domingo, 20 de mayo de 2012

Graciela Amalfi-Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2012


Historias enfrentadas


Escena I

    El agua corre oculta, atraviesa el agujero del camarote, se choca con algunas ratas hambrientas y las ahuyenta. Sigue… espanta a unos tachos amontonados en un rincón, los que caen al piso haciendo  ruido a lata vacía. Hay roedores colgados de los tachos, queriendo calmar su carácter famélico. Tontos bichos, si en esos recipientes ya ni comida para ratas queda. Se terminó todo. Todo es oscuridad, hasta la luna se va. Sale corriendo ella también frente al infortunio de un barco perdido en ultramar.
   Se pierde la noche, las olas se hacen grandes, cada vez más poderosas. Los esqueletos de los piratas se chocan y hacen ruido a huesos secos, miran como si quisieran salir y escapar de su prisión. “Escapar”, ya no hay tiempo para pensar tonterías. El tiempo de la huída, del sálvese quien pueda… pasó, se fue a otro lado.
   La madera está muerta como las tibias, los peronés y las clavículas de los hombres que alguna vez fueron. Una bandera hecha un trapo andrajoso y mugriento que ni siquiera sirve para secarme estas lágrimas que acaban de aparecer por mi cara. Tontas lágrimas y tonto yo. Acá parado en medio de un barco abandonado, el que pensé que sería mi salvación. Salvación rodeada de oscuridad, muerte y abandono…
  Y el agua que corre y me moja en este camarote que todavía resiste la torpeza del capitán y la bronca de la tempestad. Apenas puedo tomar apuntes, no se ve bien y afuera más agua, la del mar y la que cae por esta lluvia de días. No puedo ver el sol y tengo hambre como esas ratas mugrientas que corretean y pasan a mi alrededor y los tachos… sin comida. Tengo frío, tengo hambre, tengo fiebre, tengo nada. Yo también quiero escapar como estos huesos que ruedan por el piso. Cómo diablos llegué acá, no lo recuerdo, mi cabeza no funciona, mi mente está en blanco o mejor sin colores. Acá no hay tiempos para colores, ni para funcionar, ni para recuerdos…
  Y la mesa está lista, mi plato preferido preparado para digerirlo como si fuera la última vez. Le agrego queso y la cosa está más rica. Mi perro descansa en la alfombra, me mira como preguntando con quién estoy hablando si no hay nadie conmigo. Sólo él y yo. Mi perro y yo. Me sirvo un vaso de vino. Rico vino que me regaló Ignacio. Lo trajo de una bodega de La Rioja, hace un tiempo bastante largo. Me sirvo un vaso y otro y otro.
  Intento recordar… ese barco, las ratas, los huesos. Las ratas corriendo alrededor de mí y tocándome los pies. La fobia por esos bichos escurridizos, que no paran y que chillan y me miran y quieren penetrar mis ojos. Sus ojos y los míos se enfrentan en un litigio sin formas, en el que sé que perderé. Como en el barco, pierdo acá también.
  Abro otra botella y la tomo sin servirla en una copa, para qué perder el tiempo en eso. Acá lo que falta  es tiempo, tengo que apurarme, las ratas ya están corriendo por mis brazos y mis piernas, el chorro de agua me está ahogando. Todo el vino que tengo en casa no me alcanza para entrar en razones y saber qué está pasando.

Escena II.

   El tren llevándome sola por un lugar desconocido. Sola. Y la locomotora que cada vez va más rápido, no hay nadie, ni conocidos ni de los otros. Literalmente nadie. Ni un miserable animal, nadie, sola en medio de esa carrera a la que me obligaron, yo no quería estar acá, pero este tren apareció así de golpe, sin presentaciones, ni posibilidad de elección. Su furia es arrolladora, cómo hago para escapar. No puedo bajar. Mi vista se nubla, no veo bien, quiero gritar, tampoco puedo. Igual grito, pero de mi garganta no sale ni un mísero sonido. Las vías me miran con una risa burlona invitándome a abrazarlas. La máquina sigue corriendo y aprieta las vías y me aprieta a mí. Ahora casi no puedo respirar. Todo me alucina, la impotencia me acurruca en su pecho, “arroró mi niña”. No hay sol, ni luna, ni siquiera cielo. Desespero. Desespero y busco una salida. El tren sigue, las vías también.
  Camino hasta la locomotora, quiero conducirla, no sé hacerlo, lo intento. La loca máquina no me obedece, parece estar guiada por cuerpos etéreos, fantasmas salidos de un libro de pesadillas. El tren corre veloz, salpica todo lo que está a su paso, sale del carril que le marcan los rieles. Sé que como yo va en busca de algo. Aminora su marcha… llega. Enfrente del tren hay un barco abandonado y en el medio, estoy yo, mirando para todos lados sin saber quién soy.

Escena III.

  Mientras un hombre con ratas colgadas de sus ropas sale de un barco siniestro, una imagen espectral de mujer cae de un tren. Abandonados los dos,  se miran, se observan, parecen entenderse.
  Llegar hasta la isla que está enfrente se hará más fácil si lo hacen juntos. Marchan: él, sacudiéndose las ratas, ella, sintiéndose segura con los pies en la tierra.
  Prefieren no mirar para atrás. No lo necesitan. Los dos saben que a sus espaldas queda un barco carcomido por la soledad y un tren avasallante detenido. Ese tren y ese barco que intentaron tragarlos, pero no pudieron hacerlo.
  Ahora… los huesos de un hombre viejo se acomodan para tirarse al sol en la isla de su historia y una imagen sin contornos elige un lugar a su lado.

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