El partido fue peleado. Con mucha dificultad metí el único gol que nos dio el triunfo en la final. Terminamos la campaña como campeones europeos y es muy probable que me den el “Botín de oro”.
Desde aquí recuerdo cuando era un pibe de catorce años, allá en el barrio Santa Rita. Al equipo lo había armado el Toni, ese que vivía en los edificios: Monoblok 4, Escalera 2, Planta Baja “A”. Todos los días pasaba por su casa a buscar el sanguchito.
-No se puede entrenar sin nada en la panza- nos decía el Toni, y su vieja nos servía el mate cocido con leche obligatorio antes de ir al campito a practicar.
El Toni era unos pocos años más grande que nosotros, pero parecía mucho mayor en su papel de Director Técnico. Era serio y muy inteligente, estaba terminando el secundario en un colegio nocturno. Después supe que Antonio Correa, como se llamaba en realidad, había sido un niño prodigio, que pudo terminar sin gran esfuerzo la primaria un año antes de lo acostumbrado. En el 73 ayudaba a los maestros de la escuelita del barrio, montada en una casilla con mejoras en la manzana diez y que Horacio, su director había logrado que el gobierno peronista legalizara.
Estaba de moda fundar escuelas, y los militantes de izquierda: Montoneros, FAR, PRT, ERP, y algunos trotskistas parecían hormigas en plena construcción. Todo era a pulmón y siempre había algo que hacer.
Cuando cayeron los milicos a su casa, en el 76, dejaron todo hecho una ruina. A él se lo llevaron, a Horacio también. La lista fue larga pero prevista, todos los luchadores estaban en ella. Algunos pudieron escabullirse. Al Toni, que tenía dieciséis, lo soltaron a los tres meses del Arsenal 601 “Esteban de Luca” donde lo tenían secuestrado, lo pusieron a disposición del PEN. Tuvo suerte, Horacio no apareció nunca más. En el lugar de la escuela quedó una tapera inhabitable llena de ratas y cucarachas que servía de cobijo a los amantes ocasionales y de aguantadero a delincuentes enfierrados y faloperos.
Como al Toni lo habían echado del colegio donde estaba haciendo el secundario, tuvo que anotarse en la nocturna para terminar sus estudios. Por supuesto, era el mejor alumno. Como era un pibe inquieto, que siempre tenía que estar organizando, comenzó a armar una escuela de fútbol, donde también se daba ayuda escolar y merienda.
La escuelita de fútbol funcionaba por las tardes. Ema, la vieja del Toni le ayudaba en todo, preparaba los sánguches, el mate cocido y mantenía limpio el lugar: un departamento de la planta baja que había sido abandonado por los adjudicatarios porque se inundaba y que en las puertas le habíamos levantado unas pequeñas paredes para que no entrara el agua.
Mi vieja era el único sostén de mi casa. Limpiaba en las lomas de San Isidro y con lo que ganaba no llegábamos a comer seguido. Mis hermanos y yo dependíamos de la merienda en lo del Toni para mantenernos alimentados. El “entrenamiento” era la fiesta diaria, allí yo brillaba como goleador excluyente. Rápido y lleno de picardía, buen gambeteador y astuto, capaz de parar de golpe para que el defensor contrario pasara de largo. Sabía cuando aplicar un caño, cuando sacar un tiro recto o hacer un sombrero, tirarme en palomita o habilitar con un taco a un compañero mejor ubicado para meterla en el arco. Además teníamos a Beto, el capitán que lo hacía todo más fácil ¡los goles que me habrá entregado en bandeja! ¡Que jugador!
Teníamos un equipo que nos enorgullecía. Habíamos ganado varios torneos. En Gran Bourg, Villa Adelina, Pilar y Tigre ya nos conocían.
Éramos veinte pibes con mucha ilusión que no nos amilanábamos fácilmente. Un día, el Toni nos habló de un desafío contra una escuela privada, un colegio donde estudiaban los más cogotudos. Era el antiguo colegio del Toni, donde había sido becado gracias a Horacio, y expulsado por “subversivo” al haber participado de la lucha por el boleto estudiantil. Allí nuestro director técnico mantenía contactos con profesores y alumnos y quería que nos probásemos.
