miércoles, 22 de mayo de 2013

Javier Úbeda Ibáñez (Cuento)-España/Mayo de 2013





Historias y leyendas




En la Universidad se había organizado un gran revuelo: el reconocido profesor León Caballero, considerado toda una eminencia en mitologías y leyendas, iba a impartir una conferencia, a la que le seguiría una charla‑coloquio. 



La Universidad había acondicionado para el evento el Aula Magna de Los Naranjos, conocida con ese nombre porque todas las paredes estaban recubiertas de dibujos que aludían al jardín sagrado de las Hespérides –ninfas que cuidaban del jardín–, que en la mitología griega está representado por naranjos en flor. 



El jardín de las Hespérides –regalo de Gea, diosa de la tierra, a Zeus y a Hera por su matrimonio–, se encontraba en el monte Atlas, y las naranjas, conocidas también como manzanas de oro, eran muy apreciadas porque proporcionaban el don de la inmortalidad. 



Como Hera, diosa griega de los nacimientos y el matrimonio, hermana y esposa de Zeus, además de propietaria del jardín de las Hespérides, no acababa de fiarse de las ninfas: Egle, Eritia y Aretusa, hijas de Atlas porque se comían alguna que otra naranja, encargó a Ladón, un feroz dragón de cien cabezas que enroscaba su cola en el tronco y que nunca dormía, que vigilara atentamente el jardín. 



El mito de las Hespérides –explicado con todo lujo de detalles en unas tablas colgadas en una pared que estaba justo en la entrada principal del Aula Magna de Los Naranjos– narra cómo Atlas ayuda a Hércules –también llamado Heracles– a cumplir su undécimo trabajo (había recibido la misión de realizar doce trabajos en total considerados imposibles), el de robar las manzanas doradas del jardín de las Hespérides. 



Hércules mata al águila que estaba devorando a Prometeo. Éste, para agradecérselo, le dice que el gigante Atlas, condenado a tener que sostener el cielo sobre sus hombros, era el más apropiado para robar las manzanas, porque conocía al peligroso dragón que las custodiaba. 



Hércules busca y encuentra a Atlas, y le pide que vaya a robar las manzanas, mientras tanto él le sujetará el cielo. Atlas, cansado de vivir con el cielo a cuestas, acepta el encargo de Hércules. Pese a que su idea era fugarse con las manzanas, Hércules consigue volverlo a engañar –una vez le ha traído las manzanas–, y huye dejando a Atlas otra vez con su pesada carga. 



Hércules le lleva las frutas mágicas a Euristeo –rey de la Argólida y el que le encargó los doce trabajos–, que consagró las manzanas doradas a Atenea –diosa de la sabiduría, la estrategia y la guerra justa–, y ésta le pidió a Hércules que volviera a dejar las manzanas en el jardín de las Hespérides, pues era allí donde debían estar, porque el Destino así lo exigía. Las tres Hespérides: Egle, Aretusa y Eritia fueron convertidas en un olmo, un álamo y un sauce, respectivamente. 



En cuanto al dragón Ladón que mató Atlas, cuenta la leyenda que la sangre que manó de su cuerpo quedó plantada en el jardín de las Hespérides, y de cada gota nació un árbol llamado drago. Su savia, de color rojo (también conocida como sangre de drago) tiene importantes propiedades medicinales. 



Esta leyenda –la del mito de las Hespérides– la leían a diario centenares de personas y, después de leerla, casi se sentían arrastradas a reflexionar acerca del sentido de los mitos y de la vida. 



¿Sería posible que el árbol conocido como drago tuviera algo que ver con el dragón Ladón? 



¿Unas manzanas prohibidas que no se podían comer ni tocar?



Las cuatro era la hora fijada para que diera comienzo la conferencia del doctor Caballero. En el Aula Magna no cabía ni un alfiler. El poder de convocatoria del catedrático era impresionante. Se había creado una merecida fama de erudito divertido, cauto, al que le gustaba interactuar con el público que asistía a sus conferencias, tolerante y amante de la libertad bien entendida. 



El silencio era total. Se apagaron las luces, y el primero en salir al escenario fue el decano de la facultad; traía un cometido importante: presentar al profesor y adelantar sobre qué iba a tratar la conferencia. 



Después de varios elogios y halagos acerca de la  valiosa  contribución del profesor Caballero al mundo de la cultura, el decano lo anunció a grito vivo. El público de la sala se levantó en pleno, y aplaudió entusiasmado nada más hizo su entrada el conferenciante. 



