martes, 22 de julio de 2014

Alejandro Insaurralde-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2014

El circo


En un terreno cerca de donde se ubica el Luna Park, –otrora un erial sombrío y solitario propicio para las almas en pena– se instalaron hace tiempo unos circos de mala muerte cuyas desgastadas lonas se iluminan por la helada bajo los mercurios. Todos conforman un complejo circense de varias alas, la principal de ellas, de lonas rosadas con vivos negros. De no ser que está situado en cercanías de la zona céntrica, su aspecto no podría atraer ni a los linyeras, mucho menos a un niño moderno ávido de diversión sofisticada.
Eran las vísperas electorales de mayo del 95, cuando arremetió por la noche un frío húmedo, de esos que a uno le cala los huesos. Como el sueño parecía no venir, decidí pernoctar en las adyacencias de este complejo para intentar hallar las razones de su estado deplorable. Me abrigué y tomé todos los recaudos para que el frío no me frustrase esta investigación, algo peculiar, por cierto.
Mientras circundaba las paredes del terreno, un sinfín de pintadas propagandistas distraían más por la suciedad que ofrecían que por las propuestas de campaña. Para desgracia del complejo, esto empeoraba su aspecto. Alcancé a ver a través de un hueco cómo dos cachorritos de pastor alemán – en el sector del circo rosado – jugaban incansablemente mientras su madre dormía incómoda en un rincón de su jaula; digo incómoda porque estaba acurrucada con su cabeza hacia abajo y cubierta con unas pocas mantas; su cántaro tenía poca agua y había restos de carne cortados en jirones dispersos por todos lados; en los circos contiguos reinaban también el desorden y la mugre; en la jaula de los gorilas – en el circo verde – faltaban dos barrotes, con lo cual se corría riesgo de que las bestias pudieran sublevarse y escapar; enfrente, – en otro de los circos – la jaula de los buitres contaba con excrementos y objetos por doquier: cables, zapatos, telas harapientas y frutas podridas; y ni hablar de la jaula de los perros sabuesos – en el cuarto circo – de cuyo techo pendían unas chapas finas, en apariencia afiladas, con el riesgo para los canes de quedar atravesados por esta versión ordinaria de Espada de Damocles. Más atrás, cerca de lo que parecían ser los camarines, había un lodazal digno de un potrero donde el único sereno del lugar pasaba entre las aguas chapoteantes como por un campo minado.
Trascartón vi salir raudamente por una puerta a dos borrachos tambaleantes. Se decían cosas entre ellos, pero no interpreté palabras sino más bien jerigonzas; uno de ellos llevaba colgando en su cuello unos zapatos largos y deformes; el otro agitaba un saco gris y hacía morisquetas todo el tiempo. Ambos no paraban de reírse. Comprendí enseguida que aquellos desorbitados tipos eran, nada menos, que los payasos.
Ver todo este panorama me resultó escalofriante. Era tal vez el lado oscuro de un mundo donde a todos por igual nos provoca ternura todavía. Pero... ¿cómo era posible? ¿Cómo podía este marco penoso contraponerse tanto a la magia de un circo? Es cierto que en determinadas circunstancias dos polaridades pueden compartir espacios e incluso convivir. Pero esto me desconcertaba.
Llegó el día del debut de los circos. Con la esperanza de no encontrarme con un espectáculo acorde con sus bambalinas, aproveché la ocasión para llevar a uno de mis sobrinitos, quien sirvió de excusa para incluirme en la diversión.
Al terminar el número de acrobacia, fui por unos refrescos. En ese ínterin, en el sector de las boleterías, un grupo de personas se agolpaba como si fuera a provocar un motín. El motivo era una ambulancia veterinaria que se acercó al lugar con una sirena ensordecedora. “¿Qué pasó, qué pasó?” – inquirían todos al unísono.
No hubo respuestas. Un silencio cómplice se adueñó de los labios de los médicos, quienes se hicieron responsables de la situación de inmediato (aunque... no tan responsables).
Yo – probablemente uno de los más curiosos – me acerqué a la camilla donde yacía un pobre perro que acababa de morir. Ni siquiera su lecho último estaba en condiciones para una muerte más digna. No eran éstas unas exequias adecuadas para quien fuera el “mejor amigo del hombre”. A la camilla le faltaban dos rueditas y las sábanas que cubrían el cadáver apestaban de sucias y malolientes.
— Murió de viejo – afirmó uno de los camilleros, mirándome a los ojos.
— ¿De viejo? –pregunté.
— Sí, de viejo; una simple muerte natural.
Sospeché que me faltaba a la verdad. Como el muchacho advirtió en mí una mirada suspicaz se resignó a la dramática revelación:
— Mirá flaco... no murió de viejo – reconoció con bronca – pero más vale que esto pase como muerte natural porque sino se va armar un quilombo bárbaro...
Localicé después al médico a cargo de este embrollo. Me confirmó, en total secreto, que el animal había muerto en realidad por inanición. Pero aquí no terminaba la tragedia. Según versión del mismo médico hubo que lamentar otra víctima: un perrito, que al advertir a su padre muerto salió enloquecido de la jaula – o asustado, sólo Dios sabe – aprovechándose de sus pequeñas dimensiones que le permitían aún pasar por entre los barrotes. Fue sorprendido afuera por un mastín que vigilaba el lugar. Nadie explica el porqué, pero al ver el frenesí del cachorrito lo mató en el acto de un tarascón.
El médico me pidió que no hiciera correr la voz para evitar conflictos con la Sociedad Protectora de Animales. No creo que dure mucho tiempo el secreto, ya que hubo varios testigos de lo ocurrido.
Instalados en nuestros asientos, estaba por comenzar el número de los payasos, mientras mi diminuto compañero se arrellanaba en su butaca con pochoclos en mano. Aquellos eran los mismos payasos que había visto esa noche fría, dando pena de sí mismos y por el ambiente que los rodeaba. Recordé en ese momento todo aquel panorama triste y deplorable, donde la mugre y lo chabacano estaban a la orden del día. Y como si esto fuera poco... ¡dos animales muertos por negligencia!
Mi sobrinito se reía mucho con esos payasos. Giré la vista a mi alrededor y todos se reían. A mí no me pareció gracioso, pero... tuve que reírme igual.


INSAURRALDE, Alejandro. "El circo", Entre vivencias y visiones, 2da. edición, Sabor artístico, 2013, pág 17.

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