EL ENFERMERO
Un
hombre de blanco camina por el largo pasillo desierto a esa hora de la mañana.
Las puertas abiertas a ambos lados dejan ver innumerables camas donde hombres y
mujeres yacen prontos a recibir los primeros tratamientos del día. El ambiente
está impregnado de un penetrante olor a medicamentos.
“Ya
no siento dolores, mi cuerpo enflaquecido no reclama a la mente que tome conciencia
de ellos. Sin embargo, tengo miedo, mucho miedo, de sentir nuevamente esos
prolongados puncetazos como afilados cuchillos. ¡Sé que estoy muriendo! Me queda poco tiempo. Sin duda mis pulmones
partirán primero. Al respirar siento la sequedad en mi tráquea. Ya percibo ese
sonido que anuncia el fin”.
“Sin embargo, mi mente aún se resiste a
descansar. Mis ojos los mantengo cerrados porque me dan una visión distorsionada
de todo y de todas las personas que se acercan a mi cama. Total, ya es muy poco lo que me resta por ver en este
mundo. Mientras tanto, debo entretener mi mente a sabiendas de que no debo
resistir este próximo trance. Increíble, así vi a muchas personas en este mismo punto de sus vidas”.
“¿Cómo
empezó todo?, talvez pudo haber sido un
sueño, las vivencias de alguien conocido o bien... no podría asegurarlo
si sucedió o no, ya que mi mente por momentos alucina. Sólo sé que llegan a mí
las imágenes de esta historia en verdadero tropel”.
“Eulalia era hija del capataz de la hacienda y
yo el hijo de la cocinera de ese hogar a préstamo. Esta situación para mí
fue siempre desagradable. Me sentía menospreciado y aunque la familia
ayudó en parte a educarme, a menudo capté la diferencia”.
“Tenía veinte años cuando
conocí a la Eulalia. Esa
bella jovencita tierna y tentadora que vivía tierra adentro, junto a su padre.
Su estampa me sedujo de inmediato. Aparte de su cuerpo bien formado, tenía un encanto natural de niña sana y ardiente. Tanto
así, que
pasado un tiempo prudente de casto pololeo, pasé lentamente a un asedio más
profundo. Para ello hice gala de mi buena formación en casa de gente bien”.
“Mi
madre apenas sabía leer y firmar, en cambio yo tenía conciencia que mi cabeza respondería
de sobra al estudio, y eso hice. Apenas
terminé mis cursos de enfermería en un modesto instituto, entré a trabajar en
un hospital. Después todo fue esmerarme
con mis pacientes y aplicar los conocimientos que me habían enseñado”.
“¿Cuál
fue mi primer paciente, con quién involuntariamente me involucré?, ¡Ah, sí! Ya recuerdo, era una
anciana de piel rugosa y descarnada, semejante a una momia egipcia. Se sabía de su vida por su suave respirar o
por su quejido constante, cuando dejaba de surtir efecto el calmante que le
proveía el hospital. Su situación me
perseguía incluso en mis horas libres, puesto que su diagnóstico indicaba su
próximo fin. Era sola, no tenía familia
y aún así oponía una fuerte resistencia a la muerte. Sin embargo, cada minuto
era su agonía y la mía”.
“”Un
día que debía inyectarla, tal era mi descontrol que no me percaté de la ampolla
que había sacado de mi bolsillo, pues pasaba en ronda preocupándome de varios
enfermos a la vez. Lo cierto fue que mientras guardaba el riñón con los
desechos de la inyección y pensaba en su estado, profirió un quejido extraño y
dejó de respirar. En ese momento me di
cuenta que le había colocado un medicamento equivocado”.
“No lo asocié de inmediato, pero algo me quedó
dando vueltas en la mente. La equivocación había dado curso al desenlace. Había
sido totalmente involuntario, pero aun así, yo había ayudado a dar fin a los sufrimientos
de esa pobre anciana. No lo lamenté, ni sentí remordimiento. Es más, creo que
algo grato se alojó en mi conciencia”.
“Un
día llegué a casa de mi novia, quien ya tenía un producto de nuestra relación,
un hermoso chico que cada día se parecía más a mí. Muchas veces habíamos intentado
formalizar esta situación, pero el cuidado de su padre se lo impedía. El era un
dictador en su hogar, un campesino rústico que no aceptaba compartir su espacio
conmigo”.
