domingo, 22 de junio de 2014

Ascensión Reyes (cuento)-Chile/Junio de 2014

EL ENFERMERO

Un hombre de blanco camina por el largo pasillo desierto a esa hora de la mañana. Las puertas abiertas a ambos lados dejan ver innumerables camas donde hombres y mujeres yacen prontos a recibir los primeros tratamientos del día. El ambiente está impregnado de un penetrante olor a medicamentos.
“Ya no siento dolores, mi cuerpo enflaquecido no reclama a la mente que tome conciencia de ellos. Sin embargo, tengo miedo, mucho miedo, de sentir nuevamente esos prolongados puncetazos como afilados cuchillos. ¡Sé que estoy muriendo!  Me queda poco tiempo. Sin duda mis pulmones partirán primero. Al respirar siento la sequedad en mi tráquea. Ya percibo ese sonido que anuncia el fin”.
 “Sin embargo, mi mente aún se resiste a descansar. Mis ojos los mantengo cerrados porque me dan una visión distorsionada de todo y de todas las personas que se acercan a mi cama. Total,  ya es muy poco lo que me resta por ver en este mundo. Mientras tanto, debo entretener mi mente a sabiendas de que no debo resistir este próximo trance. Increíble, así vi a muchas personas  en este mismo punto de sus vidas”.  
“¿Cómo empezó todo?, talvez pudo haber sido un  sueño, las vivencias de alguien conocido o bien... no podría asegurarlo si sucedió o no, ya que mi mente por momentos alucina. Sólo sé que llegan a mí las imágenes de esta historia en verdadero tropel”.
 “Eulalia era hija del capataz de la hacienda y yo el hijo de la cocinera de ese hogar a préstamo. Esta situación  para mí  fue siempre desagradable. Me sentía menospreciado y aunque la familia ayudó en parte a educarme, a menudo capté la diferencia”.
“Tenía veinte años cuando conocí a la Eulalia. Esa bella jovencita tierna y tentadora que vivía tierra adentro, junto a su padre. Su estampa me sedujo de inmediato. Aparte de su cuerpo bien formado, tenía  un encanto natural de niña sana y ardiente. Tanto así,  que  pasado un tiempo prudente de  casto pololeo, pasé lentamente a un asedio más profundo. Para ello hice gala de mi buena formación en casa de gente bien”.
“Mi madre apenas sabía leer y firmar, en cambio yo tenía conciencia que mi cabeza respondería de sobra al estudio,  y eso hice. Apenas terminé mis cursos de enfermería en un modesto instituto, entré a trabajar en un hospital. Después todo fue esmerarme  con mis pacientes y aplicar los conocimientos que me habían enseñado”.
“¿Cuál fue mi primer paciente, con quién involuntariamente  me involucré?, ¡Ah, sí! Ya recuerdo, era una anciana de piel rugosa y descarnada, semejante a una momia egipcia.  Se sabía de su vida por su suave respirar o por su quejido constante, cuando dejaba de surtir efecto el calmante que le proveía el hospital. Su situación  me perseguía incluso en mis horas libres, puesto que su diagnóstico indicaba su próximo fin.  Era sola, no tenía familia y aún así oponía una fuerte resistencia a la muerte. Sin embargo, cada minuto era su agonía y la mía”.
“”Un día que debía inyectarla, tal era mi descontrol que no me percaté de la ampolla que había sacado de mi bolsillo, pues pasaba en ronda preocupándome de varios enfermos a la vez. Lo cierto fue que mientras guardaba el riñón con los desechos de la inyección y pensaba en su estado, profirió un quejido extraño y dejó de respirar. En ese momento  me di cuenta que le había colocado un medicamento equivocado”.
 “No lo asocié de inmediato, pero algo me quedó dando vueltas en la mente. La equivocación había dado curso al desenlace. Había sido totalmente involuntario, pero aun así, yo había ayudado a dar fin a los sufrimientos de esa pobre anciana. No lo lamenté, ni sentí remordimiento. Es más, creo que algo grato se alojó en mi conciencia”.
“Un día llegué a casa de mi novia, quien ya tenía un producto de nuestra relación, un hermoso chico que cada día se parecía más a mí. Muchas veces habíamos intentado formalizar esta situación, pero el cuidado de su padre se lo impedía. El era un dictador en su hogar, un campesino rústico que no aceptaba compartir su espacio conmigo”.  