Los cogotudos hacían de locales, ya que contaban con un campo de deportes enorme. Tuvimos que atravesar el colegio para llegar al campo. Nunca habíamos visto tanto lujo ni tanta pulcritud. Tenía capilla propia, que a nosotros, acostumbrados a la pequeña casilla de madera del padre Peralta, nos pareció una catedral. Las aulas eran inmensas, con altísimos ventanales y puertas dobles de largas banderolas, todo en impecable estilo colonial ingles. El parque era inmenso, interminable y selvático. Antes de comenzar el partido estábamos obnubilados.
Los contrincantes nos esperaban en perfecta alineación, de riguroso uniforme deportivo con las insignias escolares. Nosotros vestíamos las camisetas de Platense que nos habían donado ya hacia más de dos años y que estaban bastante gastadas. La vieja del Toni nos había cocido las medias viejas y gastadas y nos había confeccionado los pantaloncitos con tela comprada en una barata de Once. Ellos tenían los números en camisetas y pantalones impresos según las más modernas técnicas, igual que los equipos profesionales y tenían botines Adidas flamantes. Nosotros teníamos números de hule cocidos a mano y calzábamos Sacachispas o zapatillas de lona.
Salvo en el caso del zurdo Lucio, que era grandote, los locales tenían mejores físicos. Su director técnico era el profesor de gimnasia. Y de algún lado apareció un referí supuestamente neutral que se plantó en la cancha y llamó a los capitanes para tirar la moneda.
Sacaron ellos. Su juego era muy organizado, ahora que pasaron los años y entiendo, puedo decir que jugaban con táctica, con una defensa bien sólida y al contragolpe.
El primer tiempo terminó cero a cero. Nosotros tratábamos de llegar con las gambetas de Beto y mi habilidad para filtrarme en el área contraria. En dos oportunidades casi les meto el gol, la segunda vez me cometieron un penal que el árbitro no cobró y que me dejó desparramado delante del arco.
Ya por los veinticinco minutos del segundo tiempo, después de hacerle un caño al cuatro de ellos quedé frente al arquero y cuando fui a patear, el mismo defensor me barrió desde atrás, dí una vuelta en el aire y caí con todo el peso del cuerpo sobre mi pierna izquierda. Escuché el crujido del hueso cuando se quebró y la angustia no me permitió sentir dolor físico. Me sacaron, cobraron tiro libre, fuera del área. Era claro penal y tarjeta roja. El referí se hizo el distraído.
No me quise retirar, fingí que el golpe era menor, me sacaron a la fuerza. Desde el costado de la cancha observé la impotencia de mis compañeros, que jugaban contra un paredón de atletas con el referí a favor. En las puertas de nuestra área, Lucio desplazó con el cuerpo al once contrario. Por mas que protestamos nos cobraron penal. Nuestro arquero voló hacia el ángulo donde se dirigió la pelota pero no llegó. Perdimos uno a cero. Lo peor fue la forma. Nunca antes nos habían humillado así, nunca nos habíamos sentido tan impotentes. A pesar de todo el esfuerzo del Toni nunca nos dieron la revancha.
Casi pierdo la pierna. Cuando el médico de la guardia del Hospital de San Isidro descubrió la fractura, ordenó la operación urgente. De esa salí bastante bien y con la gamba O.K. después de ocho meses de inactividad.
A través de los años me fui familiarizando con las trampas del fútbol. Me prometí mejorar hasta hacerle frente a cualquiera. Y pude llegar alto, pero soy uno en un millón, uno que tuvo suerte mientras otros novecientos mil novecientos noventa y nueve quedaron en el camino.
El Toni hoy es dirigente político del partido Obrero, nadie lo doblegó. Algunos de mis compañeros se quebraron y buscaron una salida rápida. Supe que el zurdo Lucio se metió en la policía, Beto perdió las piernas en un accidente y hoy pide limosna en la estación Retiro. Juan y Pachón murieron en un intento de asalto, abatidos por las ametralladoras de la Brigada de San Martín. El Eduardito es cirujano plástico, me vino a saludar en el partido contra el Real, en Madrid. De los demás no supe más nada.
Desde aquí recuerdo cuando era un pibe de catorce años, allá en el barrio Santa Rita. Al equipo lo había armado el Toni, ese que vivía en los edificios: Monoblok 4, Escalera 2, Planta Baja “A”. Todos los días pasaba por su casa a buscar el sanguchito.
