Rogelio Guedea-México/Enero de 2011
El vendedor de mandarinas
El otro día me quedé dentro del carro para esperar a mi mujer, que había bajado a comprar un pastel en la avenida Ignacio Sandoval. No podía quedarme con la ventanilla cerrada y el aire acondicionado encendido porque tenía la garganta congestionada y eso me mataría, así que apagué el aire acondicionado y dejé la ventanilla abierta. El sol me pegaba de lleno en la cara y brazo derecho, como un golpe en la nuca. Mi mujer empezó a tardarse y yo a desesperar, hasta arrancarme los cabellos. En ese instante pasó por mi lado un anciano llevando un diablito con dos rejas de mandarinas. Se detuvo a mi puerta ofreciéndomelas. Volteé un poco atribulado y lo vi. Vi el sol, todo el sol, sobre sus casi ochenta años, y aunque parecía que, de un momento a otro, lo sepultaría hasta el fondo de la tierra, el pobre hombre ni se atribulaba, impertérrito como estaba frente a mí, esperando un gesto de consentimiento. Primero le dije que no, pero, cuando apenas había avanzado dos pasos en retirada, cambié de opinión. Entonces le hice una seña con la mano y, arrepentido de mi prepotencia, le compré dos bolsas de mandarinas. El hombre cogió los veinte pesos y se dio la media vuelta, yéndose. Una vez que me cercioré de que ya no podía verme, puse firmemente el brazo sobre la base de la puerta, ladeé el rostro hacia la ventanilla y dejé que el sol, sobre mi piel, terminara de imprimirme su enseñanza.
gracias por compartir tan lindo relato
ResponderEliminarsaludos
Anahí