Ricardo Rubio: sus
respuestas y textos literarios
Entre-vista en tramos-e,
realizada por Rolando Revagliatti
Ricardo Rubio nació el 11 de mayo de 1951 en el barrio de
Mataderos, ciudad de Buenos Aires, la Argentina, y tiene
su estudio a pocas cuadras de dicha ciudad, en Lomas del Mirador,
provincia de Buenos Aires. Adoptó la nacionalidad española. Concluyó en 1967
el profesorado de idioma inglés, así
como en 1972 sus estudios en filosofía oriental, en 1973 los de analista
programador, en 1974 los de sofrología y parapsicología. Realizó cursos de
idioma italiano, tecnicatura en electrónica, narrativa fílmica, dirección
teatral, etc. En innumerables medios gráficos nacionales y del exterior se han
publicado textos de su autoría, algunos en italiano, alemán, francés, catalán,
gallego, inglés y ruso. De sus poemarios,
mencionamos “Clave de mí” (1980), “Pueblos repentinos” (1986),
“Historias de la flor” (1988), “Árbol con pájaros” (1996), “Simulación de la
rosa” (1998), “El color con que atardece” (2002), “Entre líneas de agua”
(2007), “Tercinas” (2011). En narrativa se editaron los volúmenes “Calumex”,
novela, 1984, “Crónicas de un legado hermético”, novela, 2011, “Minicuentos
grises” (2009), entre otros. En ensayo elegimos citar “Elvio Romero, la fuerza
de la realidad” (Ediciones Servilibro, Asunción, Paraguay, 2003) y “Elvio
Romero – De la tierra intensa” (2007). Y en dramaturgia “Los remolinos” (1997),
“La trama del silencio” (1998), “El escriba nocturno” (2002). Integró, por
ejemplo, las siguientes antologías: “17 Poetas entre la utopía y el compromiso”
(compiladores: Antonio Aliberti y Amadeo Gravino, 1997), “Esquina sin ochava”
(compilador: Omar Cao, 2000), “El verbo de los tiempos” (antología de poesía
universal, en ruso; compilador: Andrei Rodossky, Universidad de San
Petersburgo, Rusia, 2004), “Dársena sur” (Asunción, Paraguay, 2004),
“MeloPoeFant Internacional” (bilingüe: castellano-alemán; compilador: José
Pablo Quevedo; edición conjunta de sellos de Berlín, Alemania y Lima, Perú), “Breve polifonía hispanoamericana”
(compilador: Alfonso Larrahona Kasten, México, 2005), “Eufonía” (2009). En
carácter de antologador tuvo a su cargo los tomos I, II y IV de “Poesía para el
nuevo milenio” (1999, 2000, 2001), “Emilse Anzoátegui, Antología poética
(1956-1999)” y otros volúmenes de poesía argentina contemporánea. A través de
Editorial Sagital se publicó en 2004: “La palabra revelatoria: el recorrido
poético de Ricardo Rubio” por Graciela Maturo. Once piezas teatrales suyas
fueron estrenadas, una de ellas en Madrid, España, con la dirección de Juan
Ruiz de Torres. Desde 1980 dirige el Grupo Literario “La Luna Que”, que
integraba desde 1978, y también la editorial del mismo nombre. Entre otros
cargos, ha sido secretario general de la Asociación Americana de Poesía,
miembro del comité de organización de la Fundación Argentina para la Poesía,
secretario de cultura primero, y luego presidente de la Sociedad Argentina de
Escritores (Oeste Bonaerense), co-director, con Carlos Kuraiem, de la “Muestra
Itinerante de Revistas Culturales y Literarias”. Además de coordinar talleres
de escritura desde 1980, es el responsable de http://minicuentos.blogia.com, http://epanadiplosis.wordpress.com, http://lalunaque.wordpress.com. Entre 1980 y 2005 dirigió la revista literaria “La
Luna Que” (33 números) y entre 1997 a 2000 el boletín de literatura
contemporánea “Tuxmil” (21 números). Con Antonio Aliberti fundó “Universo Sur”,
revista bilingüe (castellano-italiano) que difundió a poetas argentinos en
Italia (4 números). Ha sido integrante de jurados en más de veinte certámenes.
Desde 1986 ha obtenido diversos premios y reconocimientos por su quehacer.
Innumerables son también sus participaciones públicas en presentaciones de
libros, festivales de poesía, mesas de lectura, eventos culturales.
-“Adoptó la nacionalidad española.” Y tu apellido
“viene de España”. ¿Abuelos, padres...?, ¿quiénes, antes de tu nacimiento,
vinieron de España? (Y quiénes de otros países...) ¿Cómo se conformaba tu
familia nuclear? Sé que conociste España hace pocos años. Y que tu hija reside,
o ha residido, allí.
-Soy hijo de
campesinos gallegos, lucenses (Provincia de Lugo, a terra dos nabos). Mi madre es de Alence, una aldea de nueve casas
(“Casa de Rubio”), y mi padre, de Forcas, de once casas (“Casa de Valdolago”).
Soy nieto, bisnieto y tataranieto de gallegos, y no sé más allá, pero nací en
Buenos Aires, dos años después de que mis padres llegaran de España y se
casaran aquí.
Hasta cuarto
grado mi pronunciación fue española: el cantito, la “c” sin sesear, la
sibilancia de la “s” y las tablas de multiplicar cantadas, por lo cual recibía
correcciones de los maestros y mofes de mis compañeros.
Al tiempo de
estas palabras, mi madre tiene 92 años, toda su rama ha sido longeva. Casi toda
mi familia gallega -lo que queda de ella- reside en España (Lugo, Madrid,
Barcelona, Málaga) y dos primas hermanas que están en La Habana, Cuba -donde
nacieron-; ellas tienen una numerosa descendencia, a diferencia de los que
quedaron en Galicia. Sé que uno de mis primos fue escritor, casi con el mismo
“éxito” que yo, y otro, cura.
Detento el
apellido Rubio por parte de padre y madre -nacidos de familias diferentes-,
razón por la que mi nombre español es Ricardo Alfonso Rubio Rubio. Este
apellido proviene del apelativo “rubeo”, que era la menta que los romanos
hacían de los pobladores cercanos a Finisterre, dados su color de piel y de
cabellos. La significación de “rubeo” es “rojo”, y, por ende, el apellido que
más atañe a Galicia. Mi madre, hasta encanecer, fue “roja”. Valga aclarar que
hay un distingo entre rojos y pelirrojos, que también los hay, o los había; el
“rubeo” se dio por el color rubio tostado y no precisamente por el pelirrojo.
