sábado, 16 de octubre de 2010

Eduardo Cappellacci-Capitán Bermudez, Provincia de Santa Fé, Argentina/Octubre de 2010

Valor


He de morir de mi muerte,
de la que vivo pensando,
de la que estoy esperando
y en temor se me convierte.
Mi voz oculta me advierte
que la muerte con que muera
no puede venir de fuera,
sino que debe nacer
de la hondura de mi ser
donde crece prisionera.
Décimas a mi muerte
Elías Nandino (1900 – 1993)



Los ojos de Eduardo eran hermosamente celestes, azules, y quien se enfrentaba a ellos los descubría irradiando ternura, aprecio. Sin embargo, clavó una mirada dura, fría, lacerante en los ojos del joven médico. Esa mirada duró apenas un instante; lo suficiente para resultar perturbadora. La sonrisa que se delineó inmediatamente en la cara de Eduardo cambió la mirada que ahora es dulzona, amigable, casi paternal. El trueque no logró calmar al médico.
-¡Entré a la clínica pensando que soy inmortal y vos me decís que me estoy muriendo! –dijo Eduardo, desafiante a pesar del tono conciliador y la risa amigable con que acompañó sus palabras.
El médico rodeó el escritorio y se ubicó al lado de Eduardo. Se esforzó para contener las ganas de abrazar a ese hombre sentado displicentemente casi en medio del breve consultorio. Hacía no más de veinte minutos que estaba hablando con él; lo conocía apenas desde tres días atrás cuando trajeron a Eduardo en una ambulancia, sin poder respirar y al borde de un infarto. Muy poco tiempo y en situación de crisis. Sin embargo tenía la certeza de estar frente a un buen tipo. Apoyó filialmente su mano en la espalda de Eduardo, a modo de abrazo contenedor.
-¡No, Eduardo! ¡No! –exclamó para tranquilizar y tranquilizarse, pero sin alcanzar el objetivo de ocultar su preocupación. –¡No piense eso! Lo que quiero decir es que por ahora, ¡por-a-ho-ra!, hasta que estén los estudios, usted debe seguir su vida normalmente, tal como lo venía haciendo. Después veremos… Seguramente le vamos a indicar algo.
El joven médico, ya fogueado por varias batallas similares, sintió que sus palabras le devolvían el control de la situación. Notó (intuyó) que Eduardo, que no había perdido la sonrisa y el gesto magnánimo y afable, se aflojaba. Tranquilizado él mismo, golpeó suavemente varias veces la espalda ancha y aún firme del paciente y volvió con movimientos seguros y consistentes a su sillón. Cuando se sentó, Eduardo, irrefutablemente relajado, le dice a modo de invitación:
-Bueno, entonces…
-Entonces, por ahora, no piense en qué medicamentos deberá tomar ni en qué dieta deberá seguir.  Haga su vida normal y, ni bien tengamos los resultados de los análisis y los estudios, le llamaremos. ¡Vaya tranquilo, amigo!
Eduardo se levantó con manifiesta dificultad. Cuando se paró, alzó la cabeza y abrió la boca en busca de un poco más de oxígeno. Tendió su mano al médico que la estrechó acompañando el gesto con una sonrisa amplia y sincera. Levantó el bolso que estaba al lado de la silla que ocupaba y salió. Su andar pesado y triste, denunciaba el esfuerzo que le insumía moverse.
Cuando la puerta se cerró, el doctor se acomodó en su sillón, cruzando las piernas debajo del escritorio con sus manos entrelazadas sostuvo su cabeza por detrás. Cerró los ojos; quizá para evitar que fluyera alguna lágrima insolente, artera; quizá para comprender lo cruel que es, a veces, saber lo que otros ignoran; quizá simplemente para no pensar…