—¡Gracias, Gracias! ¡Un millón de gracias por sus aplausos! ¡Por favor, tomen asiento! 



A pesar del ruego del profesor, el público continuó aplaudiendo unos minutos más. 



El profesor abrumado por tanta efusividad, hacía gestos con sus manos en señal de agradecimiento. 



Cuando el profesor se hubo instalado detrás del atril que le habían colocado estratégicamente en el centro del escenario y se hubo colocado el micrófono, el auditorio dejó de aplaudir y se quedaron expectantes y en silencio. 



León Caballero, de unos sesenta años, melena canosa, ojos azules y saltones, gafas de pasta negra, de mediana estatura (más bajo que alto) y de constitución más bien robusta, iba vestido con un impecable y holgado traje de chaqueta gris con amplios tirantes negros, camisa blanca reluciente y calzaba mocasines a juego con la camisa, enseguida tomó la palabra: 



—Les agradezco mucho sus aplausos, por un momento me he sentido Plácido Domingo después de representar Orestes de la ópera Ifigenia en Táuride en el Teatro Real. Ahora, no me pidan que cante porque soy un auténtico desastre. Lo que sí haré será hablarles de… 



Antes de que acabara la frase entró en escena una canción. El público levantó la cabeza buscando la ubicación de aquella enigmática melodía. 



—No la encontrarán, dejen de buscar. ¿Saben de quién es esta canción y cuál es su título? Se trata de Lament for Atlantis, de Mike Oldfield, me sirve para introducirles en el tema de hoy: la leyenda de la Atlántida, el continente perdido, la isla sumergida y jamás hallada. ¿Les suena, verdad? Pero, insisto, no la busquen porque no la van a encontrar. Ya lo intentaron muchos durante siglos y no lo consiguieron. Y otros tantos hablaron de ella como Julio Verne en el capítulo XI de Veinte mil leguas de viaje submarino cuando el Nautilus visita las ruinas de la Atlántida. Señores, han sido tantos los que la han buscado, visitado, investigado en sus libros que sería prácticamente imposible hacer un inventario; e incluso este tema ha llegado a la gran pantalla. Y es que la leyenda de la Atlántida lleva muchísimos años dando de sí y aún le queda cuerda para rato. Se han preguntado por qué tanto afán por buscar una isla, una ciudad que, en principio, surge de Los diálogos del filósofo Platón (en ellos Platón dialoga con Timeo y Critias sobre la fabulosa isla de la Atlántida que desapareció en el mar, haciendo una descripción pormenorizada de ella. Aseguran que la historia la aprendieron del poeta y legislador ateniense Solón, y éste a su vez se la escuchó a los sacerdotes egipcios). Platón, en sus escritos, afirma insistentemente que se trata de una historia real. Dice Platón, allá por el año 340: «Hace tiempo, más allá del estrecho que llaman las Columnas de Heracles (el estrecho de Gibraltar), se hallaba una isla más grande que Asia y Libia juntas, y desde ésta se podía acceder a otras islas y de aquellas a tierra firme que se encontraba enfrente. Esta isla llamada Atlántida desapareció en las profundidades marinas en el tiempo de un día y una noche». ¿Y de dónde habría salido esta isla? Según Platón, se trata de un trozo de tierra que nació de las profundidades del mar. Cuando los dioses se repartieron el mundo, ese pedazo de tierra le tocó a Poseidón, dios del mar, según la mitología griega. Descrito como un paraíso ideal, una isla perfecta donde se vivía en armonía y paz. Donde todos se ayudaban y respetaban, hasta que se convirtió en una sociedad arrogante. Los dioses castigaron a los atlantes por su soberbia, y después de ser derrotados por los atenienses (Platón era griego, recalcó el profesor), la Atlántida se perdió en el mar. Existen dos corrientes de pensamiento respecto a esta leyenda: están los que han interpretado y estudiado los textos que Platón escribió acerca de la Atlántida y han encontrado múltiples anacronismos y apuntes inverosímiles, que pueden llevar hasta la conclusión de la inviabilidad de la isla perdida, pudiendo afirmar que dicha isla sólo existió en Los diálogos del insigne filósofo griego. Y la otra corriente es la que ha creído firmemente en la existencia de la Atlántida, y han dedicado muchos años y esfuerzos en buscar el lugar donde pudo haber estado la isla. Corrientes, las dos, que existen hoy en día. Muchos mitos y leyendas se han creado a partir de la ¿invención? –el profesor León Caballero arqueó sus cejas y elevó el tono de su voz a modo de sugerente interrogación– de Platón: libros, teorías, investigaciones, películas, relatos, cuadros… ¿Todo ello nacido de algo que realmente no existió? ¿Qué opinan? Como saben, el hombre ha recurrido a las leyendas, a los mitos y a las tradiciones para intentar darle respuesta a las grandes incógnitas de la humanidad; lo que quiero que tengan claro es que las historias que nos cuentan en la mitología, en las leyendas, pueden o no ser reales, pero nos han servido, mediante la utilización de ejemplos, durante siglos para desvelarnos verdades esenciales de la condición humana. Seguro que piensan que muchas de las leyendas pueden parecer surrealistas, pero bien analizadas todas tienen su razón de ser. ¿Ustedes creen en la leyenda de la Atlántida? ¿Realidad o ficción? ¿Han pensado alguna vez con qué intención la escribió Platón? Pero… antes  díganme: ¿cuántos de ustedes creen que existió la Atlántida? 



