EL OCASO DE DON LUIS
El viento empujaba dos
hojas secas y él las seguía con la mirada hasta que se perdían por la
pendiente. La ancianidad de Don Luis delataba más que el paso del tiempo los
achaques que éste suele traer consigo. Lo acechaba un fuerte lumbago y unas profundas
puntadas que eran como rayos golpeando su pecho. A veces respiraba con
dificultad; en ocasiones le costaba pararse; había días que ni siquiera tenía
fuerza para levantarse de la cama. El padecimiento era su vida; y la muerte su
espera. Muy a menudo experimentaba la sensación de ahogarse, y cuando el pecho
se le cerraba, decidía entornar los ojos y erguir la cabeza, como si tales
acciones mitigaran su padecimiento. Quizás le ayudaba, como también inhalar y
exhalar con cierta improvisada disciplina, la cual le permitía renovar el aire
de sus pulmones. Desde su jubilación, más aún luego de que su esposa muriera,
se sentaba en el umbral de la puerta, apoyando su viejo bastón de madera a un
lado de la silla. Así contemplaba casi inerte la muerte del día. No había
renacimiento en cada respiración, sino que contemplaba resignado un mundo que
hace mucho (el sentía) le había dado la espalda. Algunas veces dejaba su cuerpo para ir tras
algunos recuerdos, sus recuerdos. El
deseo, la juventud, los anhelos, todo se conjugaba en pretérito para Don Luis.
Durante gran parte de su vida repitió que los años pasaban cada vez más rápido.
Pero hubo un momento en que su tiempo se detuvo y el calendario comenzó a
regirse por el hastío y la resignación. Era la recta final en que la marea
esperaba instrucciones de la luna.
A las seis y media de la tarde
solía levantarse de la silla con dificultad; apoyaba su mano derecha en el
bastón y con la izquierda tomaba el mate y la caldera. Luego recorría con gran
parsimonia el largo pasillo en dirección a su apartamento, para desaparecer de
nuevo en el sueño que se prolongaba hasta el día siguiente. Años, meses, días,
y minutos eran para él semejante a palabras para quien olvidó su lengua.
Aquel día se mantuvo
frente a su acotado espacio de observación, una angosta calle de piedra que
permanecía desierta, que al igual que su principal espectador, se alimentaba de
recuerdos. Sólo algún sorpresivo visitante caminándola, tal vez escapándose del
vértigo impersonal de las avenidas céntricas. Los relojes marcaron las siete y
media de la tarde cuando el panadero del barrio profirió: “Buenas tardes Don
Luis”. La respuesta del anciano a este saludo fue la misma que le brindaba a
cualquiera. Inclinó la cabeza en símbolo de asentimiento y promesa de seguirle
la pista hasta que se perdiera de su campo visual, ya sea por un giro en la
esquina o porque pasó a la cuadra siguiente.
Otra vez el dolor golpeó su espalda y presionó los pulmones. Por un momento
apagó su registro del universo, implorando que el martirio terminase. Cuando
menos lo esperaba, una leve brisa acarició su rostro y jugó con sus plateados
cabellos. Esta brisa le devolvió poco a poco el aliento, no así la
sonrisa.
Me preguntó si Don Luis
amó y fue amado. Si sintió compasión por los seres humanos. “¿Quién fue Don
Luis? “Es la interrogación que él mismo se planteó aquella tardecita
estrellada, cuando una pelota rozó su pie. El anciano levantó la vista y se
encontró con la figura de un niño que estaba parado a pocos metros de su
sagrado sitial. El pequeño experimentaba una disyuntiva: dudaba entre ir buscar
lo que se le había escapado o aguardar que Don Luis se lo devolviese. Ambos
frente a frente, inexpresivos, iniciaron una silenciosa batalla. Para quien
peinaba canas, el pequeño manchaba con gotas amargas de nostalgia el blanco
paño de su atardecer. Alba y ocaso, dos colores opuestos en la paleta, pero
complementarios en una pintura.
Infancia desafiante y altanera –le dijo.
Detrás de los cinco
años, los pantalones rotos y la camisa sucia, había un niño que no entendía ni
quería entender. Él sólo pretendía seguir jugando. Don Luis hizo rodar la pelota con su bastón en
dirección a donde estaba el pequeño, la cual se detuvo en los destartalados
zapatos de goma de su dueño.
– Cuando usted era niño, ¿jugaba al fútbol? Preguntó el
chico.
Sus mejillas se contrajeron como arrepintiéndose en el acto de haber
hablado.
El anciano no
respondió, ya que uno de los ataques sobrevino. Pero sí pudo regalarle al niño uno
de los últimos gestos de amor que tendría para dar; fueron eternos segundos en
que ambos sonrieron. Enseguida los dos marcharon en silencio. Uno a seguir
jugando, el otro, de alguna manera, también.
Don Luis utilizó la silueta del niño para colorear aquella etapa de su
existencia, con intención de viajar hacia la más hermosa ingenuidad. ¿Gotas
amargas de tristeza? Sí, gotas envenenando su tranquilidad, gotas que se
evaporaban al tocar el recóndito lugar en donde ardían los recuerdos. Gotas que
sin querer lo atormentaban y daban cuerpo a su recordación. Era un lluvioso
amanecer en casa de su madrina Carmen, donde Don Luis había sido Luisito, un
niño que contemplaba petrificado el cántico de la lluvia frente a una ventana.
Como por impulso, salió corriendo en dirección al patio para recoger los juguetes
que había dejado tirados la tarde anterior: un trompo gastado, un trencito
hecho con latas y la vieja pelota de trapo, regalos de su tío Amilcar. Los tomó
y no le importó mojarse, pues solían decirle que la lluvia es agua bendita que
El Altísimo derrama desde el cielo. Agua que purifica todo cuanto existe. “¿Sería
aquello sentirse vivo?” Se preguntaba una y otra vez en medio de las imágenes
suaves y confusas. Despertó y respiró
profundo, y un ligero gesto de dolor se dibujó en su rostro.
Las
arrugas de su cara se agudizaron mientras intentaba enderezarse con dificultad.
Tomó con resolución el bastón y apoyó la otra mano en la pared. La noche
llegaría muy pronto y esto era lo único que él deseaba. Intentó incorporarse,
pero un escalofrío lo dejó inmóvil. El último suspiro del día pareció escaparse
con más rapidez que lo habitual, la oscuridad lo había reemplazado en
miserables segundos. Ya no había brisa, ni sonido, ni caricias. El dolor
desaparecía por completo. Nadie oyó el eco sordo del bastón que al caer golpeó
el asfalto. Luego de dejarse llevar por el último ocaso, Don Luis no necesitó
luz para llegar a su cuarto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario