Del libro El Club de los Melancólicos, editado por Servilibro.
La señorita Sara Arzamendia era una escritora que tenía su tiempo arreglado. Se levantaba cuando el olor de su patio cubierto por enredaderas, aloes, helechos y flores de las más diversas especies, se hacía fuerte y le provocaba estornudos.
Los abejorros venían a estrellarse, en esos momentos, contra su ventanal de vidrio.
Después de cepillarse los dientes, peinar su cabellera oscura y con relucientes canas, y desayunar una taza de leche con café y pan untado con dulce de membrillo, se dirigía al depósito donde dormía su perro, para llevarlo al patio delantero.
Luego se sentaba a escribir. Esa mañana de sol casi rojizo (había pasado un mes y medio sin llover), se le escurrían las ideas de las manos blancas y venosas:
Manuel Franco era un joven de veinte años, que se dedicaba a la apicultura, practicaba natación, y no era de salir.
Por eso, porque no era de salir, la vez que decidió ir a escuchar la charla del profesor Sun Shaomou sobre fenómenos paranormales (la cátedra correspondía al salón 4 del edificio “Alta Torre”), esperaba pasar un momento que no sabía cómo definir.
El disertante en cuestión era un chino de edad escondida. Vestía un traje negro y una corbata riesgosamente colorida para la ocasión.
Al cabo de un buen rato de la exposición versada sobre la compatibilidad de la luna con las ideas criminales, Manuel levantó la mano y dijo las vaguedades propias que se dicen en circunstancias donde la realidad desaparece y las especulaciones y las ironías son las cartas con las que se juega. Espantó una mosca que le causaba molestia y se quedó aguardando una respuesta.
—¿El señorito podría pasar en limpio la pregunta? El señorito parece que leyó mucho a Sigmund Freud —contestó y refugió su rostro amarillo en una sonrisa burlona y muy china.
La mosca se había posado sobre la mesa de ébano donde estaban el vaso y la jarra de agua de Sun Shaomou.
Una joven rubia, con cutis de cristal, que entró con la respiración acelerada al recinto y se sentó a su lado, le salvó de levantarse y darle un plantón al disertante, pues le pareció muy feo que se pasara de mambo.
La recién llegada tomaba con rapidez anotaciones en un cuaderno. De vez en cuando se llevaba la mano a la boca, sorprendida con los ejemplos de las extrañas circunstancias que el oriental contaba, y él, que ya la había descubierto entre el gentío, se embarcaba —ahora— con pasión en lenguas raras. Luego, acercándose a ella como quien invita a bailar, le preguntó qué situación (concretamente) extraña le había pasado alguna vez.
La chica se levantó, se vació en un largo suspiro, y dejó constancia con una sonrisa atenta y amable de que no tenía nada que valiera la pena contar.
Esa respuesta no bajó el entusiasmo del chino, que a partir de entonces parecía reflexionar y hablar expresamente para un grupo de cuatro señoras (tres de ellas excedidas de peso) sentadas en la primera fila. Las damas también hacían anotaciones marcadas por el pulso de la ansiedad (los detalles eran tan infrecuentes). Escuchaban al mensajero asintiendo a menudo con la cabeza. Parecían convencidas de que el oriental las llevaría por un camino azulado, y que de un momento a otro el corazón se les paralizaría con la revelación, la confesión prima, el eje del misterio salido a la luz para la salvación humana. Como a las diez de la noche terminó el acto.
Manuel, ya en la calle, se acercó a la joven rubia. Ella estaba llena todavía de aquel clima extraño e hipnótico que había vagado como una mariposa nocturna por el recinto.
Le propuso caminar un rato. Y la mujer le contó que se llamaba Rita, que creía en esas cosas desde chica, aunque jamás le había ocurrido nada de nada. Y era su voz dulce, y sus palabras caían cuidadosas y lentas en esa noche calurosa. Un perfume de gipsófilas la envolvía silenciosamente.
Manuel notaba que ella buscaba sus ojos. Se los dio enteramente. Y ambos se entregaron al placer simple y volátil de la conversación que se genera con espontaneidad entre los recién conocidos.