El auditorio entero se puso a contestar a la vez, escuchándose con más claridad el «no» que el «sí». 



—Que levanten la mano, por favor, los que sí crean en la leyenda de la Atlántida. 



Silencio sepulcral en el aula, mientras el profesor cuenta en voz alta las manos alzadas. 



—Diez personas, de… ¿cuántas somos aquí? –el profesor se gira hacia la silla donde está sentado el decano y lo interroga con la mirada–,  ¿trescientos, quizá? Señor decano, haga el favor de darnos una aproximación de las personas que se puedan encontrar en esta sala. 



El decano de la facultad se acercó con sigilo el micro, se apretó la corbata, se colocó las gafas y con un hilo de voz calmosa dijo: 



—El aforo está completo, y en esta Aula Magna caben setecientas cincuenta personas. 



—Gracias, decano. Me gustaría preguntarle a alguno de los que han levantado la mano por qué cree que existió la Atlántida. Usted, por ejemplo, el caballero que está sentado en la segunda fila, el que lleva un jersey de rombos. 



—¿A mí, se refiere a mí, profesor? 



—Sí, a usted que ha levantado la mano. ¿Cómo se llama? 



—Javier Ruiz. 



—Dígame, ¿por qué cree usted que existió la Atlántida? 



—Básicamente porque no creo que personas sabias y avezadas con unas mentes tan privilegiadas –desde la Antigüedad hasta nuestros días– hayan dedicado tantos años a la investigación de algo que no existió. Estoy convencido de que todos esos intelectuales creyeron firmemente en la existencia de la Atlántida, y lo intentaron corroborar y demostrar mediante sus estudios. 



—Su respuesta tiene su lógica. 



—Ahora, necesito que algunos de los que no creen en la existencia de la Atlántida me den su versión. A ver, la señorita que está sentada en la última fila, que lleva gafas, es rubia con el pelo largo, y lleva una chaqueta fucsia que hace rato que me está deslumbrando. 



Risas en el auditorio. Y de repente, una luz a modo de foco alumbra las dos últimas filas, para acabar centrándose en la persona que acaba de describir el profesor Caballero. 



—No sea tímida, mujer. Díganos cómo se llama y por qué usted no cree en la existencia de la Atlántida. 



—Me llamo Carmen Martínez, y no creo que existiera la Atlántida, aunque respeto la opinión de Javier. Creo que la Atlántida es el gran mito, el mito de los mitos, un lugar paradisíaco e idílico que le sirvió a Platón para explicar los efectos nefastos de la soberbia en el ser humano. Platón nos presentó un lugar perfecto, que lo tenía todo, pero al que la vanidad lo echó a perder. Como castigo, los dioses hicieron que desapareciera. Sin duda, una excelente alegoría. 



—Gracias, Carmen, por compartir su opinión con todos nosotros. Y ahora, quiero que cierren los ojos y se imaginen un lugar ideal y perfecto: ¿Lo llamarían ustedes Atlántida? ¿Dónde lo ubicarían? ¿Y si quisieran mandar un mensaje utilizando ese paraíso, qué contarían? Mantengan los ojos cerrados durante diez minutos, cuando los abran, hablaremos de sus «Atlántidas personales». 



Y, de fondo, vuelve a sonar Lament for Atlantis, de Mike Oldfield.

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