miércoles, 21 de diciembre de 2011

Liliana Savoia-Rosario, Provincia de Santa Fe, Argentina/Diciembre de 2011

La petit muerte

Jugar a  ser mujer, para luego convertirse en una. Tipear, mientras en la cabeza giran los residuos alquímicos de algún laboratorio que gana trillones de dólares.
Ella, una más entre cientos, miles, millones. Saberse igual y diferente por el hecho de ser ella y no otra la que aprieta los dedos sobre las teclas. Saber que  no irá a ninguna parte, porque ya llegó hace mucho,  y está aquí, apenas pisando el suelo. ¿Sobrevolando, sería la palabra? No lo sabe. Porque adentro, un ventilador de paletas tajantes, la licua en miles de partículas.
Está atenta a los ruidos de la noche. Un sonido la pone en relativa alerta, es uno de los gatos, que juega con una gomita. El silencio es tan charlatán que le da miedo. Miedo sus pensamientos. Sus sienes. Recuerda la calesita cuando era una niña y el terrible y deseado girar del carrusel,  o la moto dentro del cilindro la embelesaba. El padre la llevó a ver el espectáculo. Gira y gira el motociclista subiendo por las paredes del tubo. Ella, con los brazos apoyados en el breve espacio del borde, buscando el punto de equilibrio, la cabeza colgando, el pelo en mechas, a los costado de su cara de luna, despeinado por el aire que lanza el animal ruidoso. Mirando el tubo  escucha el ruido de las cilindradas. El hombre es una marioneta que sube y sube. La moto  trepa y gira. Gira. La camperita de cuero marrón brilla bajo las luces del parque. Cree saber donde están, que ahora está ahí, pero es sólo un dejà vù  y el giro está adentro de ella  y no sabe tampoco ahora, con precisión, si las cosas giran o es ella la que gira. Un sonido hueco, a sirenas, se estanca en los oídos. No tiene miedo, sin embargo odia la sensación de sentirse tan liviana, esperando que el hocico del sol ilumine el vidrio de la puerta.
Todos duermen menos los gatos que la acompañan. Y la sirena que no se quiere ir, y  el ruido de algún motor madrugador la sumerge en la realidad. Ya no está el motoquero de la kermés. Los ojos casi cerrados  sobre el teclado, buscando la palabra justa, ¿Hay palabras justas para expresar sensaciones que vienen de adentro?  Es inevitable postergar lo necesario porque sabe que queda poco tiempo.  La alarma de un reloj suena en lo alto. . Quiere que crezcan flores en el patio. Pero el sol no da mucho allí y sólo se pueden plantar malvones. No le gusta el olor a malvones. Mira la pantalla de la computadora, hay muchas subrayas rojas. Después lo va a arreglar, dice, como siempre, aunque tardará muchas semanas en hacerlo. La cabeza gira. Gira. Gira. Gira con el motoquero y la infancia del parque Independencia, que ha quedado tan atrás como el mundo. Tragada. Enlutada. ¿Dónde va la infancia ¿ ¿Dónde van todas las infancias? ¿Dónde se esconde ese tiempo que pasa, inexorable?, se pregunta. Cierra los ojos y sigue escribiendo como si quisiera exorcizar demonios, sacarlos afuera.  La maldita sirena que no se va, y ella cada vez más alta, pero no de estatura, sino de  sensación de elástico. Reverberan en sus oídos las resonancias  del suelo del  improvisado espectáculo de la kermés. El piso de chapa que se hundía bajo las botitas con piel. Ella, de la mano del gigante. Sin pensar más en nada se tira hacia atrás, la silla cruje como su cuello. Y el residuo allí, como la virulenta basura química de las pilas.
 Hay, en el universo, distintas maneras de ser feliz;  quiere experimentar una, la ha sentido a veces, en sueños. Consiste en estar parada donde se debe estar, abrir la boca y decir algo que jamás, jamás habría podido ser una cosa diferente. Se pasó la vida diciendo una cosa, mientras su cuerpo decía  otra y su corazón, aún otra.
Abrió las manos y vio las marcas de sus uñas en las palmas. Vuelve a cerrar lentamente  los ojos, desea que  los efectos de la nocturna batalla comiencen  a disiparse porque pronto será hora de comenzar el día, que va a ser otra muerte. Aprieta play en el Ipod y una soberbia introducción  de voces la hace temblar:
                                   
                                            O Fortuna
                                             velut luna
                                             statu variabilis,
                                             semper crescis
                                             aut decrescis;
                                             vita detestabilis.
                                                           et tunc curat
                                                      udo mentis aciem,


O Fortuna,
como la luna
cambiante,
siempre creciendo
y decreciendo;
detestable vida
primero oprimes
y luego alivias
a tu antojo;
 
La música la transporta a su verdadero sueño

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