INCÓGNITA
Soy tú hermano, Rolando, me atrevo a escribirte
como una forma de buscar una respuesta. Siento que debo desquitarme. ¿Desquitarme
de qué o de quién? Te preguntarás. Pues, realmente no lo sé. Probablemente no
sea la palabra adecuada y se preste para equívocos. Quizás desahogarme sea el
término exacto. Tal es mi confusión.
Creo que lo mejor es contarte todo, porque tú
eres el mayor, el más instruido y yo siempre te miré como un padre, el mismo
que perdimos. También fuiste el primero de los hermanos que se tituló.
Entonces, quién mejor que tú podrás comprender lo que pasa por mi cabeza.
Recuerdo que siempre dijiste -Este
muchacho es débil de carácter, pero no es tonto. Yo era el menor y el más
mimado. Después de tantos años, ahora que oscila sobre mi cabeza el péndulo del
medio siglo y tú eres un hombre mayor, puedo intentar explicarte mis confusas
reacciones.
Recuerdo que te invité a mi matrimonio, pero
no asististe. Yo estaba enamorado con el incontenible ardor de mis veintidós
años. Interrumpí mi carrera en la Universidad, esa que
tú ayudabas a costear, y desoyendo todos los consejos de la familia, incluidos
los tuyos, me embarqué en la aventura matrimonial. Ya venía el primer hijo y
debía asumir responsabilidades.
La familia de Victoria me acogió en su hogar y
pronto me colocaron al frente de un pequeño negocio de “menestras”, que así llamaban.
Debía levantarme a las cinco de la mañana para transportar en una camioneta,
las frutas y verduras del Mercado. Mientras el suegro atendía el negocio junto
a dos hijos. Mi mujer seguía pariendo chiquillos a velocidad increíble. La
primera una niña, luego mellizos y después otra mujercita. Vivíamos instalados
en un par de piezas al fondo de la casa, lejos de las comodidades a las que
estaba acostumbrado. Debía limpiar frutas y verduras casi podridas, para darle
apariencia de frescas, asear el local y recibir el pan que llegaba a las siete
de la mañana. También ir al Banco a cambiar y depositar cantidades pequeñas de
dinero. Con ellas vivía toda la familia.
Los niños estaban preciosos, diría que “se me caía la baba al mirarlos” En
cambio el suegro estaba enfermo, muy envejecido y pronto dejó este mundo.
Entonces los hermanos de Victoria
empezaron a hostilizar. Me echaban en cara “para qué había estudiado Ingeniería Comercial durante tres años y no
podía hacer crecer el negocio”. Casi me miraban como un intruso. Aunque me da
vergüenza reconocerlo ¡No poseo espíritu comercial! Y un almacencito modesto,
impone sacrificios. Estar horas y horas tras el mesón, conocer a cada uno de
los clientes. Y sonreír a un sinfín de viejas que comienzan a contar sus
achaques o los chismes del vecindario. Terminaba el día agotado. Por esta razón
era Victoria quien debía revisar las tareas de los niños. Debo reconocer que
ella era una bestia de carga para el trabajo, pero de la pasión que nos unió,
no quedaba nada.
Comencé a notar cierta aversión, de ella hacia
mí y de sus hermanos, en el tratamiento que todos me daban. Nuestra situación sentimental y sexual era
nula y lo peor era que indisponía a los niños en mi contra.
Me gritaba furibunda, ¡No sabes trabajar!
¡Estamos empobreciéndonos por tu culpa! ¡Si no fuera por la casa de mis padres,
no tendríamos dónde vivir!
Los hermanos se habían independizado y yo aún
no lograba juntar un capital propio para reabastecer el negocio. A lo mejor lo
que decían era cierto y sólo me quedaba guardar silencio...
Llegó la víspera de Pascua y fui a Valparaíso
a comprar juguetes para mis hijos. Salí temprano y con tantas aglomeraciones
regresé tarde. Cansado pero con el optimismo de suponer las caras de alegría
que pondrían mis hijos al ver los vistosos paquetes de regalo.
Hermano, ¡ese día el mundo se me derrumbó!
Alguna vez te mencioné que Victoria siempre fue de carácter exaltado, pero
jamás me imaginé que llegaría a tanto. Esa noche amarga, no más cruzar la
puerta, roja de furia me gritó en la cara. – ¡Mándate a cambiar con tus porquerías de engañifas, eres un incapaz y
nos tienes en la misma miseria que cuando empezamos. No haces falta ni a mí, ni
a los niños! Y tomando los paquetes, los arrojó a la vereda, como si
hubiese sido basura...
Su desprecio, la humillación, vergüenza,
frustración y rabia...! Todo, todo me aplastó! Tuve que tragarme las lágrimas y
partí vagando sin rumbo toda la noche.