Fueron a buscar un bar pues deseaban tomar gaseosas, y también porque no querían que aquella noche, tan necesitada de cigarrillos y de Coca Cola, terminara así, sin olor ni color.
Se metieron en un barcito llamado “La Posta”.
La mujer le dijo que estudiaba Literatura y Letras y que admiraba a Albert Camus. Le citó otros nombres: Julio Cortázar, Mario Benedetti y Franz Kafka.
—Mario Benedetti tiene el valor de escribir cosas sencillas, mérito no encontrado en Julio Cortázar, que es magistral, pero a quien hay que leerlo más de una vez para entender hacia dónde apuntan sus crímenes —dijo, y trazó un círculo con el dedo índice sobre la mesa.
Mientras ella hablaba, y sorbía con una paja la gaseosa, Manuel rogaba por dentro que siguiera hablando, que siguiera contando las cosas que contaba, así, como una mujer que lo quería seducir con su porte intelectual (pilló su juego); que hablara, hablara, hablara, y dijera la tabla del siete si ya no le venía nada a la mente. Aquella voz suya era como un hueco rellenado con luz propia.
Le preguntó dónde vivía. Y ella le dijo que a una cuadra de la vieja fábrica de botellas. Y que su casa tenía una muralla de color terracota con el número 954.
Se despidieron con un intento de beso en la boca.
Durante tres días Manuel se pasó dale que dale, pensando. ¿Debía ir o no a verla? Su corazón le decía que sí. Pero temía. Apenas la conocía y ya la extrañaba ferozmente.
Aquella tarde de sábado con llovizna, mientras escuchaba la voz de Charles Aznavour, algo dentro de él se rajó. La viscosidad de la sangre, ese derramamiento apasionado, sin pausa, sin límites, lo llevaron a fumar.
Apagó el tocadiscos y se lanzó a la calle.
El ómnibus lo dejó a dos cuadras de la casa de Rita.
Caminó. Allí estaba el número 954. Y también el timbre. Tocó y apareció en la puerta un señor sin camisa, con el pantalón manchado con cal, y nervioso. Tosía mientras daba consejos a la gente de adentro.
Cuando le preguntó por Rita le miró extrañado.
—Aquí no vive ninguna Rita —fueron sus palabras.
Entonces Manuel se enojó, y le dijo que no podía ser, que él era solamente un amigo de su “hija” y no tenía intención alguna de molestar.
—¿Dice usted, mi “hija”?
—¿Pues qué cosa viene a ser de ella, si se puede saber? ¿Acaso el abuelo?
Entonces el señor se enojó de veras, y le avisó, con el rostro enrojecido, que no estaba para bromas, y que lo mejor era que se marchara en el instante porque en caso contrario llamaría a la Policía.
En ese punto, Sara Arzamendia se quedó pensando. Apoyó la cabeza sobre el respaldo sedoso del sofá. No sabía por dónde continuar el relato. Y hacía tanto calor. Y el sudor picaba en el cuerpo.
Le pasaba que cuando no sabía cómo acabar o seguir un cuento, iba a encontrarse con su amiga Amparo Méndez, y ella le daba la medicina literaria adecuada para salir del aprieto.
Un ave muerta era devorada por las hormigas en el patio.
Llamó a Amparo y le propuso un encuentro a las cinco, en el bar de siempre.
Derramó una jarra de agua sobre su perro, que huía del calor, con la lengua afuera, hacia cualquier sitio.
A la cinco menos cuarto, Sara se dirigió a la calle. Un repentino temor (o casi pánico) de que por esta vez su amiga no pudiera ayudarla, la distrajo, la apartó un momento del mundo, del lejano ladrido de los perros, de la realidad del calor sofocante y espeso.
No vio la camioneta azul que apareció de improviso y la embistió.
Después de un tiempo, alrededor de su cadáver, se fue juntando lenta, ceremoniosamente, la gente...
*Cuento incluido en El club de los melancólicos, editado por Servilibro.