¡Cinco minutos! Volvió a mirar el reloj y verificó: solamente cinco minutos habían pasado desde que se fue Alberto. ¿Podrían ser ahora más largas las horas, más insoportable el tiempo que antes del soponcio? Ni siquiera intentó responderse la pregunta. Se levantó de su silla con cierto esfuerzo, eligió un CD que contenía tres o cuatro ‘long play’, convenientemente bajados de internet, que en los ’70 grabaran Pappo’s Blues, lo colocó en el equipo y graduó el volumen para que fuese intenso, pero no fuerte. Se volvió a sentar; esta vez optó por el viejo sillón de dos cuerpos que conservaba, íntimamente, su dignidad y prestancia a pesar de los años, del desgaste de su tapizado… Se dio cuenta que empezaba a sentirse identificado con el sillón y reaccionó sacudiéndose esos pensamientos. “Para un sillón, treinta y cinco años es una eternidad. Pero para un hombre cincuenta y cinco años es casi un comienzo”, se dijo y se aplicó a escuchar la música. Siempre lo mejor fue escuchar un buen blues; Pappo le comentaba (desde que lo descubrió, allá por sus dieciseis años, él no escuchaba a Pappo, conversaba con Pappo), le comentaba que “Algo ha cambiado dentro de mí, que alucinado quiero vivir”. La autorreferencia fue inevitable. Otra vez algo había cambiado dentro de él. Este Eduardo no era el mismo de hace cuatro días atrás. Giró su cabeza hasta verse en el manchado espejo ornado por una filigrana metálica cuyo diseño pretendía inútilmente ser una alegoría de la primavera o de alguna bucólica felicidad. Le pareció ver lo que siempre temió, lo que nunca quiso. Le pareció ver la vejez. Se sintió conmocionado. La había visto miles de veces, pero era la primera vez que se la veía puesta.
Quizá fue el blues, quizá estos primeros días de su convalecencia, quizá… Sintió frío. “Esta casa es muy fría para alguien que ha sufrido un infarto”, se dijo mientras acomodaba un par de troncos, rollizos y petisos, en el rescoldo que agonizaba en el hogar de su chimenea. Una llamita tímida comenzó a acariciar uno de los troncos. Evidentemente, el tronco cedió ante el mimo que le prodigaba el fuego y, aunque parecía que se resistía poniéndose negro y despidiendo humo, se iba consustanciando con la llama que se metía en sus leñosas carnes. Mientras se reconfortaba con el calor que, al ritmo lento y sensual del blues, despedía el hogar, Eduardo comprendió una vez más la exactitud de la comparación del amor y el fuego. Otra vez se sintió tronco. Por su cabeza empezaron a sucederse las mujeres que amó, las mujeres que amó de verdad… Tres, cuatro… no muchas; “de verdad” se ama a pocas mujeres. Una seguía a la otra sin orden y a una velocidad que no permitía distinguir sus rasgos personales, sin embargo él reconocía a cada una de ellas. Cada vez pasaban más rápido, se sucedían casi superponiéndose. Al final, algunas se fueron desvaneciendo tras las notas del solo, poderoso, reconstituyente, energético, rejuvenecedor, que Pappo interpretaba con su guitarra. Se fueron desvaneciendo hasta que, finalmente, quedaron dos… quedó una. El tronco ya casi era fuego, la guitarra de Pappo daba unas notas vibrantes, agudas, altísimas; el calor se derramaba en el ambiente mientras el blues mejoraba el aire impregnándolo de eso que tiene el blues. Eduardo recordó esos momentos en que el amor lo había convertido en blues y en fuego, confundido con ella en la pasión, donándose sus fluidos, apretándose en un mismo grito, piel con piel, corazón con corazón. Una lágrima traidora (en realidad, todas las lágrimas o son traidoras o predisponen a la traición), una lágrima traidora deschavaba su frágil fortaleza.
Lentamente se fue relajando: estiro las piernas hasta tocar la barrera que protegía el hogar, dejó caer los brazos sobre el sillón, las palmas de sus manos se abrieron expectantes, inclinó su cabeza abandonándola en el borde superior del respaldo. Cerró los ojos dejando que el blues (uno nuevo, el mismo de siempre, el único) lo acaricie. Comenzó a recordar su vida, al modo del avance de una película de acción. Las escenas se sucedían sin solución de continuidad. Su niñez y su difícil adolescencia; su madre diciendo que él no podría aprender a tocar la guitara; su autoestima lacerada; su hermana confidente y cercana, su hermana distante y huraña, su hermana siempre amada; su perenne soledad; sus amigos y los buenos momentos… Y su hija… Su orgullo, su amor más intenso. “¿Habré sido un buen padre?”. La pregunta irrumpió en el preciso silencio en que un blues ha terminado y el siguiente no comenzó. La única pregunta para la que no tenía respuesta. La única pregunta que no se animaba a hacerle a los demás por miedo a una respuesta indeseada. La presencia amorosa de su hija a su lado era suficiente respuesta; él lo sabía. Pero había sido tanta la responsabilidad, tanto el dolor, tanto el compromiso, tan grande el abandono… que prefería inventarse una duda a reconocerse no sólo como un buen padre, sino como un gran padre. Preferencia que todo padre, seguramente, comparte.
El sol se había escondido totalmente y el frío se acentuaba. Se puso un abrigo y se preocupó nuevamente: la breve caminata hasta su dormitorio y el regreso al sillón lo habían agitado. El temor al ahogo, a la falta de aire, se reinauguró. Esperaría a su hija para cenar. Cerró los ojos y, lentamente, se durmió al calor del fuego y al arrullo del blues.
Quizá había vivido demasiado estos cincuenta y cinco años y por eso la vida le tenía preparado un final cercano (ese que el médico conocía). Como todos, nunca había podido leer su propia vida. Ni siquiera los especialistas en leer la vida de los demás pueden interpretar la propia. Por eso el miedo a no haber vivido lo suficiente, por eso la angustia de no haber “cumplido” las propias expectativas.
Sin embargo, Eduardo puede dormir tranquilo y esperar el final (sabiendo, sin saber, que está por llegar): su vida la vivió con valor. No con intrepidez ni heroísmo, no con aventuras, ni con grandezas. La vivió con valor, viviéndola. Aún en medio de muchas cobardías y renuncias, sobresalió el valor. Vivió la única vida posible, la que nos deja el sabor amargo de las insatisfacciones aplacando la dulzura de los deseos satisfechos. Una vida donde contabilizamos complacencias y desaires de modo caprichosamente dispar; una vida en la que el balance es imposible. Nunca sabemos a ciencia cierta si el haber supera al debe o al revés. Hacer el balance de nuestra vida significaría cancelar nuestra vida. Si vivimos, el resultado queda siempre pendiente para mañana si creemos que el mañana es posible. La llamada recibida a la tarde, la llamada de Patricia le “iluminó el día”, como él mismo le dijo al agradecerle la conversación. ¿Dónde registrar a Patricia? En la columna del haber, porque le llenaba de esperanzas y le hacía sentir que aún se podía. O en la columna del debe porque sabía que ella nunca se animaría a romper las cadenas que la sujetaban.
No hay balance posible en la vida. Solamente un resultado: soy feliz o no soy feliz. Y aún este resultado es efímero, provisorio, sedativo…
Eduardo puede dormir tranquilo. Nunca tendrá respuesta a esa pregunta, nunca sabrá si fue un buen padre. Esa respuesta no existe. Simplemente vivió; cuando las circunstancias lo conminaron, puso el pecho y vivió lo mejor que pudo. Eduardo puede dormir tranquilo. Nosotros también. No importa cuánto, sino cómo. No importa cuánto ni qué se vive, importa que se viva con valor.

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