LOS OJOS
Guadalupe
tomo el pescado por el lomo, lo acomodó sobre la tabla y con el cuchillo empezó
a descamarlo con asco, tratando que las escamas brillantes no cayeran para los
costados.
No pudo
evitar que saltaran al mármol, se pegaran en los azulejos y girando llegaran al
piso de ladrillo lustroso.
Las escamas
tornasoladas, lentas al caer, le hicieron recordar aquella bola de cristal que
aún guardaba en su mesa de luz, regalo del abuelo.
Cada vez
que la movía, caía nieve sobre los verdes pinos encerrados en ella.
- ¡Ráspale bien las escamas! – gritó la
madre desde el comedor, mientras pasaba un paño a las copas de vino para poner
en la mesa de las visitas importantes.
- Y deja ya ese gesto de gruñona, niña, que
tenemos la mejor oportunidad que podíamos conseguir luego que murió tu padre,
Dios lo tenga en su Santa Gloria ¿Qué niña de veinte años tiene un futuro tan
promisorio?
Guadalupe
suspiró profundamente, pues sabía que así podría aminorar el enojo de tener que
compartir la cena con Don Galíndez, un hombre de unos cuarenta y cinco años, de
buena posición económica, que la
pretendía de amores.
- Don
Galíndez quiere pedir mi permiso para empezar a cortejarte y no tienes que
amargarte por eso. ¡Empieza ya de una buena vez con la preparación, que las
horas pasan pronto! – dijo la madre acercándose a la cocina.
El olor del
pescado había impregnado todo. Sentía asco, sobre todo cuando le miraba los
ojos, descoloridos y abiertos, ahogados por la falta de agua, que parecían
suplicar algo que ella no entendía.
-
Lupita, pela ya las papas y enciende el horno. Falta una hora para que llegue
Don Galíndez.
Guadalupe
aceitó la fuente. Saló el pescado. Picó bien pequeñas las cebollas.
Las
lágrimas empezaron a caer, pero en esta
ocasión no supo bien si las culpables eran las cebollas.
Luego picó
bien pequeñas las cebollitas de verdeo y el tomate, lo sazonó con limón,
tomillo, pimienta negra y una pizca de estragón.
Lo acomodó
en la fuente, con los ojos mirando de frente, lo rodeó con las papas redondas
tipo noisette como había aprendido de su abuela y, usando una inspiración más que
salió de su vocación de cocinera, se le ocurrió poner dentro de cada papita un trocito
de carne de langosta que encontró en un frasco en la heladera.
Cuando por
fin encendió el horno, sintió alivio.
Al rato,
los olores del manjar horneado, más el aroma de los condimentos le hicieron
olvidar los ojos desapasionados del pescado.
Una vez
instalados en la mesa y luego de los fiambres, llegó la fuente.
Luego que
la madre sirvió los trozos junto con las papitas rellenas de langosta, Don
Galíndez comenzó a ponerse cada vez más rojo, tosía y se agitaba de tal modo
que tuvieron que llamar a la ambulancia. Entre ahogos pudo explicar que era
alérgico a los mariscos.
- ¡Lupita! ¡Usaste la carne de langosta!
¿Dónde la metiste?
- Dentro de las papitas, madre, contestó la
joven, mientras Don Galíndez salía en camilla rumbo al hospital con la máscara
de oxígeno.
Guadalupe
se sentó al lado de la fuente mirando a los ojos al pescado.
- ¡Dios sabe porque hace las cosas! – pensó
aliviada.
Y le
pareció ver que este le guiñaba un ojo.
Marta: Al leer tu rato me apareció el ambiente de "Como agua para el chocolate, de Laura Esquivel", esa ensalada litero-culinaria suele tener sabores epicureos (Cuando hay una buena pluma). Me encantó el cuento y me quedé con las ganas del pescado. Felicitaciones, y van... Marcos.
ResponderEliminarmuy buen trabajo.Felicitaciones.
ResponderEliminarAnahí Duzevich Bezoz
Marta ha purificado su pluma.Por lo tanto vamos descubriendo una síntesis acompañada de una mayor profundidad en
ResponderEliminarlos temas abordados,
Insisto,es una escritora que debe volver a lo que yo presupongo que es su esencia y es :el humor.
Considero que sus últimos escritos son el permiso de un recreo.
No tengo duda de su retorno al
humor y la estoy esperando. Abel Espil
¡Que Bueno! Con el humor de siempre, me seguís sorprendiendo. Te felicito y abrazo. Rita
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