Daniel, la turquita y Victorio
Daniel trabajaba en la misma empresa
que Victorio. Y la turquita ocupaba un departamento de planta baja al lado del
de Daniel. Daniel estudiaba periodismo y en la compañía agropecuaria era poco
más que cadete. La turquita era una mujer ordinaria que convivía con un púber
lamentable, su hijo; con su mamá, carcajeando exasperada y baldeando calzada
con zapatos de hombre, negros los zapatos, bastante nuevos y sin cordones; y
con su papá, sólo un jubilado. La turquita trabajaba en la vereda. Tenía una
nutrida colección de clientes motorizados. Cobraba poco, conversaba con los
vigilantes, festejaba alguna ocurrencia chancha. No usaba cartera y en
invierno, más abrigada, se la advertía menos ridícula. Sacaba a Juancho por la
cuadra, un galgo ruso, lo cual, claro está, desentonaba. En ocasiones, alguna
amiga de su gremio se instalaba con ella. Daniel también se instalaba con ella
cada tanto, unos minutitos.
Victorio era el contador de la
empresa. En la flor de la edad, naufragaba con su hombría pero no renunciaba
(al menos en cierto nivel declamatorio). Así le salió en el comentario
analítico del test al que fue sometido por Daniel: una de las materias de la
carrera le requería algún entrenamiento psicológico. Había en la oficina
quienes sospechaban que Victorio estaba enamorado de Daniel. Era notorio el
cambio desfavorable de su humor cuando Daniel, por teléfono, parecía concertar
una cita con una chica. Victorio se jactaba de no dormir más de cuatro horas
diarias, de bañarse siempre con agua fría “para templarse”, de mantener a la
viuda y a los críos de su hermano mayor, de haber obtenido tres títulos
universitarios. Se vanagloriaba, además –Daniel registraba los latiguillos en
su agenda-, de sus autodenominadas “extrema sensibilidad”, “fuerte
temperamento” y así siguiendo. Victorio relataba anécdotas que denotaban
encomiables virtudes. Dos ejemplos: dio cobijo y salame de Milán con pan negro
y cerveza a un conscripto que le había solicitado unas monedas; donó gran parte
de su fastuosa biblioteca a una escuela rural. Promocionaba rectitud, tacto,
cordura, ecuanimidad, espíritu de sacrificio, sencillez, hidalguía. Y se
embelesaba con el escepticismo y, en algunos aspectos, la falta de escrúpulos
de Daniel.
Después del test que Daniel le devolvió con
el crudo y técnico informe, empezó Victorio a desbarajustarse. Tuvo abundantes
gestos de maltrato para con Daniel (y de rebote para con otros empleados), se
fatigaba y aturdía de golpe, apareció una mañana con impresionantes ojeras y
eccema, retrasado, sin saludar, con desaliño. Explicó que había recibido en su
domicilio un sobre con una fotocopia perfumada del test. Tres empleados habían
recibido en sus domicilios, sin perfumar, otras fotocopias. El deterioro físico
y psíquico de Victorio se fue agudizando, así como el malestar de Daniel. ¿Cómo
combatir la infección?
La turquita se avino a levantarse a
Victorio a la salida de la oficina, retribuyendo a Daniel por gauchadas propias
de buenos vecinos. Y logró desflorar a Victorio, según Victorio le confesó
entre hipos y lágrimas de emoción y gratitud. Y él volvió a ser el triunfador
de costumbre, el sabelotodo, el resolutivo. Pero sus embelesos con Daniel
fueron más sintéticos. La turquita se convirtió en su remunerada proveedora de
afecto de los domingos y los miércoles, se ven alguna película erótica o
risueña o sentimental y toman helado o comen hamburguesas. Ahora Victorio menta
a mujeres finas que va conociendo en recepciones de la embajada norteamericana
o en el hall del Colón, y a otras damas inteligentes con las que alterna, da a
entender que a todas enloquece, que es un regio partido, buscado, no hay duda,
profesional, soltero, con vivienda, culto, acomodado...
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