“Ella trató de ocultar su cara castigada y a pesar que hacía bastante calor tenía su cuerpo totalmente cubierto. Le pregunté preocupado qué le había sucedido y me contó: Una vez más, su padre la había golpeado en un arranque de furor, como lo hiciera desde que era pequeña. Sólo que esta vez se ayudó con la hebilla de su correa.  Sentí en mí una ira incontrolable. Sin embargo, nada podía decir, pues ese no era mi hogar, de sobra mantenía a mi mujer y el hijo. Yo ayudaba, pero no en la medida necesaria. Mis ingresos no eran suficientes como para mantener dos casas”.
“En ese momento, selló su sentencia. Si antes lo había hecho con esa triste anciana. ¿Por qué ahora no podría con este ser maligno? Esperé pacientemente el momento. No faltó el día en que aquejado por un fuerte resfriado, debí inyectarlo. Me dí el trabajo de hacerlo concienzudamente,  para no dejar huellas. Murió con una sonrisa en los labios, de un supuesto paro respiratorio. Justificación había, era diabético e hipertenso”.
 “Ya libre de la tiranía paterna, pude casarme con la que ahora es mi mujer. Formé una bonita familia, con varios hijos que siguieron al primero. Ella se convirtió en una compañera que llenaba mis días. Un hogar limpio y casi feliz. En cuanto a mi vida profesional, ya había dado sus buenos logros económicos”.
“Por largo tiempo, me olvidé  del asunto. Sin embargo, hubo posteriores situaciones en que el dolor de los enfermos terminales, a mi cargo, se me hacía insufrible.  Discretamente cambiaba medicamentos que sabía provocarían un colapso inmediato. Así, mis pacientes  partían a mejor vida con una sonrisa en su rostro y en mi mente quedaba el agrado de haberles evitado el sufrimiento. Con el correr de los días me convertí en la persona más querida entre los enfermos a mi cargo. Mientras había esperanzas de sobrevida yo trataba de brindarles todo tipo de atenciones. Cuando su situación ya estaba al borde, jugaba a Dios acelerando su fin. Siempre he pensado que mis habilidades se me dieron por algún designio. Nunca me cuestioné al respecto”.
“Pero nada es permanente. Pienso que fue esta acumulación de secretos y el hecho de poseer esa sensibilidad extrema ante el dolor ajeno, lo que contribuyó a dañarme, de manera que un día cualquiera empecé a sentirme enfermo. Me lo oculté con analgésicos automedicados. Cuando la situación ya estaba fuera de control, permití que un doctor amigo me revisara. Pronto obtuve la respuesta a mis molestias. Un cáncer agresivo me estaba devorando lentamente. Todo mi cuerpo estaba comprometido. Ya  no había esperanzas de mejoría”.
“Al comienzo pensé en luchar. Luego llegué a la conclusión, éste era un digno fin para un  frío asesino. ¡Sí, yo sabía que lo era!, pero la satisfacción que me dejó cada caso lo recompensaba. Dí paso al sufrimiento conciente. Esperaba poner fin a mis dolencias de la misma manera, como lo hiciera con los que me antecedieron”.       “Todos los días dejaba ese momento para el día siguiente. Pero esta vez la suerte no estuvo de mi lado,  una hemiplejia me inmovilizó totalmente”.
“Ya llevo mucho tiempo, no podría decir cuánto, inmóvil, incomunicado, sufriendo el  dolor de la transformación de mi cuerpo. Exudando un olor nauseabundo desde mi interior”.
“Pido a Dios en cada amanecer que este sea el último, pero es probable que  todavía deba purgar por más tiempo mis posibles faltas…”

El enfermero, mira el rostro del paciente recién fallecido con una sonrisa entre  conmiseración y afecto, le cierra lentamente sus ojos. Aprieta su boca entreabierta con una venda, desde el mentón hasta la cabeza. Tapa con lentitud su cara con la sábana. Luego cubre con  una gasa una jeringa  y una ampolla abierta que esperan sobre el velador y las  guarda en su bolsillo. Toma la ficha colgada en los pies de la cama, mira su reloj y anota todos los datos requeridos. La deja nuevamente encima del difunto.
Luego abre la ventana, por donde entra un luminoso rayo de sol mañanero, que hace brillar las verdes ramas de un árbol cercano. Avanza hacia la puerta y su figura se diluye a través de la madera.

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