La señorita Sara Arzamendia era una escritora que tenía su tiempo arreglado. Se levantaba cuando el olor de su patio cubierto por enredaderas, aloes, helechos y flores de las más diversas especies, se hacía fuerte y le provocaba estornudos.
Los abejorros venían a estrellarse, en esos momentos, contra su ventanal de vidrio.
Después de cepillarse los dientes, peinar su cabellera oscura y con relucientes canas, y desayunar una taza de leche con café y pan untado con dulce de membrillo, se dirigía al depósito donde dormía su perro, para llevarlo al patio delantero.
Luego se sentaba a escribir. Esa mañana de sol casi rojizo (había pasado un mes y medio sin llover), se le escurrían las ideas de las manos blancas y venosas:
Manuel Franco era un joven de veinte años, que se dedicaba a la apicultura, practicaba natación, y no era de salir.
Por eso, porque no era de salir, la vez que decidió ir a escuchar la charla del profesor Sun Shaomou sobre fenómenos paranormales (la cátedra correspondía al salón 4 del edificio “Alta Torre”), esperaba pasar un momento que no sabía cómo definir.
El disertante en cuestión era un chino de edad escondida. Vestía un traje negro y una corbata riesgosamente colorida para la ocasión.
Al cabo de un buen rato de la exposición versada sobre la compatibilidad de la luna con las ideas criminales, Manuel levantó la mano y dijo las vaguedades propias que se dicen en circunstancias donde la realidad desaparece y las especulaciones y las ironías son las cartas con las que se juega. Espantó una mosca que le causaba molestia y se quedó aguardando una respuesta.
—¿El señorito podría pasar en limpio la pregunta? El señorito parece que leyó mucho a Sigmund Freud —contestó y refugió su rostro amarillo en una sonrisa burlona y muy china.
La mosca se había posado sobre la mesa de ébano donde estaban el vaso y la jarra de agua de Sun Shaomou.
Una joven rubia, con cutis de cristal, que entró con la respiración acelerada al recinto y se sentó a su lado, le salvó de levantarse y darle un plantón al disertante, pues le pareció muy feo que se pasara de mambo.
La recién llegada tomaba con rapidez anotaciones en un cuaderno. De vez en cuando se llevaba la mano a la boca, sorprendida con los ejemplos de las extrañas circunstancias que el oriental contaba, y él, que ya la había descubierto entre el gentío, se embarcaba —ahora— con pasión en lenguas raras. Luego, acercándose a ella como quien invita a bailar, le preguntó qué situación (concretamente) extraña le había pasado alguna vez.
La chica se levantó, se vació en un largo suspiro, y dejó constancia con una sonrisa atenta y amable de que no tenía nada que valiera la pena contar.
Esa respuesta no bajó el entusiasmo del chino, que a partir de entonces parecía reflexionar y hablar expresamente para un grupo de cuatro señoras (tres de ellas excedidas de peso) sentadas en la primera fila. Las damas también hacían anotaciones marcadas por el pulso de la ansiedad (los detalles eran tan infrecuentes). Escuchaban al mensajero asintiendo a menudo con la cabeza. Parecían convencidas de que el oriental las llevaría por un camino azulado, y que de un momento a otro el corazón se les paralizaría con la revelación, la confesión prima, el eje del misterio salido a la luz para la salvación humana. Como a las diez de la noche terminó el acto.
Manuel, ya en la calle, se acercó a la joven rubia. Ella estaba llena todavía de aquel clima extraño e hipnótico que había vagado como una mariposa nocturna por el recinto.
Le propuso caminar un rato. Y la mujer le contó que se llamaba Rita, que creía en esas cosas desde chica, aunque jamás le había ocurrido nada de nada. Y era su voz dulce, y sus palabras caían cuidadosas y lentas en esa noche calurosa. Un perfume de gipsófilas la envolvía silenciosamente.
Manuel notaba que ella buscaba sus ojos. Se los dio enteramente. Y ambos se entregaron al placer simple y volátil de la conversación que se genera con espontaneidad entre los recién conocidos.
Fueron a buscar un bar pues deseaban tomar gaseosas, y también porque no querían que aquella noche, tan necesitada de cigarrillos y de Coca Cola, terminara así, sin olor ni color.