De pronto pensé en alguien que siempre había
sido el árbol protector de la familia ¡Nuestra madre! Ella tenía más de noventa
años. Recibía el montepío por nuestro padre y vivía sola en una casa pequeña en
Quilpue, a veces se acompañaba con una vecina.
Me vio llegar derrumbado, cargando una pena
inmensa. No me hizo preguntas, solo me dijo ¡Rolando,
hijo, ven acá, entra! Y nos unimos en un abrazo que dejó unos de sus
hombros mojados por mis lágrimas. Ella, no hizo preguntas ni analizó mi
proceder.
No detallaré el tiempo que rumié mi pena,
mientras realizaba pequeños trabajos de instalaciones eléctricas – siempre me
había gustado esa actividad- el vecindario me confiaba la compostura de sus
artefactos. En cambio yo me pregunta ¿De qué me ha servido educarme en los
Padres Franceses y haber ingresado posteriormente a la Universidad? ¿Haber
trabajado y formado una familia y luego quedar vacío?
Por las noches miraba mil veces una pequeña
foto que guardaba en mis bolsillos ¡Mis hijos! Era como una enfermedad. Mi
madre era muy sagaz y comprendió que este estado debía terminar.
Un día me mostró un aviso que había recortado
de un diario, en él ofrecían trabajo como Ayudante de Actuario. Se ajustaba a
mi preparación. Se requerían conocimientos de Estadística. Busqué mis
certificados de estudios universitarios. Mi madre me los tenía guardados. Me
presenté y pasé todos los cuestionarios
y esperé ansioso el posible llamado aceptándome.
Fue una semana de impaciencia, hasta que al
fin llegó la respuesta. Debía presentarme el lunes siguiente ante el Fiscal.
Abracé a mi madre y decidimos que seguiría viviendo con ella y viajaría
diariamente de Quilpué a Valparaíso. Sé que te enteraste que yo nuevamente
andaba de cuello y corbata.
El viaje diario, las exigencias propias de mi
trabajo, y el trato con algunos compañeros de labores y con tantas personas
diferentes, me enseñó a ver la vida con más comprensión sobre las debilidades
humanas. Al igual que yo, cada persona encerraba un bagaje de encrucijadas en
su vida.
Llevaba dos años en mi puesto, por cierto sin
olvidar lo que había dejado. Varias veces había intentado comunicarme con mis
niños, después supe que Victoria se los había llevado al sur, a las tierras de
su nueva pareja. Los niños estaban aleccionados de no contestarme el teléfono.
Traté de olvidar, pero era difícil.
Hasta que un día, en el metro tren, una joven
se sentó a mi lado, al parecer estudiaba “Mineralogía”, según pude observar de
reojo el título del libro. Para mí el tema era desconocido. Por cierto, no era
fea, pero tampoco bonita, en cambio su cuerpo poseía la gracia de la juventud.
Bajó en la estación Barón, presumí que estudiaba en la Universidad Católica.
Ya casi la había olvidado, cuando a mediados
de la semana siguiente la encontré nuevamente, en el mismo vagón pero en otro
asiento. Se veía seria y estudiosa. Me familiaricé con su persona hasta llegar
a ubicarla en los siguientes viajes, hasta el día que conseguí sentarme a su
lado. Leía como de costumbre, pero unos apuntes cayeron desde su libro al
suelo, me incliné a recogerlos y se los pasé con mi ademán más caballeroso. Me
agradeció brindándome una sonrisa junto a una mirada limpia, dejando entrever
su perfecta dentadura. Recuerdo que
dije algunas palabras rutinarias o algo estúpidas, pero ella poco habló y nos
despedimos con un - ¡Hasta luego!
Desde entonces seguí encontrándola. Siempre
conversábamos de asuntos absolutamente ajenos a nuestras vidas. De cosas trivialidades,
corrientes y así acortábamos el viaje.
Llegaron las vacaciones y un día la encontré
en la Plaza Aníbal
Pinto. Me alegré de verla y la invité a tomar un café en un negocio cercano.
Ahora Macarena, estaba más expansiva, diría más confiada o relajada. Ya me
miraba como a un antiguo conocido. A mis preguntas acerca de sus estudios, ella
me aclaró.
-Acabo
de finalizar un Seminario sobre piedras preciosas. Con mi madre compramos una
joyería en Viña del Mar y se debe entender bastante para distinguir una joya
verdadera de una falsa. Además he viajado a Brasil para documentarme.- Y a
continuación me dio una acabada descripción acerca de piedras preciosas y sus
diferencias. Al finalizar su exposición casi quedé confundido de tales
conocimientos, en cambio de mí, sólo pude hacer referencia acerca de mi
desempeño como funcionario de una repartición Fiscal, y que vivía con mi madre
en Quilpué.
Seguimos viéndonos, Macarena resultó ocho años
menor que yo, los hermanos con sus respectivas familias estaban radicados en
España, Alemania e Italia. Su madre viuda iba constantemente a visitarlos.