Me casé en
1984 con Graciela Ferrer, abogada y Licenciada en Historia, quien es una eterna
estudiante de las ciencias sociales. Tenemos dos hijos, Lucas y Laura. Lucas es
Técnico Vial pero trabaja conmigo como imprentero (estudia la carrera de
Edición en la UBA) y empezó a escribir creativamente desde muy chico, pero lo
hace por épocas. Mi hija reside en Madrid desde hace siete años, hacia donde
partió por primera vez a los diecinueve. Es Bachiller Pedagógico y estudia
Ciencias Políticas en la UNEAD de Madrid. Debo agradecer los progresos
técnico-cibernéticos que permiten, a mí y a mi esposa, hablar casi todos los
días con ella. Viene de visita dos veces por año; y sí, en una oportunidad he
sido yo quien fue a visitarla. Tiene hoy veintisiete. No le gusta escribir
creativamente, pero es una buena lectora.
-Trasladémonos, Ricardo, a tus sensaciones tras cada
texto tuyo difundido en medios gráficos bien al principio de que comenzara a
sucederte; y a qué te pasaba antes, durante y después de tus primeras lecturas
públicas; y cómo fue cuando accediste al objeto constituido por tu primera obra
autónoma. Y si querés ligar mi inquietud a otras primeras apariciones tuyas en
el ámbito literario o teatral -tu primera pieza estrenada, tu primer
reconocimiento, tu primera inclusión en algo que te haya dado en el centro de
tu deseo-, dale, danos a conocer cómo creés que te impregnaron, qué
promovieron, qué deslizaron, qué descubrieron.
-Por
problemas, no sé si políticos o de aberraciones castrenses, me volví taciturno
y me acostumbré al bajo perfil; publiqué un poco tarde, porque hacía más de una
década que había escrito los libros que vieron la luz en 1979 y en la década
del ochenta.
En 1978
aparece, de la mano de Omar Cao, un díptico con trece poemas de trinchera, y en
1979 el primer libro de poemas que recogía textos no comprometidos, escritos
entre 1969 y 1978, que eran los únicos que tenía fuera del tema social. No fue
emocionante, quizás porque soy de emociones moderadas o tal vez porque el
proceso militar había mellado mi alegría.
El golpe de
estado de 1976 me declaró prescindible por el famoso inciso 11 (Ley 21274) y me
envió a la penumbra de los escondrijos y a los trabajos eventuales, en los
cuales no se requería ni mi nombre ni mi documento. Me vi obligado a no volver
a la universidad (cursaba la carrera de Antropología) ni a frecuentar los
ambientes céntricos. Mi vida cambió por completo y mi poesía empezó a
escurrirse por los terrenos antropológicos y metafísicos, previa quema de
libros y papeles supuestamente comprometedores.
Durante el
proceso militar elaboré los poemarios “Pueblos repentinos” e “Historias de la
flor”, que publiqué en 1986 y 1988, posteriores a la novela “Calumex”, en 1984.
“Pueblos repentinos” refleja mi anterior forma de encarar el canto, tiene aún
vestigios sociales, por entonces creía que estaban bien disimulados. “Historias
de la flor” es mi primer trabajo metafísico en poesía, pese a que “Clave de mí”
(1980) lo anunciaba.
Durante la
mala época es cuando me acerco a los ambientes vernáculos. Mis sensaciones
estaban trastocadas y me incomodaba la presencia de personas desconocidas, me
resultaban sospechosas de ocultar uniformes, de modo que no tenía más que la
permanente atención por ver las probables salidas de escape. Siempre me
acompañaba la misma pregunta: “¿Qué hago acá?”
A redimirme,
llega el grupo La Luna Que Se Cortó Con La Botella, dirigida por Omar Cao y
Hugo Enrique Salerno, dos años después del golpe
de estado. Hacían recitales y me compelían a editar, a dar conferencias (el
lema de mis conferencias era “Magia Negra y Magia Blanca”, un pastiche acerca
de las prácticas de sectas y religiones; también pude participar con mis
libretos en las obras que dirigía José Luis Lamela, y mi primera emoción fuerte
se dio precisamente con la obra para niños “La reina dorada”, que escribí en
verso formal, y que fue representada en teatro de títeres de la Biblioteca
Popular José Enrique Rodó, un año antes de que el “ejército argentino” -así se
presentaron- la quemara.
Pocas veces la
poesía me dio satisfacciones en vivo. Lo críptico que me caracteriza y que
ocupa gran parte de lo que he escrito, no es apto para una fugaz oralidad; pero
sí me la dio el teatro. Venía yo de escribir y dirigir cortometrajes en S8 y el
paso al escenario me pareció natural. Mi mayor satisfacción eran los ensayos,
los pequeños logros que creía ver en los actores, la formación de una obra, los
retoques de texto, los gestos, las locuras escenográficas... Solían decirme que
tenía una estética cinematográfica, cómo no tenerla si de allí había partido;
pese a la solapada crítica que encierra la frase “estética cinematográfica”
referida al teatro, agradecía que dijeran que tenía una. Fueron veinte años de
maravilla.
La única
presentación de libro propio que me conmovió profundamente fue la del poemario
“Simulación de la rosa” (1998), en la Librería Hernández, a la que concurrieron
resonantes nombres de las letras, la sala se desbordó largamente y vendí una
cincuentena de libros. Ese día creo que sentí que estaba logrando alguna cosa,
que nunca sabré qué es.
El intercambio
de cartas tuvo sus alegrías. Por entonces me emocionaba recibir cartas de
quienes consideraba (y considero en muchos casos) maestros: Aliberti, Ponzo,
Petit de Murat, Aguirre, Denevi, Bajarlía, Jaramillo Ángel, Alonso, Peltzer,
Izaguirre, Larrahona Kasten, Susana Sumer (esposa de Romilio Ribero), Lahitte y
muchos otros; y también me emocionaba recibir revistas de todas partes, me
publicasen o no, y que ocasionalmente lo hacían. Nadie como vos, Rolando,
conoce tanto estas circunstancias.
Te cuento una
anécdota: en un número de la revista “Repertorio Americano”, una de sus notas
aludía al poeta sueco Harry Martinson; como era un bardo de mi interés, la leí
con cierta fruición, pero al llegar a la última línea vi que estaba firmada con
mi nombre. Sorpresa, era una apostilla que había escrito y publicado en la
revista La Luna Que algunos años antes. El caso es que pude leerme desde
“otro”, advirtiendo tono, vocabulario, estructura, opinión, sin que pesasen lo
subjetivo y el prejuicio de la autocorrección. Como pensaba, y pienso, que soy
mejor lector que escritor, desde ese momento comencé a tener un poco de fe en
lo que hago y a largarme con el ensayo.
