miércoles, 23 de abril de 2014

Ascensión Reyes (cuento)-Chile/Abril de 2014

MAXIMO, O ASESINATO  EN  JUSTICIA

            Me siento demasiado  enfermo. Hace una semana que no como. Agua casi no me queda. Economizo cuanto puedo y ya empiezo a desesperar. En el día, en vano, trato de moverme lo menos posible. De noche, busco algún lugar de escapatoria, pero estoy perdiendo las esperanzas. Las murallas son muy altas, he probado de saltarlas, pero he renunciado a los intentos. En las horas de sol, busco algún lugar sombrío donde guarecerme. A veces, haciendo acopio de valor, emito un llamado lastimero para alertar a quien pueda escucharme. Hasta el momento no ha sido efectivo. Nadie acude, por más que en mi lamento pongo todo el dolor del hambre y la sed que me devoran. A veces diviso una señora que me observa a través de una ventana. Está muy lejos para poder tirarme algo de comida. Imposible para saber que no tengo agua. Sin embargo, a la distancia, observo su rostro de preocupación y pienso que ella sufre por mí. No se imagina la magnitud de mi drama. No sabe que dentro de poco moriré.
             Tengo que resignarme a mi próximo fin. Nunca pensé que me sucediera algo así. Debo aceptarlo con esa mansedumbre a la que me adiestraron desde que era pequeño. Más bien, creo que desde mi nacimiento y probablemente hasta era genético. En esta hora crítica, al menos tengo el consuelo de los días felices, de los buenos platillos que degusté, del agua clara y fresca que tenía a diario.
            ¿Cómo empezó todo? Aún  tengo tiempo para recordar, aunque sea sólo para engañar la mente. Debo viajar al pasado para frenar esta  desesperación que me consume.
             Fui el más bello ejemplar de la camada. Éramos cinco, yo el único macho. Mis hermanas, aunque bien formadas y de bello pelaje, no alcanzaban el porte y la sedosidad de mi piel, de un legítimo Rottweiler. Apenas vimos la luz, un empleado del criadero, que luego se convertiría en mi amo, me saco a un lado, me limpió prolijamente y me colocó en la tetilla de mi madre. Desde ese momento siempre supe que yo era el primero. En la comida, en los halagos y en la protección de todos. Participé en varios concursos como mejor ejemplar de la camada;  en la mayoría obtuve premios.
            Hasta un día infortunado, en que un pequeño lejos del control de su madre, me tomó en sus pequeñas manos, resbalé y caí al suelo, que era una superficie muy dura. Seguramente se dislocó algún hueso de mi estructura. El dolor que me produjo me mantuvo chillando por varias horas. Alertado por mi gritadera, el dueño del criadero fue a indagar lo sucedido.
Mi amo, preocupado por su descuido, le mintió, dijo que estaba haciendo una indigestión o algo por el estilo. Este accidente truncó mi vida posterior. Mi andar y parada ya no fueron  imponentes,  sino renqueantes. Solamente conservé lo lustroso de mi pelaje. Esto significó que el interés que me tuvieron, decreció a tal extremo, que cuando mi amo fue despedido por su trabajo poco responsable, yo salí tras él.
            Así llegué a esta casa y a esta familia. Al comienzo, fui juguete nuevo para todos. Mi ama,  una buena mujer, a veces no tenía suficiente dinero para comprarme alimento. Se las ingeniaba para hacerme un cocimiento bien condimentado que yo comía  gustoso. Tenía todos los nutrientes  que me daban la energía necesaria  para ser el guardián de la casa. Sin embargo, al cabo de unos años, mi mala estrella se hizo presente de nuevo. Ese modesto ángel tutelar, que era mi ama, de la noche a la mañana se la llevaron  a un centro de emergencia. Días después regresó dentro de una caja negra, que llaman ataúd, y lo colocaron en el interior de la casa. Yo estuve muy triste, pues ella en ningún momento se movió. También mi amo estaba callado y cabizbajo. Todos hablaban de la difunta y escuche varias veces la palabra muerte. En cierto momento, él salió al patio a fumarse un cigarro y una mujer joven lo acompañó.
             Se miraron, el sonrió, ella puso cara de agrado, preocupándose que nadie los observara y conversaron despacito. En ese momento llegaba otro pariente al velatorio y ambos lo fueron a recibir.
            Al día siguiente, se llevaron a mi ama con caja y todo, la casa quedó en silencio, conmigo adentro, olvidándose totalmente de mi existencia. Sentí mucho dolor, presentí que a esa buena mujer nunca más la vería.  En  cambio,  por mi amo,  me cogió una rabia sorda. Observé algo desagradable en su comportamiento. No acierto a discernir, talvez sea esa adrenalina que apesta mi olfato cuando los humanos sienten temor o euforia malsana. Tal vez ese sea el caso.
           