Llevábamos once meses de conocernos,
conversábamos, tomábamos onces en el centro, paseábamos a la orilla del mar,
hasta un día que Macarena me dijo: -Mamá
quiere conocerte, le he contado que somos buenos amigos y quiere que vayas a
almorzar con nosotras, este domingo.
Acepté, aunque en el fondo tenía mucho temor.
Me preparé anímicamente para la ocasión.
Mi mejor tenida, un buen corte de pelo, zapatos brillantes y mi cara
debidamente rasurada. Con una docena de los mejores pasteles en la mano y su
dirección debidamente comprobada, me presenté muy ufano.
Vivían en Villa Alemana, en una magnífica casa
bien cuidada, rodeada de jardines y un buen auto en el garaje. La señora
Celina, su madre, tenía un aspecto aristocrático y de finos ademanes. Me
recibió gentilmente, aunque siempre escrutándome con atención tras sus
anteojos. No hizo preguntas indiscretas, más bien se explayó sobre sus viajes y
los negocios que había emprendido con su difunto marido. Ahora iniciaría una joyería con Macarena.
Fue una agradable tarde, después de las onces,
me despedí para no parecer cargoso.
Después de este primer paso, con Macarena
congeniábamos bastante, al parecer le había impresionado bien a su madre. Por
mi parte había sido reservado al no querer divulgar acerca de mi vida personal
y ella respetaba mi silencio.
Un día que estaba invitado a su casa, Macarena
tardó en llegar. La señora Celina estaba sola. Me recibió con su acostumbrada
amabilidad y señorío. Astutamente fue guiando la conversación hasta sondear mis
intensiones futuras con respecto a Macarena. ¡Me sentí desarmado! Muchas veces
había pensado que un día llegaría este momento. Casi insensiblemente, sentí que
me estaba enamorando nuevamente y no sabía como salir del atolladero. Decidí
responder con la verdad. –Sí, siento una
atracción intensa hacia Macarena, pero tengo amarras legales con otra persona - y le expliqué mi situación. No podía hacer
planes futuros para consolidar esta relación.
La señora Celina era una mujer práctica. Contó
que su hermano era abogado experto en divorcios, el mismo había sido casado
tres veces. Me dio una tarjeta con sus datos y aseguró que esa misma noche lo
telefonearía explicándole el caso. ¡Se abrió el cielo para mí! Podría rehacer
mi vida junto a Macarena.
Sentí que me estaba retornando esa
indestructible ansiedad de vivir. Me excusé ante Macarena mi temor a un rechazo
al saber la verdad. Ella demostró amplitud de criterio y una compresión
absoluta. ¡No podía creerlo! Ella esperaría todo el tiempo que fuera necesario
para unirnos definitivamente. ¡Me amaba!
Bajo la persistente intervención de doña
Celina, los trámites legales llegaron pronto a feliz término. Victoria exigió
sólo el cumplimiento de la mesada legal para los hijos, hasta la mayoría de
edad o el término de sus carreras. Esto me desequilibraba económicamente. Sin
embargo mi futura suegra tenía solución para todo. –Los años pasan volando. No te darás cuenta y esos niños serán adultos.
En
este punto, hermano, comenzó otra etapa en mi vida. Debí dejar nuevamente sola
a nuestra madre, aunque ella tenía el
proyecto de vender la casa para incorporarse a un Hogar de Ancianos, donde
sería atendida hasta que llegara su fin. Secundado por Macarena, le
solucionamos sus deseos.
Alfredo, esta es la parte de mi vida que no
acierto a comprender. Tengo un hogar,
nueva esposa, una situación social de otro nivel, un cargo estable en mi
carrera funcionaria y lo más importante Macarena me ama de verdad. ¿Qué más
puedo pedir? Pero ella aún no quiere por ningún motivo amarrarse con hijos,
exige el máximo de cuidado en nuestra intimidad.
Si yo también estuve de acuerdo en este
aspecto ¿Por qué no logro las satisfacciones que siempre he anhelado? y muy por
el contrario con Victoria constituyeron mis mejores goces en los primeros
tiempos de matrimonio. Añoro ese apasionamiento, un poco salvaje, algo primitivo
que ella me hizo sentir. Ahora, todo es metódico, regulado, ordenado, según la
forma de ser de Macarena.
Debería sentirme capaz de asumir mi nueva
realidad. Ella me lo ha dado todo, me ha entregado su confianza, su juventud.
Soy su primer amor, me ha hecho recuperar la dignidad, la decencia. Nuevamente
tengo un hogar, una posición social, una situación de respeto que había perdido
en mi matrimonio anterior.
Macarena, me ha sacado del hoyo horrible de la
depresión y la angustia. No quiero otra fractura conyugal. Entonces ¿Por qué no
soy capaz de apreciar toda esta nobleza? Hermano, esta es mi incógnita ¿Qué me
sucede?
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