EL DESEMPLEADO
Para Joaquín Palacios Lindemann, era denigrante haber llegado a vivir en ese vecindario. Modestos edificios viejos, que en verano conservaban el frío del invierno y en la estación lluviosa no bastaban todos los tiestos para detener las goteras que caían en los pasillos y en algunas piezas. En este punto, agradecía la poca fortuna que aún le quedaba, en su habitación aún no se hacían presentes aquellas impertinentes gotas. En cambio a sus vecinos los hacían desperdigar sus enseres por toda la pieza; generalmente a la medianoche cuando en sus camas rebotaba el agua sin poder hacer nada por impedirlo. Al día siguiente cada gotera había dejado un charco de cierta consideración.
Hoy era un día importante para Joaquín, había llegado de la Argentina a este país vecino en busca de nuevos horizontes, hacía alrededor de seis meses. Como equipaje sólo había traído sus pocas ropas algo gastadas y aquel pensamiento que nunca lo abandonaba, tenía la convicción de que había llegado a este mundo con un sino perdedor. Y que a pesar de jurarse a sí mismo que lo sacaría de su pensamiento, por más que lo intentaba, era totalmente inútil, ahí estaba siempre como una espina dolorosa.
Su aspecto, o más bien el que le devolvía el espejo, era bastante aceptable. Un metro ochenta, delgado y con un rostro bastante regular. En el borde de sus ojos ya se advertían unas indiscretas arruguitas y algunas hebras plateadas en su cabello negro de treinta años y algunos meses. Sólo tenía un defecto que provocaba su timidez. Un tic que se hacía manifiesto en cuanto abría la boca; de inmediato cerraba sus ojos, como si una luz lo encegueciera y su cuello se balanceaba hacia arriba y luego a los lados, en un movimiento ondulante por espacio de medio segundo y hasta ahí llegaba su encanto. Tal inconveniente ponía una barrera infranqueable en cualquier interlocutor, más aún tratándose de un empleador exigente. Al decir de sus hermanos era por mala costumbre, según él, un defecto no corregido a temprana edad. Sus padres, ya desaparecidos, lo sobreprotegieron más que al resto de sus hermanos mayores.
Hoy iba a presentarse al llamado de una empresa importante. La misiva le había llegado por correo y para dar una buena impresión se había despertado muy temprano. Mas bien no había podido dormir de corrido en aquella noche, temiendo que apenas abriera la boca, sus ojos y cuello le jugarían otra mala pasada, incorporándolo nuevamente a ese callejón sin salida a que lo había condenado la diosa fortuna. Era como estar atrapado en un laberinto sin encontrar aquella ansiada puerta; y el tiempo, su tiempo, se aceleraba inexorable, la edad que mostraba su curriculum vitae ya le jugaba en contra.
Mientras, se afeitaba prolijamente en el viejo espejo que había conseguido con su casera, sus negativas premoniciones respecto a la entrevista, las masticaba sin poder evitarlo. El marco del viejo espejo se veía desconchado y la luna quebrada en tres partes, de modo que en ese momento eran tres rostros los que proyectaba el espejo, e incluso mirando con más detenimiento, cada imagen era diferente una de otra, al tener diferentes ángulos de visión. De pronto se le ocurrió que si toda su vida había sido un perfecto cúmulo de situaciones negativas - a las que seguirían sumándose otras futuras- entonces bien podría enviar a la entrevista a otro sujeto que tuviera su porte, su rostro y no su defecto. Tan convencido quedó de esta alternativa que terminó su prolija afeitada, se vistió cuidando todos los detalles, una discreta corbata haciendo juego con la camisa y el terno, zapatos bien lustrados y la raya del pantalón como recién imprentada; el mérito se lo debía al colchón bajo el cual colocaba todo aquello que debía plancharse. Enseguida se concentró mirando los tres rostros proyectados en el espejo y dio la orden a aquel trozo en el cual le pareció que su imagen se proyectaba mejor.
Mucho rato estuvo observándose y ya empezaba a pensar que estaba loco al pretender tal cosa. Mas, de pronto vio que la imagen elegida cobraba vida propia, repasaba su peinado por última vez y luego se alejaba hacia la puerta de calle y desaparecía por ella cerrándola tras de sí.
Tres horas después se pudo ver por el espejo la llegada del hombre, con la cara sonriente. En su mano traía el diario del día y un cartapacio que contenía parte de sus nuevas obligaciones.
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