ESPERANDO
Se mantenía quieta, luchando entre dos deseos: quedar escondida o echar a correr.
Hincada de rodillas sobre la tierra húmeda, la mirada fija en la ventana abierta, única luz en todo el edificio. Agazapada. Trémula.
Sabía que en la pieza iluminada estaba él con ella.
Y no cedía a la sensatez. Hubiera sido sensato irse, desaparecer, no volver nunca.
No quería llorar. Ni siquiera podía gritar.
El perro la reconoció. Pareció asombrado. Se le acercó como pidiéndole explicación.
Si le decía que los estaba espiando, el perro no entendería. Lo acarició. Si lo escuchaban de adentro se alertarían.
Pensarían en ladrones y malhechores.
Al que oye ruidos en la noche no se le ocurre pensar en otra cosa.
Ya no sabía cuanto tiempo llevaba allí, anhelante. Podían ser dos horas, o quizá más.
Sus piernas entumecidas le exigían un movimiento, pero siguió esperando.
Mirando entre los rosales y los tulipanes vio brillar abajo el agua del estanque.
Nada se oía.
Hasta que vio al hombre que apareció en la puerta.
Rezó con devoción, estiró los brazos y las piernas. Sacudió su cuerpo. Separó de un manotazo al perro que gimió triste por el aislamiento inesperado.
Con una mano lo acarició, y con la otra tomó el revolver que guardaba en el bolsillo de su chaqueta.
Y apuntó.
Cuando el hombre cayó el perro ladró asustado estremeciendo la noche.
Sonrió.
Perro ladrador nunca fue mordedor. Se dijo.
Y se alejó corriendo.
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