El circo
En
un terreno cerca de donde se ubica el Luna Park, –otrora un erial sombrío y
solitario propicio para las almas en pena– se instalaron hace tiempo unos
circos de mala muerte cuyas desgastadas lonas se iluminan por la helada bajo
los mercurios. Todos conforman un complejo circense de varias alas, la
principal de ellas, de lonas rosadas con vivos negros. De no ser que está
situado en cercanías de la zona céntrica, su aspecto no podría atraer ni a los
linyeras, mucho menos a un niño moderno ávido de diversión sofisticada.
Eran las vísperas
electorales de mayo del 95, cuando arremetió por la noche un frío húmedo, de
esos que a uno le cala los huesos. Como el sueño parecía no venir, decidí
pernoctar en las adyacencias de este complejo para intentar hallar las razones
de su estado deplorable. Me abrigué y tomé todos los recaudos para que el frío
no me frustrase esta investigación, algo peculiar, por cierto.
Mientras circundaba las paredes del terreno, un
sinfín de pintadas propagandistas distraían más por la suciedad que ofrecían
que por las propuestas de campaña. Para desgracia del complejo, esto empeoraba
su aspecto. Alcancé a ver a través de un hueco cómo dos cachorritos de pastor
alemán – en el sector del circo rosado – jugaban incansablemente mientras su
madre dormía incómoda en un rincón de su jaula; digo incómoda porque estaba
acurrucada con su cabeza hacia abajo y cubierta con unas pocas mantas; su
cántaro tenía poca agua y había restos de carne cortados en jirones dispersos
por todos lados; en los circos contiguos reinaban también el desorden y la mugre;
en la jaula de los gorilas – en el circo verde – faltaban dos barrotes, con lo
cual se corría riesgo de que las bestias pudieran sublevarse y escapar;
enfrente, – en otro de los circos – la jaula de los buitres contaba con
excrementos y objetos por doquier: cables, zapatos, telas harapientas y frutas
podridas; y ni hablar de la jaula de los perros sabuesos – en el cuarto circo –
de cuyo techo pendían unas chapas finas, en apariencia afiladas, con el riesgo
para los canes de quedar atravesados por esta versión ordinaria de Espada de
Damocles. Más atrás, cerca de lo que parecían ser los camarines, había un
lodazal digno de un potrero donde el único sereno del lugar pasaba entre las
aguas chapoteantes como por un campo minado.
Trascartón vi salir raudamente por una puerta a dos
borrachos tambaleantes. Se decían cosas entre ellos, pero no interpreté
palabras sino más bien jerigonzas; uno de ellos llevaba colgando en su cuello
unos zapatos largos y deformes; el otro agitaba un saco gris y hacía
morisquetas todo el tiempo. Ambos no paraban de reírse. Comprendí enseguida que
aquellos desorbitados tipos eran, nada menos, que los payasos.
Ver todo este panorama me resultó escalofriante. Era
tal vez el lado oscuro de un mundo donde a todos por igual nos provoca ternura
todavía. Pero... ¿cómo era posible? ¿Cómo podía este marco penoso contraponerse
tanto a la magia de un circo? Es cierto que en determinadas circunstancias dos
polaridades pueden compartir espacios e incluso convivir. Pero esto me
desconcertaba.
Llegó el día del debut de los circos. Con la
esperanza de no encontrarme con un espectáculo acorde con sus bambalinas,
aproveché la ocasión para llevar a uno de mis sobrinitos, quien sirvió de
excusa para incluirme en la diversión.
Al terminar el número de acrobacia, fui por unos
refrescos. En ese ínterin, en el sector de las boleterías, un grupo de personas
se agolpaba como si fuera a provocar un motín. El motivo era una ambulancia
veterinaria que se acercó al lugar con una sirena ensordecedora. “¿Qué pasó,
qué pasó?” – inquirían todos al unísono.
No hubo respuestas. Un silencio cómplice se adueñó
de los labios de los médicos, quienes se hicieron responsables de la situación
de inmediato (aunque... no tan responsables).
Yo – probablemente uno de los más curiosos – me
acerqué a la camilla donde yacía un pobre perro que acababa de morir. Ni
siquiera su lecho último estaba en condiciones para una muerte más digna. No
eran éstas unas exequias adecuadas para quien fuera el “mejor amigo del
hombre”. A la camilla le faltaban dos rueditas y las sábanas que cubrían el
cadáver apestaban de sucias y malolientes.
— Murió de viejo – afirmó uno de los camilleros,
mirándome a los ojos.
— ¿De viejo? –pregunté.
— Sí, de viejo; una simple muerte natural.
Sospeché
que me faltaba a la verdad. Como el muchacho advirtió en mí una mirada suspicaz
se resignó a la dramática revelación:
— Mirá flaco... no murió de viejo – reconoció con
bronca – pero más vale que esto pase como muerte natural porque sino se va
armar un quilombo bárbaro...
Localicé después al médico a cargo de este embrollo.
Me confirmó, en total secreto, que el animal había muerto en realidad por
inanición. Pero aquí no terminaba la tragedia. Según versión del mismo médico
hubo que lamentar otra víctima: un perrito, que al advertir a su padre muerto
salió enloquecido de la jaula – o asustado, sólo Dios sabe – aprovechándose de
sus pequeñas dimensiones que le permitían aún pasar por entre los barrotes. Fue
sorprendido afuera por un mastín que vigilaba el lugar. Nadie explica el porqué,
pero al ver el frenesí del cachorrito lo mató en el acto de un tarascón.
El
médico me pidió que no hiciera correr la voz para evitar conflictos con la
Sociedad Protectora de Animales. No creo que dure mucho tiempo el secreto, ya
que hubo varios testigos de lo ocurrido.
Instalados en nuestros asientos, estaba por comenzar
el número de los payasos, mientras mi diminuto compañero se arrellanaba en su
butaca con pochoclos en mano. Aquellos eran los mismos payasos que había visto
esa noche fría, dando pena de sí mismos y por el ambiente que los rodeaba.
Recordé en ese momento todo aquel panorama triste y deplorable, donde la mugre
y lo chabacano estaban a la orden del día. Y como si esto fuera poco... ¡dos
animales muertos por negligencia!
Mi sobrinito se reía mucho con esos payasos. Giré la
vista a mi alrededor y todos se reían. A mí no me pareció gracioso, pero...
tuve que reírme igual.
INSAURRALDE,
Alejandro. "El circo", Entre vivencias y visiones, 2da.
edición, Sabor artístico, 2013, pág 17.
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