MAXIMO, O ASESINATO EN JUSTICIA
Me
siento demasiado enfermo. Hace una
semana que no como. Agua casi no me queda. Economizo cuanto puedo y ya empiezo
a desesperar. En el día, en vano, trato de moverme lo menos posible. De noche,
busco algún lugar de escapatoria, pero estoy perdiendo las esperanzas. Las murallas
son muy altas, he probado de saltarlas, pero he renunciado a los intentos. En
las horas de sol, busco algún lugar sombrío donde guarecerme. A veces, haciendo
acopio de valor, emito un llamado lastimero para alertar a quien pueda
escucharme. Hasta el momento no ha sido efectivo. Nadie acude, por más que en
mi lamento pongo todo el dolor del hambre y la sed que me devoran. A veces
diviso una señora que me observa a través de una ventana. Está muy lejos para poder
tirarme algo de comida. Imposible para saber que no tengo agua. Sin embargo, a
la distancia, observo su rostro de preocupación y pienso que ella sufre por mí.
No se imagina la magnitud de mi drama. No sabe que dentro de poco moriré.
Tengo que resignarme a mi próximo fin. Nunca
pensé que me sucediera algo así. Debo aceptarlo con esa mansedumbre a la que me
adiestraron desde que era pequeño. Más bien, creo que desde mi nacimiento y
probablemente hasta era genético. En esta hora crítica, al menos tengo el
consuelo de los días felices, de los buenos platillos que degusté, del agua
clara y fresca que tenía a diario.
¿Cómo empezó todo? Aún tengo tiempo para recordar, aunque sea sólo
para engañar la mente. Debo viajar al pasado para frenar esta desesperación que me consume.
Fui el más bello ejemplar de la camada. Éramos
cinco, yo el único macho. Mis hermanas, aunque bien formadas y de bello pelaje,
no alcanzaban el porte y la sedosidad de mi piel, de un legítimo Rottweiler.
Apenas vimos la luz, un empleado del criadero, que luego se convertiría en mi
amo, me saco a un lado, me limpió prolijamente y me colocó en la tetilla de mi
madre. Desde ese momento siempre supe que yo era el primero. En la comida, en
los halagos y en la protección de todos. Participé en varios concursos como
mejor ejemplar de la camada; en la mayoría
obtuve premios.
Hasta un día infortunado, en que un
pequeño lejos del control de su madre, me tomó en sus pequeñas manos, resbalé y
caí al suelo, que era una superficie muy dura. Seguramente se dislocó algún
hueso de mi estructura. El dolor que me produjo me mantuvo chillando por varias
horas. Alertado por mi gritadera, el dueño del criadero fue a indagar lo
sucedido.
Mi
amo, preocupado por su descuido, le mintió, dijo que estaba haciendo una
indigestión o algo por el estilo. Este accidente truncó mi vida posterior. Mi
andar y parada ya no fueron
imponentes, sino renqueantes. Solamente
conservé lo lustroso de mi pelaje. Esto significó que el interés que me
tuvieron, decreció a tal extremo, que cuando mi amo fue despedido por su
trabajo poco responsable, yo salí tras él.
Así llegué a esta casa y a esta
familia. Al comienzo, fui juguete nuevo para todos. Mi ama, una buena mujer, a veces no tenía suficiente dinero
para comprarme alimento. Se las ingeniaba para hacerme un cocimiento bien
condimentado que yo comía gustoso. Tenía
todos los nutrientes que me daban la
energía necesaria para ser el guardián
de la casa. Sin embargo, al cabo de unos años, mi mala estrella se hizo presente
de nuevo. Ese modesto ángel tutelar, que era mi ama, de la noche a la mañana se
la llevaron a un centro de emergencia. Días
después regresó dentro de una caja negra, que llaman ataúd, y lo colocaron en
el interior de la casa. Yo estuve muy triste, pues ella en ningún momento se
movió. También mi amo estaba callado y cabizbajo. Todos hablaban de la difunta
y escuche varias veces la palabra muerte. En cierto momento, él salió al patio
a fumarse un cigarro y una mujer joven lo acompañó.