-No se puede entrenar sin nada en la panza- nos decía el Toni, y su vieja nos servía el mate cocido con leche obligatorio antes de ir al campito a practicar.
El Toni era unos pocos años más grande que nosotros, pero parecía mucho mayor en su papel de Director Técnico. Era serio y muy inteligente, estaba terminando el secundario en un colegio nocturno. Después supe que Antonio Correa, como se llamaba en realidad, había sido un niño prodigio, que pudo terminar sin gran esfuerzo la primaria un año antes de lo acostumbrado. En el 73 ayudaba a los maestros de la escuelita del barrio, montada en una casilla con mejoras en la manzana diez y que Horacio, su director había logrado que el gobierno peronista legalizara.
Estaba de moda fundar escuelas, y los militantes de izquierda: Montoneros, FAR, PRT, ERP, y algunos trotskistas parecían hormigas en plena construcción. Todo era a pulmón y siempre había algo que hacer.
Cuando cayeron los milicos a su casa, en el 76, dejaron todo hecho una ruina. A él se lo llevaron, a Horacio también. La lista fue larga pero prevista, todos los luchadores estaban en ella. Algunos pudieron escabullirse. Al Toni, que tenía dieciséis, lo soltaron a los tres meses del Arsenal 601 “Esteban de Luca” donde lo tenían secuestrado, lo pusieron a disposición del PEN. Tuvo suerte, Horacio no apareció nunca más. En el lugar de la escuela quedó una tapera inhabitable llena de ratas y cucarachas que servía de cobijo a los amantes ocasionales y de aguantadero a delincuentes enfierrados y faloperos.
Como al Toni lo habían echado del colegio donde estaba haciendo el secundario, tuvo que anotarse en la nocturna para terminar sus estudios. Por supuesto, era el mejor alumno. Como era un pibe inquieto, que siempre tenía que estar organizando, comenzó a armar una escuela de fútbol, donde también se daba ayuda escolar y merienda.
La escuelita de fútbol funcionaba por las tardes. Ema, la vieja del Toni le ayudaba en todo, preparaba los sánguches, el mate cocido y mantenía limpio el lugar: un departamento de la planta baja que había sido abandonado por los adjudicatarios porque se inundaba y que en las puertas le habíamos levantado unas pequeñas paredes para que no entrara el agua.
Mi vieja era el único sostén de mi casa. Limpiaba en las lomas de San Isidro y con lo que ganaba no llegábamos a comer seguido. Mis hermanos y yo dependíamos de la merienda en lo del Toni para mantenernos alimentados. El “entrenamiento” era la fiesta diaria, allí yo brillaba como goleador excluyente. Rápido y lleno de picardía, buen gambeteador y astuto, capaz de parar de golpe para que el defensor contrario pasara de largo. Sabía cuando aplicar un caño, cuando sacar un tiro recto o hacer un sombrero, tirarme en palomita o habilitar con un taco a un compañero mejor ubicado para meterla en el arco. Además teníamos a Beto, el capitán que lo hacía todo más fácil ¡los goles que me habrá entregado en bandeja! ¡Que jugador!
Teníamos un equipo que nos enorgullecía. Habíamos ganado varios torneos. En Gran Bourg, Villa Adelina, Pilar y Tigre ya nos conocían.
Éramos veinte pibes con mucha ilusión que no nos amilanábamos fácilmente. Un día, el Toni nos habló de un desafío contra una escuela privada, un colegio donde estudiaban los más cogotudos. Era el antiguo colegio del Toni, donde había sido becado gracias a Horacio, y expulsado por “subversivo” al haber participado de la lucha por el boleto estudiantil. Allí nuestro director técnico mantenía contactos con profesores y alumnos y quería que nos probásemos.
Los cogotudos hacían de locales, ya que contaban con un campo de deportes enorme. Tuvimos que atravesar el colegio para llegar al campo. Nunca habíamos visto tanto lujo ni tanta pulcritud. Tenía capilla propia, que a nosotros, acostumbrados a la pequeña casilla de madera del padre Peralta, nos pareció una catedral. Las aulas eran inmensas, con altísimos ventanales y puertas dobles de largas banderolas, todo en impecable estilo colonial ingles. El parque era inmenso, interminable y selvático. Antes de comenzar el partido estábamos obnubilados.