Los premios y
reconocimientos, que no son muchos, no mellaron mi carácter, apenas lo
acariciaron. “El color con que atardece”, que considero largamente mi mejor
poemario, fue reconocido en más de una oportunidad, por lo que infiero que el
camino previo mereció la pena; pero en la vorágine no he tenido tiempo de
sentarme a ser feliz.
-Tantos libros y revistas y boletines y plaquetas
-miles y miles los cientos de cada edición- han pasado por tus manos -y hasta
podría aseverar que literalmente ha
pasado por tus manos cada ejemplar, ¿no?- en tu condición de diseñador,
impresor, editor. Tantas cartulinas habrás sugerido para las tapas, tanto
habrás aconsejado a autores que publicaban libro propio por primera vez. ¿Nos
trasladarías algunas anécdotas, algún cruce inefable, sorprendente, inopinado?
(Asocio con el poeta y librero argentino ya fallecido, Héctor Yánover (ex-director de la Biblioteca Nacional), quien socializó un
ameno volumen en el que vuelca su larga experiencia como librero.)
-Infinitas
anécdotas, Rolando, como la de un libro que tuvo un título y un nombre de autor
en la portada y otros muy distintos en el lomo; o el interior de un libro con
la tapa de otro; o tapas a la mitad del tamaño del interior; que cuando la
imprenta con la que trabajaba suspendió las impresiones de un día para otro
porque no daban abasto con sus propios trabajos, debí recurrir a impresoras de
chorro de tinta que fulminaba cada semana, a mi pequeño taller vinieron a morir
treinta y dos impresoras de escritorio, hasta que pude acceder a una máquina de
imprenta propia.
El tenor de
las anécdotas no pasa de las dramáticas, ya que lo editorial es en mi caso un
trabajo solitario que no da para el humor. Lo único gracioso es que soy
Profesor de Inglés y Analista Programador, materias
que dicté como docente por largos períodos, pero hoy uso la PC sólo para diseño
y edición de libros.
Y sí, es
cierto, cada página de 476 títulos pasó por mis manos o por las manos de mis
compañeros de grupo, mis hijos o mi esposa, sin contar miles de plaquetas,
salvo aquellas que hiciera el Gobierno de la Ciudad en los 90’.
-¿Qué preguntarle a alguien que como Ricardo Rubio
ha prologado y redactado comentarios críticos a modo de epílogos a más de
setenta volúmenes?: ¿Tenés –tendrás, probablemente, más de un modo –inquiere
alguien que jamás se animó a pergeñar introducciones o epílogos o breves textos
para contratapa, ni siquiera para libros de su autoría- de involucrarte en
estas tareas? ¿A qué prologuistas admirás (además de Borges, me imagino)?
¿Recordás prólogos o epílogos que te hayan impactado (acaso hasta de esos en
los que podés llegar a estimar que son superiores al corpus del libro)? ¿Lo
considerás un género, un sub-género, un ensayo o estudio de la obra (interrogo
olvidándome de los meros textos laudatorios, machacones, remanidos, “cariñosos”
con la persona del autor, o de los que, en ediciones colectivas, elogian la
promisoria juventud o lo que sea que los reúna a los autores)?
-Prologar,
comentar, hacer la crítica de una obra de amigos o de un poeta o narrador lejano
en tiempo y espacio no me resulta sencillo hasta encontrar las primeras
palabras que sean fieles a lo que siento frente a los textos. De cualquiera de
ellos, me interesan, por sobre todo, el concepto y el hilo emocional que lo
provoca y justifica, luego me tomo la atribución de creer en lo que percibo y
paso al intento de objetividad. Una vez dado ese paso, unas primeras palabras,
y de atisbar la intención creativa de la obra, el trámite se facilita. Es
entonces cuando rebusco entre las estéticas, estilos, concordancias -me gusta
nombrarlas-, sea por forma o semántica. Y siempre las hay.
Creo que no
tengo modos -al menos conscientemente- de encarar un comentario, pero debo
reconocer que no me provoca lo mismo analizar textos de Reinaldo Arenas o
Romilio Ribero que la obra de un amigo, para la cual, infiero, tengo una
“colocación” distinta por cercanía o amistad y por ende un discurso diferente,
que creo más cálido y menos preceptivo.
Me agradan
mucho los prólogos, pero mucho más los análisis preliminares; extraño aquellas
ediciones económicas de Kapelusz. Me divierten los esfuerzos que se hacen para
ensalzar la obra que procede o precede al comentario y que muchas veces, como
mentás, son superiores a la obra en sí; también me divierten las observaciones equívocas
de algún prologuista o analista. Para el caso cito el extenso análisis que hizo
Rama Prasad del texto anónimo “Zivagama” (“Las fuerzas sutiles de la
naturaleza”), en donde se desatina en un vano esfuerzo por traducir una idea
oriental milenaria al mundo occidental actual.
No considero
los prólogos como subgénero, me parecen simples alusiones sobre la verdadera
obra artística, creo que un prólogo es a un libro como un sombrero a la cabeza,
cuando es de noche y no llueve (dejo abierta la posibilidad al frío). Claro que
a todos nos gusta elegir un nombre que nos haga quedar bien, que nos ayude a
ser mejor “mirados” a la hora de ser leídos. Yo he recurrido a ese embeleco
varias veces y no lo menosprecio. Desde hace unos años, hago mis propios
preliminares.
Son muchos los
prólogos que me han impactado y enseñado, pero los de Borges, sin duda,
resultan insuperables por síntesis y profundidad, y siento la rara felicidad de
su relectura, sus torsiones sintácticas, con muy pocas y precisas palabras, lo
dicen todo de un modo inesperado, tal como lo hizo en sus conferencias de Siete
noches, que son prólogos para libros que no existen. Quizás en el caso de
Borges pueda hablarse de subgénero literario, acaso del mismo orden que los
ensayos de Maeterlinck.
Un prólogo que
me impactó particularmente fue el del libro “Antes que anochezca”, de Reinaldo
Arenas, escrito por Mario Vargas Llosa -escritor con el que nada comparto-. No
puedo negar que la presentación es de excelencia, aun considerando que esta
obra de Arenas fue tomada, en ese caso, como baluarte anticastrista.