Se miraron, el sonrió, ella puso cara de
agrado, preocupándose que nadie los observara y conversaron despacito. En ese
momento llegaba otro pariente al velatorio y ambos lo fueron a recibir.
Al día siguiente, se llevaron a mi
ama con caja y todo, la casa quedó en silencio, conmigo adentro, olvidándose
totalmente de mi existencia. Sentí mucho dolor, presentí que a esa buena mujer
nunca más la vería. En cambio, por mi amo, me cogió una rabia sorda. Observé algo
desagradable en su comportamiento. No acierto a discernir, talvez sea esa
adrenalina que apesta mi olfato cuando los humanos sienten temor o euforia
malsana. Tal vez ese sea el caso.
Es de noche. Se siente el sonido
metálico de la llave al girar en la cerradura. Luego el chirrido de las
bisagras oxidadas de la puerta de calle, más bien portón. Se abre lentamente
para dejar paso a dos figuras tambaleantes apuntalándose una con otra en su
caminar zigzagueante por el largo patio de tierra.
-Si
pues, mijita, ahora la casa es nuestra. Toda para nosotros. Ya se fue la bruja.
Mañana echaré a ese perro maldito que en mala hora traje del criadero, parece
que ella lo tenía adiestrado para vigilarme.
-Oye
papito. ¿Estás seguro que no viene nadie más a esta casa? Recuerda que esta
propiedad no era de ella solamente.
-
Seguro mi reina, apenas pase un poco de tiempo, haré los papeles y usted se
viene a vivir con este pechito y deja al “cornudo”. Que él se quede con los
cabros chicos. Total, nosotros podemos hacer unos cuantos más.
Caminan en la oscuridad a trastabillones,
hasta que se topan con el negro bulto de Máximo, echado y casi inconsciente.
El hombre, trashumando alcohol y
hedor a cigarrillo, se tropieza con el cuerpo del perro, dando con su humanidad
en el suelo. La mujer se tambalea mirando la escena, presa de una risa loca. El
hombre se incorpora llenando de groserías a la figura caída, uniendo a la acción
unos secos puntapiés que le propina por el
espinazo, falto de equilibrio se vuelve a caer.
La mujer le pasa la mano diciéndole.
– Ya, papito, no haga tonterías y reserve sus energías para
otra cosa.
-Tiene
razón, mijita, a este imbécil mañana lo tiro a la calle.- Las dos figuras
siguen su camino hacia la casa.
Máximo, haciendo acopio de sus últimas
energías se levanta. Ya no siente dolores, esta más allá de la sed y el hambre.
Solamente en él tiene cabida aquel deseo ancestral de atacar y proteger lo suyo
hasta morir. Sabe que son las últimas reservas a las que recurre y no le
importa. Silenciosamente logra ponerse de pie, camina tambaleante al principio,
luego con más seguridad, hasta convertirse en un trote regular que lo impulsa
al salto. Justo hasta el cuello del hombre, quien ni siquiera tiene el tiempo
para reaccionar. De una dentellada, el fiero mastín, le ha seccionado parte de
la garganta, de donde mana a borbotones abundante sangre. El hombre abre su
boca, pero de ella solamente salen sonidos guturales que se van apagando
lentamente en su caída.
La mujer, presintiendo el peligro, intenta en vano abrir
la puerta de la casa. Su embriaguez no le permite movimientos seguros y por ello no advierte la carrera enloquecida
del perro. De un salto, la aprisiona por la garganta y en un actuar similar termina
su tarea.
En ese momento, Máximo siente que su corazón
se paraliza. En un último estertor cae inmóvil junto a la mujer, con sus fauces
llenas de sangre. A lo lejos se siente un fuerte y prolongado aullido de
perros; anunciando muerte o sólo cantando
a la vida. ¡Difícil saberlo!
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