            Es de noche. Se siente el sonido metálico de la llave al girar en la cerradura. Luego el chirrido de las bisagras oxidadas de la puerta de calle, más bien portón. Se abre lentamente para dejar paso a dos figuras tambaleantes apuntalándose una con otra en su caminar zigzagueante por el largo patio de tierra.
            -Si pues, mijita, ahora la casa es nuestra. Toda para nosotros. Ya se fue la bruja. Mañana echaré a ese perro maldito que en mala hora traje del criadero, parece que ella lo tenía adiestrado para vigilarme.
            -Oye papito. ¿Estás seguro que no viene nadie más a esta casa? Recuerda que esta propiedad  no era de ella solamente.
            - Seguro mi reina, apenas pase un poco de tiempo, haré los papeles y usted se viene a vivir con este pechito y deja al “cornudo”. Que él se quede con los cabros chicos. Total, nosotros podemos hacer unos cuantos más.
            Caminan en la oscuridad a trastabillones, hasta que se topan con el negro bulto de Máximo, echado y casi inconsciente.
            El hombre, trashumando alcohol y hedor a cigarrillo, se tropieza con el cuerpo del perro, dando con su humanidad en el suelo. La mujer se tambalea mirando la escena, presa de una risa loca. El hombre se incorpora llenando de groserías a la figura caída, uniendo a la acción unos secos puntapiés  que le propina por el espinazo, falto de equilibrio se vuelve a caer.
            La mujer le pasa la mano diciéndole. – Ya, papito,  no haga tonterías y reserve sus energías para otra cosa.
            -Tiene razón, mijita, a este imbécil mañana lo tiro a la calle.- Las dos figuras siguen su camino hacia la casa.
            Máximo, haciendo acopio de sus últimas energías se levanta. Ya no siente dolores, esta más allá de la sed y el hambre. Solamente en él tiene cabida aquel deseo ancestral de atacar y proteger lo suyo hasta morir. Sabe que son las últimas reservas a las que recurre y no le importa. Silenciosamente logra ponerse de pie, camina tambaleante al principio, luego con más seguridad, hasta convertirse en un trote regular que lo impulsa al salto. Justo hasta el cuello del hombre, quien ni siquiera tiene el tiempo para reaccionar. De una dentellada, el fiero mastín, le ha seccionado parte de la garganta, de donde mana a borbotones abundante sangre. El hombre abre su boca, pero de ella solamente salen sonidos guturales que se van apagando lentamente en su caída.
            La mujer,  presintiendo el peligro, intenta en vano abrir la puerta de la casa. Su embriaguez no le permite movimientos seguros y  por ello no advierte la carrera enloquecida del perro. De un salto, la aprisiona por la garganta y en un actuar similar termina su tarea.
             En ese momento, Máximo siente que su corazón se paraliza. En un último estertor cae inmóvil junto a la mujer, con sus fauces llenas de sangre. A lo lejos se siente un fuerte y prolongado aullido de perros; anunciando  muerte o sólo cantando a la vida. ¡Difícil saberlo!

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