Entre los
nuestros, y desde el punto de vista analítico de fondo y forma, no puedo
soslayar a Anderson Imbert ni a Manuel Gálvez, tampoco a Graciela Maturo, que
“ve” las obras filosóficamente, ni a Antonio Aliberti, que hizo tantos, y
“veía” las entrelíneas como si estuvieran escritas.
No me gustan
los prologuistas que simplemente tienen facilidad de palabra (más vanidad que
carne, y son muchos nombres resonantes que no citaré aquí), que suben las ramas
de un árbol ilusorio; quienes, subliminalmente, nos dicen “miren lo que soy
capaz de pensar y decir”; tampoco me agradan los academicistas que dividen
palabras (de-canta, re-clama, re-viste, etcétera) y establecen paralelismos
incomprensibles con asuntos de la mítica profunda o que encuentran torres de cristal donde sólo hay un amor
frustrado (siempre hay un amor frustrado, y mencionar en algunos casos una torre de cristal es como decir que es
mejor pasarla bien que pasarla mal). Creo que cuando aparece una verdadera
cosmogonía, recién entonces se puede hablar de una torre de cristal.
-Es de lo más probable que te hayas referido aquí o
allá, muchas veces, al grupo literario “La Luna Que”. Te propongo que a
nuestros lectores en la Red -a los más alejados de nosotros, a los cercanos
pero que no lo conocen, a los que lo conocen hasta por ahí nomás- les trasmitas
qué ha sido el grupo en su instancia fundacional, cómo se ha ido transformando,
cómo subsiste? Y, claro, ¿qué cosas te han ido sucediendo a lo largo de esos
lustros de pertenencia? Podés abundar. Y más allá de la “importancia” de uno o
más actos literarios del Grupo, ¿cuál ha sido el que te produjo mayor emoción?...
-El Grupo
Literario La Luna Que Se Cortó Con La Botella (LLQSCCLB) fue creado por los
poetas Omar Cao y Hugo Enrique Salerno a la salida de la presentación del
poemario “Uno de dos”, que era de ambos, en febrero de 1975. Al poco tiempo se
le unió la que era por entonces esposa de Salerno, Isabel Corina Ortiz. En 1976
editan el primer número de LLQSCCLB, una revista-libro de 72 páginas.
Llegué al
grupo en 1978, cuando se ideaban unos dípticos de gran tamaño que podían
contener varios poemas. El número uno fue de Isabel Corina Ortiz y el segundo,
el mío.
El revés que
sufrió el grupo, por entonces numeroso, al ser incendiada la Biblioteca Popular
José Enrique Rodó, nos dispersó a todos: tiempo de miedo, de preguntas sin
respuestas, de pequeñas reuniones celebradas aquí o allá y sin periodicidad. En
1980, Cao me dijo que dejaba el grupo, Salerno ya no nos frecuentaba. Decidí
seguir con aquellos compinches que quedaban y, poco a poco, se fueron sumando
otros. En esa década (80’) hicimos varias presentaciones de libros y recitales
en el CCGSM, en Oliverio Mate Bar, en La bodega del Café Tortoni, en
Bibliotecas Populares, etcétera.
El grupo
siguió creciendo y ampliándose más y más. Pero es a mediados de los noventas
cuando cobra el mayor espectro, la continuidad se nos hizo costumbre:
recitales, encuentros, cenas literarias, el café literario “Tinta Buenos
Aires”, presentaciones y numerosas ediciones de libros, en las que
participaste. Según creo, el único libro de tu autoría que presentaste alguna
vez, tuvo lugar en una cena literaria del grupo. En 1996 se redujo LLQSCCLB a La Luna Que.
Salimos a la
caza de otros horizontes por distintos barrios de la ciudad y de las
provincias; centros culturales, clubes, salones para leer, exponer y difundir
nuestras obras, acompañados por libros, revistas y plaquetas hechas con
nuestras manos en ediciones económicas, que luego extendimos a Paraguay y a
Uruguay; logramos presencia de integrantes en congresos internacionales,
exposiciones de poesía ilustrada y revistas literarias (la exposición
itinerante de revistas que dirigí luego con Carlos Kuraiem); apariciones de
nuevas revistas que se sumaban a la ya existente “La Luna Que”: “Universo Sur”,
bilingüe italiano-castellano, codirigida por Antonio Aliberti; el cuaderno
“Tuxmil”, el boletín informativo; “Pormenores”; los cuadernos de poesía “Squeo
- Sacronte cisandino”. La revista “La Luna Que”, luego de sus 33 números,
reapareció en tabloide como suplemento del diario “Ego” en solo dos números.
Pasaron otros intentos de continuidad: “Crisol”, “Considerando en frío”, de
críticas; “Tinta Buenos Aires”; participaciones en “Emergiendo”, “Cultura con
todos” y “El mirador de la cultura”.
Hubo, sí, en
los actos del grupo, momentos de emotividad y felicidad. En primer lugar, la
concurrencia, que contó varias veces con autores que no era común encontrar en
otros actos, tales como Nira Etchenique, Juan-Jacobo Bajarlía, Rodolfo Modern,
que apenas circulaban por los ambientes vernáculos; en segundo lugar, las
frases: un diálogo con Antonio Aliberti, en una reunión en la que no podría
estar presente por otra cita a la que se debía y luego desestimó, dijo:
“Siempre voy a estar donde esté La Luna”; y tercero, las palabras de Elvio
Romero, cuando expresó desde el micrófono: “La Luna Que es lo mejor que me ha
pasado en los últimos años”.
De la camada
que nos precedía, creo que son muy pocos los que no han estado alguna vez entre
nosotros. En cierta oportunidad, pedí disculpas a Atilio Jorge Castelpoggi
porque, mientras él leía, desde el fondo se escuchaban los susurros de quienes
nunca faltan, y el poeta me dijo: “No les des bola, son parte de la fiesta”.
También poetas de generaciones más nuevas han concurrido, leído y presentado
libros.
El año pasado
(2012) nos reunimos con cierta regularidad, pero este año estamos más
remolones. Ya no organizamos ni encuentros ni lecturas, salvo las
presentaciones de libros, en las que cada uno se ocupa del propio y los demás
invitan, concurren y acaso intervienen en la mesa de lectura.
Actualmente
participo en un nuevo grupo, “Arte con todos”. Trabajamos sobre todo en
escuelas secundarias con charlas y presentaciones de orden literario y de artes
visuales.
-¿Me equivoco o habrá sido hacia el 2005 que te
“aventuraste” hacia ese campo que delata, en 2007, la socialización de tu
“Aliteraciones, Sonsonetes y otros juegos”? Sea en 2005 o antes o después: ¿Cómo
percibiste que necesitabas probarte en esos formatos, en los minicuentos?
