Madrugadas de un adolescente
Madrugada del 10 de agosto.
Hoy estuve hablando con Sol, la tuve ahí bien cerca mío. Su pelo rubio y lacio rozaba mi brazo derecho cada vez que se movía, como dándome una caricia en secreto. Ella es de esas chicas que seduce a todo el mundo, o al menos eso es lo que yo pienso. Cuando camina, cuando habla, cuando se ríe… hace que el planeta se incline a sus pies.
Todos los días la veo desde mi último banco, y ella ahí en la segunda fila sentada al lado de Antonio. Qué suerte tiene ese pelirrojo flaco y alto. En cambio, yo, Agustín, petiso y gordito. Es muy probable que Sol no se de cuenta de mi amor por ella, amor incondicional de tonto adolescente.
Hoy me miró y me sonrió, desde su asiento y también cuando salimos al recreo. Es verdad lo que me dice mi mejor amigo, ella nunca se fijará en mí. Si casi tiene que agacharse para darme el beso del hasta mañana de cada fin de clases. Pero hoy me miró, y me sonrió, yo colorado como un tomate levanté mi mano izquierda, con la que escribía, señalando con mi lapicera azul hacia el tonto cielorraso que era testigo de mis miradas continuas, que subían como un ruego al cielo que estaba por encima de esos ladrillos.
Hay muchas chicas en mi clase, pero Sol es diferente. Cuando su pelo acarició la manga de mi pulóver azul, sentí que corría una brisa suave que me invitaba a seguirla. Y corrí a la par de la brisa y me escapé a un campo lleno de flores y arbustos y pajaritos de colores. Y juntos rodábamos por el pasto , nos besábamos y ella otra vez reía, yo la miraba , entraba y salía de la imagen. Los dos solos. Qué me importaban Antonio y su altura, mi mejor amigo, sus recomendaciones y el resto del mundo. Ahí estábamos los dos. Detrás de los árboles, apareció un viejo igual al profesor de música, tocando un trombón. Sol me miró con cara sorprendida y al mismo tiempo feliz. Tan feliz como yo. Nuestro mundo tenía de flores, aves coloridas y un fondo musical. Delicada estampa salida de un cuento mágico de niños de los años cincuenta.
El sonido del timbre, que anunciaba el fin del recreo, hizo que mi mundo se desarmara y cayera al piso sucio. Mi cara debe haber sufrido alguna transformación, porque de pronto sentí la mirada de todos. El preceptor tratando de comunicarse con mis padres. Yo no entendía qué estaba pasando. Busqué la cara de ella entre todas las caras, pero no estaba. Seguramente se había ido al baño, pero no… Sol estaba al lado de una columna del patio, charlando y riendo con Antonio. Ahí nomás salí corriendo hacia el lugar en el que la parejita estaba hablando, y le di una trompada al pelirrojo. No tenía derecho de estropear mi mural dibujado de ternura, con sus palabras y sus gestos dirigidos hacia Sol.
Todo se volvió confuso para los que estaban presentes, menos para mí. No entendían nada. Me pregunto si es tan difícil entender a un Agustín de catorce años, enamorado de una Sol de casi quince, con sólo diez centímetros menos de altura y una promesa de amor eterna.
Llegamos a casa entre gritos y reproches de mi padre. Él tampoco entendía nada, no valía la pena explicarle mi amor incondicional a un hombre adulto, que de amores de verdad no sabía más que de una vida de experiencias, algunas lindas y otras no.
Me acosté. Intenté dormir, pero no pude. Daba vueltas en la cama, tenía prohibida la TV y la play station. No me quedaba otra que mirar al cielorraso que conocía mi historia, o agarrar una lapicera y empezar a escribir. Elegí escribir.
Elegí contar lo que pasó hoy, y escribir en letras muy grandes “Sol ama a Agustín”, “Agustín ama a Sol”.
Madrugada del 15 de agosto.
Hoy me levanté con la idea fija, lo tenía todo planeado, estaba decidido. Sabía que Sol los martes a las cinco de la tarde iba a su clase de inglés particular, conocía la dirección del Instituto, estaba cerca de mi casa. Hoy iba a hacer guardia detrás del árbol ubicado a media cuadra y desde donde podría verla llegar y salir. Llegó caminando con Lucía. Reía, sonreía y su pelo lacio enrollándose en mi mundo. Y la risa que golpeaba mi cara, se mezclaba con mi pulóver como el otro día, su pelo y el recreo. Y otra vez, el bosque, nosotros rodando por el pasto, sus besos y los míos, el viejo músico, los pájaros y el mundo que no entendía nada. Otra vez el cuadro pintado en un libro de cuentos juveniles de los años cincuenta. Y la hora pasó, la frenada del colectivo fue la que me trajo a la realidad esta vez y ese mural de colores que se volvió a romper. Un espejo de ilusiones que me miraba como a un tonto y descifraba mis bobas historias inventadas. Ese espejo maldito que enfrentaba, al Agustín que amaba y al Agustín que sabía que todo ese amor, era como la ficción de los libros que leían los abuelos en sus años jóvenes.
Mi enamorada salió con su mochila azul, sola, nadie iba con ella. Salí de mi escondite y corrí para alcanzarla, pero cuando iba a gritar su nombre para que me oyera, apareció el maldito espejo mostrándome al Agustín enamorado haciendo el ridículo. Me puse las manos en los bolsillos del pantalón y me vine caminando a casa. De nada me sirvieron el árbol, la espera, el mural de colorcitos.
Antes de cerrar mi agenda escribí “Sol no ama a Agustín”, “Agustín no ama a Sol”.
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