“Ella
trató de ocultar su cara castigada y a pesar que hacía bastante calor tenía su
cuerpo totalmente cubierto. Le pregunté preocupado qué le había sucedido y me
contó: Una vez más, su padre la había golpeado en un arranque de furor, como lo
hiciera desde que era pequeña. Sólo que esta vez se ayudó con la hebilla de su
correa. Sentí en mí una ira
incontrolable. Sin embargo, nada podía decir, pues ese no era mi hogar, de
sobra mantenía a mi mujer y el hijo. Yo ayudaba, pero no en la medida necesaria.
Mis ingresos no eran suficientes como para mantener dos casas”.
“En
ese momento, selló su sentencia. Si antes lo había hecho con esa triste
anciana. ¿Por qué ahora no podría con este ser maligno? Esperé pacientemente el
momento. No faltó el día en que aquejado por un fuerte resfriado, debí
inyectarlo. Me dí el trabajo de hacerlo concienzudamente, para no dejar huellas. Murió con una sonrisa
en los labios, de un supuesto paro respiratorio. Justificación había, era
diabético e hipertenso”.
“Ya libre de la tiranía paterna, pude casarme
con la que ahora es mi mujer. Formé una bonita familia, con varios hijos que
siguieron al primero. Ella se convirtió en una compañera que llenaba mis días.
Un hogar limpio y casi feliz. En cuanto a mi vida profesional, ya había dado sus
buenos logros económicos”.
“Por
largo tiempo, me olvidé del asunto. Sin
embargo, hubo posteriores situaciones en que el dolor de los enfermos terminales,
a mi cargo, se me hacía insufrible. Discretamente
cambiaba medicamentos que sabía provocarían un colapso inmediato. Así, mis
pacientes partían a mejor vida con una
sonrisa en su rostro y en mi mente quedaba el agrado de haberles evitado el
sufrimiento. Con el correr de los días me convertí en la persona más querida
entre los enfermos a mi cargo. Mientras había esperanzas de sobrevida yo
trataba de brindarles todo tipo de atenciones. Cuando su situación ya estaba al
borde, jugaba a Dios acelerando su fin. Siempre he pensado que mis habilidades
se me dieron por algún designio. Nunca me cuestioné al respecto”.
“Pero
nada es permanente. Pienso que fue esta acumulación de secretos y el hecho de
poseer esa sensibilidad extrema ante el dolor ajeno, lo que contribuyó a
dañarme, de manera que un día cualquiera empecé a sentirme enfermo. Me lo oculté
con analgésicos automedicados. Cuando la situación ya estaba fuera de control,
permití que un doctor amigo me revisara. Pronto obtuve la respuesta a mis
molestias. Un cáncer agresivo me estaba devorando lentamente. Todo mi cuerpo
estaba comprometido. Ya no había
esperanzas de mejoría”.
“Al
comienzo pensé en luchar. Luego llegué a la conclusión, éste era un digno fin
para un frío asesino. ¡Sí, yo sabía que
lo era!, pero la satisfacción que me dejó cada caso lo recompensaba. Dí paso al
sufrimiento conciente. Esperaba poner fin a mis dolencias de la misma manera,
como lo hiciera con los que me antecedieron”. “Todos
los días dejaba ese momento para el día siguiente. Pero esta vez la suerte no
estuvo de mi lado, una hemiplejia me
inmovilizó totalmente”.
“Ya
llevo mucho tiempo, no podría decir cuánto, inmóvil, incomunicado, sufriendo el
dolor de la transformación de mi cuerpo.
Exudando un olor nauseabundo desde mi interior”.
“Pido
a Dios en cada amanecer que este sea el último, pero es probable que todavía deba purgar por más tiempo mis
posibles faltas…”
El
enfermero, mira el rostro del paciente recién fallecido con una sonrisa
entre conmiseración y afecto, le cierra
lentamente sus ojos. Aprieta su boca entreabierta con una venda, desde el
mentón hasta la cabeza. Tapa con lentitud su cara con la sábana. Luego cubre
con una gasa una jeringa y una ampolla abierta que esperan sobre el
velador y las guarda en su bolsillo.
Toma la ficha colgada en los pies de la cama, mira su reloj y anota todos los
datos requeridos. La deja nuevamente encima del difunto.
Luego
abre la ventana, por donde entra un luminoso rayo de sol mañanero, que hace
brillar las verdes ramas de un árbol cercano. Avanza hacia la puerta y su
figura se diluye a través de la madera.
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