¿Súbita fascinación ante la obra de uno o más expertos en esas búsquedas? ¿Una
transición o reacomodamiento de tu ser íntimo?
-Los minicuentos
llegaron para darme solaz en una etapa en que la novela que estaba escribiendo
empezó a darme dudas. Escribir novela produce un agotamiento que no conozco en
los otros géneros, más aún cuando no es lineal y su estructura se escalona en
varios estadios temporales. Los minicuentos, en cambio, son rápidos, y en ellos
no hay que cuidarse de caer en invasiones poéticas; por lo general es de una
sola dirección y permite llegar a fin de un plumazo; se corrige un poco y ya.
El primero de los nuevos surgió de las nefastas noticias judeo-palestinas, y
traspuse el problema a dos tribus vecinas que jugaban con misiles. Como la idea
escritural se basó en el absurdo, comencé a jugar también con aliteraciones,
antítesis, paradojas, sinestesias, etcétera. Me gustó mucho cómo había quedado
y decidí escribir algunos más. Sucedió que, en poco tiempo, había logrado un
buen número de relatos que me agradaba leer a ocasionales escuchas. Si bien algunos
decían que se trataba de una “literatura menor”, no era para mí nada
desdeñable, ya que les cobré enorme afecto, habida cuenta de que, además, mi
gusto por construirlos me había devuelto algunas sensaciones antiguas de la
escritura, es decir, volví a los primeros sentimientos de placer al escribir; de
pronto, empezaba de nuevo. Tu pregunta lleva mi respuesta.
Mis primeros
escritos no fueron de poesía sino de cuentos. Nunca he dejado la narrativa a
pesar de tantos poemarios editados. “Minicuentos grises” recoge uno solo de los
viejos trabajos de microficción que escribí (“La fiera y el cazador
inexperto”), publicado en la revista La Luna Que en los ochentas, los demás son
todos de 2004/2005.
Si bien el
formato ya me había impresionado en “Los relámpagos lentos” y “Chinchina busca
el tiempo”, de Manuel del Cabral; “Falsificaciones”, de Marco Denevi; en “La
letra e”, de Augusto Monterroso; y en sueltos de otros muchos autores, ignoro
cómo, repentinamente, escribí un seguidilla, fascinado por el juego que me
permitía decir cuanta cosa oscura sucede en las personas, apuntando a lo
individual, cuando en los otros géneros mis objetivos siempre buscan el
panorama antropológico, salvo pocas excepciones, donde prima el intimismo. No
sentí estar probándome, sentí que jugaba con las palabras y los sucesos del
periódico, la síntesis y las figuras del lenguaje, cada nueva línea me da
satisfacción y me provoca la sonrisa. Pese a los temas, claro.
El libro y el
blog que lo repite me brindaron muchas sonrisas y aprobaciones. Un grupo de
México se impresionó con ellos y un especialista guatemalteco me invitó a una
antología que ignoro si se editó alguna vez, además de una buena cantidad de
sitios de Internet que me pidieron participar.
El libro que
publiqué en 2009 se iba a llamar Minicuentos
grises – Aliteraciones, sonsonetes y otros juegos con la lengua, pero me
pareció demasiado. Estoy preparando el que por ahora se llama “Minicuentos
cromáticos”, aunque la esdrújula no me agrada demasiado.
.
-Se me hace
que no abundan los testimonios de escritores que hayan tenido la
responsabilidad de ser jurados en certámenes literarios. Y acaso no te hayas
referido públicamente a esas experiencias. Dejo picando la pelota de goma -¿por
qué no de cuero o de trapo o de alambre o de plástico, por qué irrumpió de una en mí el vocablo goma?- cerca de
tus pies -por decir de tus pies, ya que pienso en el fútbol-?
-Ser jurado no
es agradable, salvo el aparente crédito implícito en la solicitud y el eventual
subsidio. Conozco muchos entuertos, prebendas, “devoluciones”; inclusive los
dictaminados antes de que el jurado se reúna. Tenemos numerosos casos non sanctos en nuestra historia reciente.
Razón por la que soy poco afecto a los concursos. Envío mis libros editados al premio
de la ciudad por si se equivocan,
como solía decir Antonio Aliberti.
Como miembro
de jurados he pasado algunas penurias. Creo que para ser un buen juez no hace
falta ser un buen escritor sino un buen lector, aunque muy avisado de estéticas.
Creo que un miembro de selección no debe dejarse llevar por la comunión
particular con un estilo, porque desechará todo lo que no camine por allí; debe
tener un copioso bagaje de lectura, que no se acote a una sola forma ni a un
solo tema; un buen conocimiento del idioma en tanto ortografía y sintaxis
(suelo apartar trabajos mal escritos ya que es imperdonable que se ignoren las
herramientas de un oficio, nadie iría a quitarse el apéndice con un jardinero);
estar al tanto de las distintas corrientes poéticas o narrativas y abierto a
novedades; y, lo más difícil, debe sustraerse de los afectos. Para mi fortuna,
pocas veces he tenido que reñir con ese punto. En cierto concurso reconocí un
cuento de Daniel Battilana -era con seudónimo-, bien sabemos cómo escribe y la
novedad de su formato, y en mi nómina lo ubiqué segundo o tercero o cuarto, no
recuerdo, dado que el primero estaba muy por encima del resto en todos los
órdenes; mis dos compañeros de mesa, que eran un matrimonio de docentes, ni
tomaron al primero ni a Battilana, sino un texto que tenía errores sintácticos,
de tema adocenado y remate impreciso; ninguno de los que propuse figuró dentro
de los seis primeros puestos. No pude defender mi postura ante ellos porque
había dejado la resolución por escrito (debí viajar a la ciudad de Azul), nunca
los vi, e hicieron lo que quisieron. He lamentado los odiosos desniveles de
miembros en varias oportunidades; se supone que deben tener experiencia literaria
de todo orden y advertir que no basta con ser profesores de lengua devenidos a
incipientes escritores o poetas.
La pelota está
picando y sé muy bien que lo que estoy diciendo pica de otra manera. Habrás
notado, Rolando, que ningún jurado habla de su mesa o, si lo hace, dice en voz
baja: “No es así... Se lo merecía.” Jamás dirá “se lo dimos a él, o ella,
porque le tocaba”, o “necesita la plata porque tiene que operarse”, y aun: “y
bueno, pero me voy al hotel con ella”, “a ésta/éste no se lo vamos a dar porque
es peronista/comunista/radical...”; o: “repartió muchos subsidios, se lo
merece”. Después nos preguntamos porqué los niños pierden la inocencia.
