ANATEMA
Exuperio buscaba la luz divina. Atravesaba las calles sin mirar los semáforos, apenas escuchaba a la gente cuando hablaba, se bañaba con rapidez mediante una regadera de plástico azul –por aquello de que lo ideal flota en el azul- .Y además, para no detenerse en las partes pudendas de las que su obispo le decía, cuando extraía cerca del plexo solar rodeado de exuberantes carnes fláccidas, su voz similar a la de un pitido de tren, que éstas no se debían alumbrar porque conducían a la oscuridad del alma.
Piadosa mujer, su madre, ganadora del campeonato nacional del santigüeo a cuatro manos, acompañaba con un rítmico marcado de las puntas de los dedos de los pies, al ejercicio de alimentar a Exuperio, su bebé de cuarenta y cinco años. En el momento en que lo veía triste, enmenottiado, le abría los brazos y lo recibía en su regazo, acunándolo en el movimiento ancestral del hico-hico. Ahí, a Exuperio se le dibujaba una sonrisa pero no veía la luz.
En el trabajo, funcionaba como una computadora más, dado que a la rápida sinapsis de sus neuronas, solamente le bastaba colocar una célula fotoeléctrica en la sien derecha para que su pensamiento emergiera obediente y realizara su labor. Eso sí, a veces aparecía en sus legajos y expedientes, impresa la palabra LUZ, hecho que su jefe no alcanzaba a comprender.
Una vez, cuando salía de la oficina, la encontró. Al intentar el cruce de la calle. Apenas, colocando sus pies en el pavimento. Fueron unos focos apaisados de Peugeot 306, de fabricación extranjera por eso de que hay que amparar la industria nacional, que le irrumpieron en el rostro y desplazaron su cabeza nada más que unos metros de su cuerpo, sobre el adoquín. Tirado torso arriba, en medio de la arteria, con cara de estampita, se le observaba en la boca una U mayúscula, semejante a un gesto pleno de satisfacción.
Porque después de todo había encontrado la divina LUZ.
El hagiógrafo y un grupo de exégetas, traídos de cañaverales en extinción y suelos sin petróleo, bajo la promesa de un sueldo en patacones, comprobaron que Exuperio, el humilde, apostólico, edípico, murmurador sin respuesta, prudentísimo, emanador flatulento, caritativo, fornicador escondido, enano virtuoso, dueño de una vida interior intensa –siempre estiraba su mirada para adentro-, investigador obseso de su propio tubo fluorescente, pertenecía al Universo de la finitud.
Exuperio, el insatisfecho, había sido un caso más de enerrancia bíblica.
Desde el cuerpo segmentado, ya pétreo, se comenzaba a expedir un ácido y amarillento aroma. Un fuerte olor a santidad.
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