritos. Apremios. Espasmos. Respiraciones entrecortadas. Silencios. Llantos. Exploraciones... Y ella sufría boca abajo. Su cráneo quería romper la barrera que le separaba de aquel exterior que ahora entreveía luminoso. Un empujón. Respira. Otro empujón. Inspira. Otro empujón. Respira. Inspira.
El dolor es agudo, ambas mujeres lo sienten por igual. La de dentro quiere salir, la de fuera desea que lo haga.
Un esfuerzo. Respira.
Y aquel universo líquido se soltó como una catarata. La niña salió detrás.
La madre, dolorida, sonríe. Es feliz. A su pesar exclama:
- Contigo nace el dolor, pero éste, por suerte, lo olvidarás.
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Nota.- Este relato, remodelado para su edición, pertenece al cuaderno semi inédito titulado “Veintidós historias de mujer y un retrato”.
Está publicado en la antología de varios autores titulada "Recuentos Urbanos" (antología de cuento breve), compilada por Herlinda Dabbah Mustri y Susana Arroyo-Furphy. Editada por Palabras y Plumas Editores, S. A. de C. V. - MÉXICO 2009.
jUANA:
ResponderEliminarEXCELENTE TRABAJO, LA VIDA INTRAUTERINA Y EL NACIMIENTO, ESE MISTERIO DONDE TENDRIAMOS QUE AHONDAR MAS PARA PODER ACEPTAR EL DOLOR COMO PARTE DE LA MAGIA DE ESTAR VIVOS,
ESTHER MORO
Gracias, Ester, por tu comentario. El relato es, en sí, una metáfora de lo que puede suceder (o sucede en muchos casos) en la vida de una mujer: dolor y más dolor.
ResponderEliminarUn abrazo y, de nuevo, gracias.
Juana Castillo.