La pelota
duerme en el punto del penal: están los concursos comerciales que obtienen un
rédito en metálico, los concursos editoriales usados para la publicidad de un
libro ya designado a primer premio, los certámenes mediocres que ignoran por
completo la calidad de un texto, y los inocentes: uno que otro que reparten,
equivocadamente o no, un poco de justicia. En su mayoría, fuera del país.
-Además de
ser, entre 2004 y 2007, en la zona Oeste
Bonaerense, Secretario de Cultura de la S. A. D. E. (Sociedad Argentina de
Escritores), fuiste el Presidente en el
lapso 2007-2010. ¿Te sentís conforme con tu actuación, lograste consumar o
impulsar iniciativas, prevaleció la decepción a la hora de sopesar? ¿Qué S. A.
D. E. es posible, esperable?
-Creo que hice
lo que pude hacer. La cuota era muy baja para grandes emprendimientos (la
aumenté de 3 a 5 pesos) y es una entidad a la que no se acercan los jóvenes;
pese a ello, tuvimos un alza de inscriptos, llegamos a los cien. Implementé una
revista, “Laberintos”, una colección de plaquetas, una serie de actos con presencias
de autores experimentados, dos antologías de miembros, “Oeste” (como Secretario
de Cultura) y “Eufonía” (como Presidente) que incluye a quienes nos visitaron
como disertantes, una exposición de revistas, una obra de teatro en “La
panadería” y lecturas varias. También planificamos pasar la sede desde “El Club
de la Raza” a las instalaciones de la “Universidad de Morón”, pero nos
agobiaron los trámites burocráticos durante un año y medio. Se cumplió mi
mandato y el trámite no estaba terminado. No tuve voluntad para seguir en el
cargo por otro período; además el estatuto social indica que no se pueden
sobrepasar dos períodos correlativos como miembro de la comisión.
De la
experiencia, recogí una gran cantidad de amigos, el exiguo conocimiento acerca del
manejo de una entidad como tal, sus obligaciones y derechos, las normas
estatutarias y todas aquellas cosas que como simple afiliado ignoraba. Al cese
de mis funciones, como todo presidente de SADE OB, fui nombrado Socio
Honorario.
Dos veces fui
candidato al cargo de secretario de SADE central. Fue en la peor de las épocas
de la entidad: desapariciones de cuadros, de libros, de picaportes de bronce;
reuniones de fiestas particulares; estafas editoriales, solicitud de préstamos
a Argentores que no se devolvían y cuyo destino era incierto; el teléfono había
sido cortado y muchos empleados de la casa fueron despedidos después de añares.
Ni siquiera Víctor Redondo pudo con ellos; se fue de SADE y fundó la SEA. Las
elecciones que celebraron provocarían la envidia de los caudillos de antaño, el
propio Guzmán (no recuerdo el nombre de pila, por entonces presidente de la
entidad) se hizo acompañar por un grupo de matones cuando la Junta Electoral
-presidida por un actor (¿?) al que le habían prometido junto a su esposa un
puesto de no sé qué- lo declaró triunfante en los comicios, cuando en realidad
ocupaba un cómodo y último tercer puesto. La Inspección de Justicia... bien,
gracias.
Por todas
estas cosas, precedidas por Carlos Paz -no el escritor, sino el político ya
fallecido-, la entidad tocó fondo con una deuda que hizo peligrar las
propiedades de la calle Uruguay y la de calle México. No sé de qué modo se
resolvió, ni si se ha resuelto aún. Qué se puede esperar entonces de SADE es un
misterio; mientras no lleguen autoridades honorables, fuertes, limpias,
vocacionales, que no jueguen al señor presidente o al señor secretario, o al
“¿me nombran en la Comisión a la Feria del Libro?”, creo que poco.
-No sé si he visto a Elvio Romero, ese insoslayable
poeta paraguayo, más de una vez. Fue en
un evento organizado por La Luna Que. Nos atrajo a mi esposa y a mí el modo de
recitar. Y nos presentamos, lo saludamos, nos quedamos con él comentando. Y
pocos años después lo llamé por teléfono, invitándolo a participar en uno de
los Ciclos de Poesía que he coordinado. No se consumó mi cometido porque no
andaba bien de salud. Si a mí, con mínimo contacto con Romero, me reconforta
recordarlo, nada me cuesta inferir que a vos, que lo has tratado, y que te has
ocupado a fondo de su obra, te habrá dejado una huella significativa. Me
agradaría que nos trasmitas cómo era, qué trasuntaba y si sabés que haya dejado
obra aún inédita.
-Ha dejado,
seguramente, muchos comentarios sobre obras de poetas españoles que lo
conmovían, Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Rafael
Alberti y León Felipe. De sus poemas, el libro inédito que me había dado a
leer, “Cantar de caminante”, fue editado en 2007 póstumamente. No le conocí
otros trabajos.
Era un hombre
de buen humor, cabal, honorable, respetuoso de todas las ideas, comportamientos
y tendencias de los demás, pero estaba muy seguro de sus preferencias. También
su esposa, Élida Vallejo, irradia bonhomía y generosidad, proyectadas en sus
hijos Ariel y Zulma en gran espectro.
La palabra de
Elvio siempre era de aliento e intentaba encontrar explicaciones para justificar
las cosas que no resultaban como era esperado. No era vehemente ni con sus
ideas políticas ni con la literatura, aunque las tenía fuertemente arraigadas. Todo
en él era moderado, comprensivo pero firme. Era un hombre de temperamento seguro, afable, y solo se me
ocurren ponderaciones ya que, en los casi diez años en que fuimos amigos, nunca
fue necesaria una porfía. Que yo me manejase con tacto ante una figura de las letras
como él resulta casi lógico, pero que él respondiera del mismo modo, no hace
más que hablar bien de su conducta. Lo preocupaba la situación del mundo y de
él tomé la frase “la dispersión de la coherencia” que mencionó alguna vez para
calificar estos tiempos.
En 2000 empezó
con las mayores molestias físicas y debía salir a caminar por las inmediaciones
de Once, donde vivía y aún vive su familia; lo acompañé en varias de esas
caminatas que recalaban en uno de los bares de Yrigoyen y Urquiza, en la esquina
de su casa. En esas travesías conocí más profundamente a Elvio Romero, al hombre
cotidiano, no ya si este o aquel autor sino sus pensamientos de vida, y me siento
orgulloso de que compartiera conmigo sus confidencias.
