martes, 31 de enero de 2012

Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Enero de 2012

El  TRÍPODE

A sus diez años, Hipólito Buonocuore jugaba con sus amigos y  no faltaban en el pueblo, las chicas que lo rodeaban, necesitando compartir aunque sólo fuera con los ojos, la diversión. Él, junto a los otros, parecía que lo izaban como una bandera por las ramas de las viejas araucarias, mientras los pantalones cortos se inflaban con las ráfagas del aire fresco que llegaba desde el Pacífico. Cuando sucedía, las muchachitas, casi de la misma edad o con algún año más, quedaban embelesadas con esas piernas que terminaban en dos protuberancias enormes que se asomaban ingenuas a través de los shorts henchidos. Después se despedían contentas cuando el juego terminaba e Hipólito no llegaba a darse cuenta porqué el beso de despedida era algo tan esperado y caliente.
            Llegó la escuela secundaria. En ella, siempre se destacaba por sus buenas notas y su comportamiento y era puesto como ejemplo por los profesores, hecho que no era del agrado de todos. Pero las chicas lo buscaban más que a otros y simpatizaban extasiadas hasta que llegó la época de los acercamientos y el sexo le explotó causando sensación no sólo en él, sino en las compañeras que se disputaban su elección. Hipólito sonreía en su adolescencia y a veces se miraba en el espejo metido en su narcisismo.  Agradecía a Dios de haberlo provisto de semejantes testículos porque era muy creyente.  Esta situación hacía que todas las noches tuviera la necesidad de rezar con sus manos adolescentes adosadas al pijama, un padre nuestro, agradeciendo al Seños, y rogándole que nunca lo abandonara en esa gracia concedida.
            En el último año, apareció en el Colegio una monjita hermosa y suave, para colaborar en las tareas catequísticas, dado que se trataba de una Institución privada y católica de los Hermanos del Sagrado Verbo, y verla y volverse loco fue sólo uno. Por las noches, soñaba con esa carita blanquecina de oscuros ojos que lo miraban con cariño y en su cabeza empezaron a cruzarse los pensamientos. Nunca fue tan religioso como desde ese momento. Había cambiado el ruego del agradecimiento por sus virtudes físicas por el de que Nuria, la monja, accediera a sus reclamos. El día lo encontraba con los ojos abiertos, llenos de sueño y debajo de ellos, no tardaron en dibujarse unas sombras violáceas.
            A todo esto, tanto el ecónomo como el provincial de la orden no podían explicarse qué sucedía con ese ángel que habían mandado a la casa para instruir a los alumnos en catequesis. Ella se escurría por los pasillos con su voz cantora, con una agilidad felina, moviendo acompasadamente  las caderas debajo del manto, bajo la mirada de todos. En esos momentos, a aquéllos se les esparcía por el cuerpo un simple temblor, que se les duplicaba cuando tenían que sostener la mirada. Ellos pasaban la noche divagando y perdiéndose en esa figura cubierta por el hábito, durmiéndose con la cara enrojecida de pensamientos lujuriosos pero reales. A Hipólito, le sucedía lo mismo, salvo que ninguno de ellos se animaba a comentar el infierno al que habían penetrado. Hipólito, joven y decidido, se acercó en una tarde de primavera que siempre todo lo resuelve, y susurró palabras al oído de Nuria. Su rostro generalmente pálido empezó a tomar color como si hubiera incorporado una gran dosis vitamínica y apretó la mano de él, en señal de asentimiento. Esa noche, el cielo y la tierra estuvieron de fiesta y las estrellas brillaron como nunca. Hipólito durmió sosegado desde la madrugada en su cama, de regreso del paseo que había hecho entre recovecos hasta el humilde camastro, donde Nuria había dicho adiós a su virginidad. La historia llevó meses y cuando ya estaban por empezar el tránsito a una huída conjunta, Hipólito se encontró una noche que a la muchachita mística pero con sexo como corresponde a una mujer, la habían enviado a Roma. Llanto y tristeza inundaron su mente y sus gestos.
Había nacido signado.
Al poco tiempo, otra adolescente empezó a acorralarlo con arrumacos y mimos y se enlazó de tal manera que terminó en casamiento. La felicidad duró un tiempo, pero como el amor no se vende ni se compra en ninguna empresa, un día reconoció que se le había acabado cuando otra muchachita rubia, ganada por sus encantos lo volteó en un jardín de espumoso pasto.
            La fama de Hipólito siguió creciendo. Hubo una seriada de mujeres enloquecidas que rugían como leonas cuando lo encontraban y él volvió a agradecer a Dios el haberlo dotado con semejantes dones. Con tanto ejercicio erótico, aumentó el desarrollo de los genitales, habiéndose corrido de tal forma la voz en el pueblo que empezaron  a visitarlo de localidades vecinas, algunas mujeres hambrientas de sensualidad. Fue allí, donde Hipólito empezó a sentirse un fuera de serie, pero tanta dedicación  a su figura le generó cansancio.
Decidió viajar hasta otros lugares donde fuera un desconocido y así llegó a un país de América Central, donde el calor aumentaba la temperatura de los cuerpos. Si bien había aprendido a funcionar con perfil bajo, pronto ante algunas escapadas empezó su casa a llenarse de flores,  en señal de agradecimiento por los servicios prestados. Y fueron caléndulas, gladiolos, rosas de todos colores, rojas, amarillas, violetas que llegaban sin descanso a la cabaña, desde la que todas las mañanas partía hacia su trabajo. Las mujeres de la zona estaban acostumbradas ancestralmente a agradecer a los hombres que les habían dado aunque fuera unos segundos de felicidad, de esa manera…
            Y un buen día, llegó ella. Lo miró y se le plantó erguida y contoneándose con una sonrisa y una mirada dulce, llena de palabras. Algo se le nubló en su cordura. Su confusión fue en aumento cuando la mujer no respondía a insinuaciones, si bien en algunos momentos acercaba y le jugaba con su cuerpo, apretadito a él, pero retirándolo al instante, dejándolo como clavado en el piso con sus dos piernas y ese miembro que se aferraba a la tierra, mientras ella, le daba un radiante adiós. Enterados de sus complicaciones, sus amigos no tardaron en apodarlo Trípode, hasta que se unió a esa mujer que lo volvía loco y que le prohibió religiosamente que después de ella, hubiera otras.
            Con el paso de los años, parece haber cumplido la promesa. Regresado de aquél otro país Se lo ve caminar por las calles de Santiago colgado de su matrona o tomado de la mano.
            Lo que no se entiende es cuál es la razón por la que siguen llegando del Valle del Elqui, de Barcelona, de Suiza, de los mismos Alpes, de Miami, ramos floridos que transforman su oficina de los barrios altos en un colorido paisaje.
            Él no contesta a esas preguntas. Entra en silencio. Sonríe y une sus manos en un saludo zem, bajando los ojos hacia el suelo.

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