Se metieron en un barcito llamado “La Posta”.
La mujer le dijo que estudiaba Literatura y Letras y que admiraba a Albert Camus. Le citó otros nombres: Julio Cortázar, Mario Benedetti y Franz Kafka.
—Mario Benedetti tiene el valor de escribir cosas sencillas, mérito no encontrado en Julio Cortázar, que es magistral, pero a quien hay que leerlo más de una vez para entender hacia dónde apuntan sus crímenes —dijo, y trazó un círculo con el dedo índice sobre la mesa.
Mientras ella hablaba, y sorbía con una paja la gaseosa, Manuel rogaba por dentro que siguiera hablando, que siguiera contando las cosas que contaba, así, como una mujer que lo quería seducir con su porte intelectual (pilló su juego); que hablara, hablara, hablara, y dijera la tabla del siete si ya no le venía nada a la mente. Aquella voz suya era como un hueco rellenado con luz propia.
Le preguntó dónde vivía. Y ella le dijo que a una cuadra de la vieja fábrica de botellas. Y que su casa tenía una muralla de color terracota con el número 954.
Se despidieron con un intento de beso en la boca.
Durante tres días Manuel se pasó dale que dale, pensando. ¿Debía ir o no a verla? Su corazón le decía que sí. Pero temía. Apenas la conocía y ya la extrañaba ferozmente.
Aquella tarde de sábado con llovizna, mientras escuchaba la voz de Charles Aznavour, algo dentro de él se rajó. La viscosidad de la sangre, ese derramamiento apasionado, sin pausa, sin límites, lo llevaron a fumar.
Apagó el tocadiscos y se lanzó a la calle.
El ómnibus lo dejó a dos cuadras de la casa de Rita.
Caminó. Allí estaba el número 954. Y también el timbre. Tocó y apareció en la puerta un señor sin camisa, con el pantalón manchado con cal, y nervioso. Tosía mientras daba consejos a la gente de adentro.
Cuando le preguntó por Rita le miró extrañado.
—Aquí no vive ninguna Rita —fueron sus palabras.
Entonces Manuel se enojó, y le dijo que no podía ser, que él era solamente un amigo de su “hija” y no tenía intención alguna de molestar.
—¿Dice usted, mi “hija”?
—¿Pues qué cosa viene a ser de ella, si se puede saber? ¿Acaso el abuelo?
Entonces el señor se enojó de veras, y le avisó, con el rostro enrojecido, que no estaba para bromas, y que lo mejor era que se marchara en el instante porque en caso contrario llamaría a la Policía.
En ese punto, Sara Arzamendia se quedó pensando. Apoyó la cabeza sobre el respaldo sedoso del sofá. No sabía por dónde continuar el relato. Y hacía tanto calor. Y el sudor picaba en el cuerpo.
Le pasaba que cuando no sabía cómo acabar o seguir un cuento, iba a encontrarse con su amiga Amparo Méndez, y ella le daba la medicina literaria adecuada para salir del aprieto.
Un ave muerta era devorada por las hormigas en el patio.
Llamó a Amparo y le propuso un encuentro a las cinco, en el bar de siempre.
Derramó una jarra de agua sobre su perro, que huía del calor, con la lengua afuera, hacia cualquier sitio.
A la cinco menos cuarto, Sara se dirigió a la calle. Un repentino temor (o casi pánico) de que por esta vez su amiga no pudiera ayudarla, la distrajo, la apartó un momento del mundo, del lejano ladrido de los perros, de la realidad del calor sofocante y espeso.
No vio la camioneta azul que apareció de improviso y la embistió.
Después de un tiempo, alrededor de su cadáver, se fue juntando lenta, ceremoniosamente, la gente...
*Cuento incluido en El club de los melancólicos, editado por Servilibro.
Un gusto leerte, querida Delfina. Fuerte el final.
ResponderEliminarGracias por compartir este cuento, querida Graciela.
Mi abrazo
Analía
Delfina, un interesante desarrollo y un final que deja sin aliento. Un abrazo amigo,
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