-He
advertido en tu casa, en todo ese primer piso de tu casa, donde hay metros y
metros de estanterías con miles de libros y revistas y varias computadoras y
máquinas de impresión y un televisor, también cientos de videos (en otra época),
y ahora, devedés. Este lector, escritor, editor que tengo como amigo -aunque no
de los que se encuentran con frecuencia en ámbitos puramente festivos- es un
cinéfilo que inclusive mientras realiza determinadas tareas de su quehacer
remunerado, ve, oye, pispea largometrajes. Vos, Ricardo, ¿de qué películas
hubieras querido ser el director? Estrictísimo: ¿de qué películas te sentirías
orgulloso de haber sido el autor?
-Supongo que
la pregunta alude a qué películas me agradaron y agradan. Las películas que no
me gustan es porque no me atrae nada de ellas y las que me gustan derivan por
todas las líneas, a casi todas les encuentro algo ponderable. Como en cualquier
orden de la vida, el gusto es muy subjetivo, depende de intereses particulares.
Creo que sé reconocer una buena película aunque no vaya conmigo, y también lo
contrario. Los ingredientes del cocido son muchos: libro, dirección, fotografía,
narrativa fílmica, elenco, actuación, producción, utilería y toda la larga
lista técnica que aparece en los créditos, pero como suma de arte vario, hay
productos realmente buenos. Me interesa la ciencia ficción, la fantasía, el
policial negro, las que llamo obras de teatro filmadas -sobre todo las que
suelen hacer los ingleses-, las de historia y mitos clásicos; el realismo
español, el neorrealismo social italiano. No me gustan las películas
psicológicas de los franceses, ni las violentas por la violencia misma, ni el
terror, ni las comedias norteamericanas -salvo muy pocas excepciones-; tampoco
me agradan la inocencia hindú ni las imitaciones de Hollywood que suelen
hacerse en Japón, ni las románticas de cualquier parte del mundo, ni las de
estudiantes, ni las musicales, ni las deportivas, ni las absurdas, ni el poco
cuidado que tiene gran parte del cine argentino en la conformación de elencos y
en el descuidado tratamiento de los diálogos, donde omite lo que debe decir y
dice lo que no debe. El elenco puede depender de las capacidades de producción,
pero el descuido del libro es imperdonable. Hoy, creo que tenemos buenos
directores jóvenes que cuidan un poco más la palabra y manejan bien los
tiempos; un par de décadas atrás se arruinaron historias que hubieran sido
buenas películas por el fluir discontinuo de la narrativa; pese a ello obtuvimos
algunos premios, cosa que nunca entendí. Leonardo Favio también sufría de este
síntoma. “El secreto de tus ojos” me gustó sobremanera, pero por fondo y por
las amplias alternativas de la historia hubiera dado para una superproducción.
¿Cómo hacerlo en Argentina?
Soy simple
público de cine y me apoyo mucho en los actores: Ugo Tognazzi, Marcello
Mastroianni, Giancarlo Giannini, Marlon Brando, Natalie Portman, Dustin
Hoffman, Al Pacino, Johnny Depp, Collin Farrell, Peter O’Toole, Ray Winstone, Ralph
Fiennes, Michel Serrault, Lambert Wilson, Jean Reno, Ben Kingsley, Madeleine Stowe,
Robin Williams, Uma Thurman, Christina Ricci, Dakota Fanning, José Sacristán, y
muchos etcéteras. De los nuestros, destaco a Julio Chávez, Germán Palacios,
Arturo Bonín, Darío Grandinetti, Leonardo Sbaraglia, por no ir más atrás.
También busco a ciertos directores, por citar a algunos: Tim Burton, Ridley
Scott, Sam Peckinpah, Peter Jackson, Martín Scorsese, los hermanos Cohen, Luis
Buñuel, Zack Snyder, Alex de la Iglesia, los hermanos Bertolucci, Federico
Fellini, Francis Ford Coppola, Luchino Visconti, Jean-Pierre Melville, Costa
Gavras, Win Wenders... La lista, me doy cuenta ahora, sería enorme.
Sí me gustaría
dirigir una película de mi última novela, “Crónicas de un legado hermético”,
donde Collin Farrell fuera el protagonista, acompañado por Ray Winstone, Michael Nyqvist, Brendan Gleeson, Stellan Skarsgard, Max von Sydow, John
Turturro, Paul Bettany, Jean Reno, Peter Stormare y los argentinos Ricardo
Darín y Héctor Alterio, este último para el papel de Yabo Numac. Es un chiste,
claro, pero si Mercedes Sosa viviera, haría el papel de Carmen Tulián.
***
Ricardo Rubio selecciona
en 2013 seis textos de sus libros publicados:
Poesía:
LA
RUECA
Hay un reclamo de lógica perdida en la espalda del
viento.
Un reclamo de espacios y de ciencias
en la
infinita sabiduría de las rocas.
Como nave cristalina
el tiempo reviste la desnudez de la tierra
y los profanos hijos del ancestro se pintan de
colores
y se visten de espejos nunca vistos.
Y hay otras tantas formas de huir
Hay un llanto esmeralda
acariciando la mansedad de la montaña
donde yace el mineral con su verdad dormida.
Alguien descompuso esas semillas
y creyéndose sabio les dio una cifra,
y cifra y letra formaron extraños parásitos de papel
que no sacian nuestra honda sed de invitados sin
regalo.
La claridad brota de viejas filosofías no escritas
aún,
los astros nada saben de palomas ni de credos,
pero el suelo ha dado flores e insectos
y sin contarnos nos envuelve en silencio y a él
volvemos.
Hay otras tantas formas de huir.
Objeto de insignes pensadores
con
grandes cerebros y fortunas
y profetas, magos, monjes e ingenieros;
objeto de inútiles pisadas, de invasiones, de
colonización
de intrépidos periplos alrededor de qué o de quién,
de formas y dibujos, de forzados cambios
y de lluvias atómicas que nada saben de núcleo ni de
átomo.
Por eso el suelo aguantando no es sed y es amparo,
sin embargo el gemido asoma en el desierto
y el grito en el volcán.
¿Quién me dará una almeja y un balde de arena?
¿Quién me enseñará a no saber nada?
Y otras tantas formas de huir.
de
“Pueblos repentinos” (1986)
**
El color con que atardece
(frag.)
—Sobra
tiempo para dejar de rechinar,
para
olvidar los temores, para dejarse vivir.
—A
pesar de las arenas que caen de las manos,
no
hay entre los dedos más que fantasmas.
Si
late el corazón
los días que restan se ahogan de alegría.
—Ignorar
el proyecto
es formar parte del espanto,
es
deseo de ausencia, rechazo de ya.