Los contrincantes nos esperaban en perfecta alineación, de riguroso uniforme deportivo con las insignias escolares. Nosotros vestíamos las camisetas de Platense que nos habían donado ya hacia más de dos años y que estaban bastante gastadas. La vieja del Toni nos había cocido las medias viejas y gastadas y nos había confeccionado los pantaloncitos con tela comprada en una barata de Once. Ellos tenían los números en camisetas y pantalones impresos según las más modernas técnicas, igual que los equipos profesionales y tenían botines Adidas flamantes. Nosotros teníamos números de hule cocidos a mano y calzábamos Sacachispas o zapatillas de lona.
Salvo en el caso del zurdo Lucio, que era grandote, los locales tenían mejores físicos. Su director técnico era el profesor de gimnasia. Y de algún lado apareció un referí supuestamente neutral que se plantó en la cancha y llamó a los capitanes para tirar la moneda.
Sacaron ellos. Su juego era muy organizado, ahora que pasaron los años y entiendo, puedo decir que jugaban con táctica, con una defensa bien sólida y al contragolpe.
El primer tiempo terminó cero a cero. Nosotros tratábamos de llegar con las gambetas de Beto y mi habilidad para filtrarme en el área contraria. En dos oportunidades casi les meto el gol, la segunda vez me cometieron un penal que el árbitro no cobró y que me dejó desparramado delante del arco.
Ya por los veinticinco minutos del segundo tiempo, después de hacerle un caño al cuatro de ellos quedé frente al arquero y cuando fui a patear, el mismo defensor me barrió desde atrás, dí una vuelta en el aire y caí con todo el peso del cuerpo sobre mi pierna izquierda. Escuché el crujido del hueso cuando se quebró y la angustia no me permitió sentir dolor físico. Me sacaron, cobraron tiro libre, fuera del área. Era claro penal y tarjeta roja. El referí se hizo el distraído.
No me quise retirar, fingí que el golpe era menor, me sacaron a la fuerza. Desde el costado de la cancha observé la impotencia de mis compañeros, que jugaban contra un paredón de atletas con el referí a favor. En las puertas de nuestra área, Lucio desplazó con el cuerpo al once contrario. Por mas que protestamos nos cobraron penal. Nuestro arquero voló hacia el ángulo donde se dirigió la pelota pero no llegó. Perdimos uno a cero. Lo peor fue la forma. Nunca antes nos habían humillado así, nunca nos habíamos sentido tan impotentes. A pesar de todo el esfuerzo del Toni nunca nos dieron la revancha.
Casi pierdo la pierna. Cuando el médico de la guardia del Hospital de San Isidro descubrió la fractura, ordenó la operación urgente. De esa salí bastante bien y con la gamba O.K. después de ocho meses de inactividad.
A través de los años me fui familiarizando con las trampas del fútbol. Me prometí mejorar hasta hacerle frente a cualquiera. Y pude llegar alto, pero soy uno en un millón, uno que tuvo suerte mientras otros novecientos mil novecientos noventa y nueve quedaron en el camino.
El Toni hoy es dirigente político del partido Obrero, nadie lo doblegó. Algunos de mis compañeros se quebraron y buscaron una salida rápida. Supe que el zurdo Lucio se metió en la policía, Beto perdió las piernas en un accidente y hoy pide limosna en la estación Retiro. Juan y Pachón murieron en un intento de asalto, abatidos por las ametralladoras de la Brigada de San Martín. El Eduardito es cirujano plástico, me vino a saludar en el partido contra el Real, en Madrid. De los demás no supe más nada.
Cuánta ternura en tu cuento, Marcos...
ResponderEliminarla historia de una vida, resumida con el fútbol por escenario.
¡Me encantó!
Marcos: esta pasión de multitudes, tiene la virtud de encerrar anécdotas y recuerdos, realidades y sueños que dan pie para un cuento como este. Un saludo de,
ResponderEliminarDe las manos de Marcos la redonda no para ,,,es un escritor que con la cinco gambetea al lector , dejandonos cansados y pensando simpre como hace para mesclar las distintas realidades que hemos padecido con la actual.
ResponderEliminarMarcos conoce de mi aprecio por sus escritos ,por lo tanto me atrevo a decirte que no sos hombre para poner en un cuento tan bueno un termino ingles ...teniendo nosotros el "esta bien"que suena tan bonito .
Abel Espil