...
Cuando
los bosques en tierras aún indecibles
no imaginaban su follaje,
cuando
el sol era un punto
con todos los puntos encendidos,
cuando
los astros eran fragmentos
de un único astro incomprensible y loco,
y
la molécula vibraba en la insistencia,
el escriba ya era parte de un recuerdo
en la materia,
y
aunque sus ojos no atinaban ni el espíritu
ni el hueso, ni el calor, ni la intemperie,
en
su inercia la vida planeaba la risa de la pasión
y el cuarto oscuro de la ciencia.
Luego
un hombre entrevió el roce, la fisura,
el músculo partido
por la simple disolución de la franqueza.
Y
gimió.
de
“El color con que atardece” (2002)
**
LA LLEGADA
Del
mes de mayo, del ámbar,
bajo
la sombra de avellanos ungidos al amanecer,
a
once pasos del pasmo que la noche extiende detrás
de
gravísimas voces en pregunta,
urdido
entre sueños por la fiera del instinto
cuando rebate páginas en la fronda de sal,
nací
al sol de una diosa blanca
y de
tres mujeres de mi estirpe
coronadas por los signos,
donde
tres veces tres es el pan de la armonía.
Dejé
en el umbral los collares húmedos,
la
costumbre del silencio y mi condición de pez.
Eduqué
la mirada en los ojos de mi madre
y
crecí con las friegas del roble entre los vivos.
Repetí
los versos que agitan el fuego
y
bebí la miel de las bellotas con jarabe de muérdago
entre paños blancos.
La
Dama Encantada disipó la bruma
y
entre aromas de moras silvestres,
palán
palán y azafranes intensos,
las
olas de purificación ordenaron las esferas.
No
fui un ángel entonces sino un simio desnudo
a orillas del mar.
de
“Entre líneas de agua” (2007)
**
Minicuentos (de
“Minicuentos Grises”, 2009):
LA OTRA TIERRA
Sentía rechazo
por las ideas de los adultos de las que no quería saber nada. Sus diecisiete lo
vestían de huesos largos, buena nariz y barba rala. Pensaba o creía que pensaba
en la estafa de sus mayores y en la de los mayores de sus mayores, y esa mañana
decidió cambiar para seguir siendo el mismo.
Dejó una carta a
su madre, con la que intentó superar el miedo a necesitarla; pensó que a su
padre no le importarían dos manos menos, después de todo, también se llevaría
la boca. Para sus hermanos, no tuvo ni el destello del desgano.
Partió hacia las
aventuras del ruido y la melancolía; durmió en lechos de silencio y extrañó las
tibias manos con tisana y las madrugadas con labios y sonrisas. Supo entonces
que sólo el acto destina, pero ya tenía treinta y no sabía aún si las voces de
los hombres concordaban con sus manos.
Capituló la
dicha, capituló la pena; y la pena y la dicha se fueron con él, tiempo después,
cuando lo crucificaron.
**
LA VISITA
En 2050 entré a
la casa y la presencia de las moscas no podía más que predecir una desgracia.
La puerta estaba abierta, pero el residuo de antiguas alegrías se había diluido
como el sopor de la sopa lejana que era ahora el recuerdo de un vaho húmedo y
musgoso. Sólo había cáscaras olvidadas por la Parca, que siempre recuerda.
La que fuera una
mano yacía despojada de sus nervios, de sus poros, de sus líneas premonitorias
que acaso presagiaran mi presencia, la extinción del viejo y las moscas que
sobrevolaban los huesos, tal vez hasta el anillo que jugaba en la falange,
oscurecido a pura sombra. Las cerdas grises, largas y ralas, vueltas sobre sí,
se escurrían sobre las baldosas también grises. Un libro de Anohuil hundía las
costillas; recuerdo ese libro que aún no leí. Las moscas no tenían un pretexto
salvo el cuchicheo, ningún propósito más que la curiosidad múltiple de sus
múltiples ojos.
La podredumbre
había terminado años atrás, cuando la soledad del anciano empezó a disimularse
en una masa quieta, primero esponjosa, brillante después y finalmente
cenicienta y seca.
Ni rastros de
los sueños de aquel hombre ni trazas de sus trazos ni visos de sus vicios;
ninguna pista de la dicha de los posteriores gusanos, sólo la presunción de
algunas bacterias inertes entre olores muertos.
Y las moscas
siguieron riendo mientras me iba, ignorando la futilidad del futuro, diluido,
sí, pero tejiéndose sin fin.
Salí de mi casa
y volví a 2010.
**
BIENES
GANANCIALES
El fotógrafo
congeló los ángulos de la escena; la casera gorda gimoteaba ya cansada de
gritar. Mi superior era un cretino que repetía las palabras de un folleto, como
creyéndolo. Me miró, yo miré a los agentes, y estos a la gente amontonada del
otro lado del cordón.
El muerto
interrumpía el paso por la vereda y lo que fuera su vida se secaba lentamente
sobre las baldosas amarillas. El forense se calzó los guantes, alzó los
anteojos y revisó el cadáver mientras sorbía un resto de café. En el tajo del
extinto se leía cierto rigor, una hendidura tranquila, una profundidad
económica y precisa. Pusieron una cinta alrededor del tugurio, una línea en
torno al cuerpo y un título al expediente.
El finado tenía
tres garitos en Belgrano, un sauna en Flores y una venta de fatay en La Salada;
todos sabíamos que dejaba sin trabajo a una docena de matones y un lugar vacío
en la cama de una rubia de edad imprecisa que años atrás expusiera sus cuartos
en publicaciones baratas.
El esbirro
principal del fiambre, su espalda, su “sí señor” y su probable asesino, estaba
entre los curiosos. Era un punto conocido que me debía una; lo miré a los ojos
y me devolvió el gesto con el vago vacío de los gatos tranquilos. Supe
inmediatamente que él supo lo que había hecho. Giró sobre sí y a paso apacible
se alejó por la avenida girando en la bocacalle.
Salí sobre su espalda ignorando los gritos del
oficial. Al llegar al cruce, ya no estaba, o quizá sólo dije que no estaba. Si
encontraran el potrero y lo desenterrasen, verían que su garganta tiene un tajo
en el que se lee cierto rigor, una hendidura tranquila, una profundidad
económica y precisa. Yo, en cambio, ahora tengo tres garitos, un sauna, una
rubia sin prejuicios y una venta de fatay. Ah, y conservo un rango al que se le
hace la venia.
***
Lomas del Mirador y ciudad de Buenos
Aires, Ricardo Rubio y R. R., 2013.
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