CACHITO
En una de las tantas
ocasiones en las que visitaba a mi amiga Adela, durante su convalecencia, me
refirió una historia tan conmovedora como simpática. Aunque confieso que el personaje
en cuestión me pareció, al principio, espeluznante. A tal punto que cuando
pasaba por el comedor trataba de mirar para otro lado. Su presencia me producía
escalofríos.
Es que el bicho, estaba
parado sobre una tablita lustrada de aproximadamente treinta centímetros por
diez, ocupando un lugar destacado sobre el aparador, escoltado por un juego de
mate, un cofre de madera pintado y botellitas de diversos colores y tamaños.
Allí se erguía incólume al
paso del tiempo. Al tacto era peludo y suave como Platero. Inmortalizado en una
postura que, supongo, la pericia del
taxidermista hizo que se viera como una
criatura feroz, a la vista de un desentendido como yo. Sus ojos eran dos
pequeñas cuentas brillantes, la mirada distante y a la vez detenida en una
presa imaginaria. La boca abierta mostraba unos pequeños dientes afilados. La
cola era larga y tiesa, estirada como
tratando de equilibrar el paso. Yo suponía que era un animal exótico traído de una
provincia del norte o comprado en algún cambalache donde nunca faltan estas
rarezas.
Hasta que se dio la
oportunidad de hablar del asunto y le pregunté a Adela. A lo que ella, con toda
naturalidad y entusiasmo me respondió: “Ah, Cachito”. ¡El bicho tenía nombre!
He aquí la historia de
Cachito.
A sus ochenta y tantos
años la sonrisa le iluminaba el rostro al evocarlo. Adela nació y se crió en el
barrio de Piñeiro, partido de Avellaneda. Sus padres emigraron de Armenia, país natal, huyendo de la
invasión turca a principios del siglo pasado. Primero llegó él, luego cuando vino
ella se casaron y tuvieron cuatro hijos. Adela era la mayor, después vinieron
tres varones.
La vida de la familia fue
muy dura, como en el caso de la mayoría de los inmigrantes. Teniendo que
realizar todo tipo de actividades para subsistir. Lograron alquilar una vivienda
con un amplio terreno en el que, como se acostumbraba, tenían sus propios
cultivos, además del infaltable gallinero. Manuel, así era como conocían al
padre de Adela en el barrio, ya que su nombre original era muy difícil de
pronunciar, instaló una peluquería. Por lo que se hizo muy conocido, teniendo
como clientes a casi todos sus vecinos.
A dos cuadras quedaba el
Riachuelo. Con todas sus curtiembres y galpones, era un lugar especial para la
proliferación de roedores, que tenían a maltraer a todo el vecindario. En la
peluquería, Manuel contó en una oportunidad como las ratas diezmaban el
gallinero, por lo que alguien le aconsejó comprar un hurón, ya que estos
animalitos eran excelentes cazadores y fácilmente domesticables. También le dijo
donde conseguirlo. Así fue que un domingo, acompañado de su hija, cruzaron el
viejo puente Victorino de la
Plaza y se dirigieron a la feria que se instalaba los fines
de semana sobre la porteña margen del ya entonces contaminado cauce de agua. Al
mediodía volvieron a casa con su nueva mascota.
Le ubicaron en un rincón,
un trapito de arpillera y un fuentón de zinc en el que gustoso se bañaba todos
los días, pero le encantaba dormir a los pies de la cama de Adela. Los niños
enseguida se encariñaron con él, no solo los de la casa sino también sus
amigos.
“Cachito fue el milagro de
la manzana”, recuerda Adela. En pocas semanas, trepando tapiales limpió el
lugar de roedores. La convivencia con el barrio fue excepcional y en poco
tiempo se hizo muy popular. Lindante por uno de los lados de la casa estaba la
panadería. El pobre panadero, cansado de ver las bolsas de harina perforadas,
aceptó gustoso la participación de este simpático animalito. “Lo que no hacía
la municipalidad, lo hizo Cachito”.
Pero toda historia tiene
sus claroscuros. Cierto día una vecina encontró una de sus gallinas muertas,
sospechaba del hurón y así se lo hizo saber a Manuel. El buen hombre, para no
tener problemas de vecindad, y con todo el dolor del alma decidió encerrarlo en
un jaulón en el fondo de su casa. Allí estaría cómodo y seguro, pero Cachito no
entendió el cambio y luchó por su ansiada libertad.
Lo descubrió el carbonero
al llevar una bolsa de maíz hasta el gallinero. Estaba ya sin vida, atascado en
un agujero que él mismo habría hecho, en el alambre de la jaula. Digno de todos
los honores, el barrio entero lo lloró. No sé cuanto tiempo estuvo con la
familia, pero sí sé que fue una tragedia descomunal.
Aunque el destino tenía planes para Cachito. El día
de la pérdida, Adela, que ya era adolescente, comentó el fatídico hecho con
alguien que casualmente conocía a un taxidermista y le propuso no desprenderse
del animal. Y así fue que quedó inmortalizado en el seno de la familia.
Adela creció, se mudó. Se casó, se
volvió a mudar. Desde que murió su padre, la madre había fallecido unos años antes,
ella fue en vida el fiel custodio del
hurón embalsamado y su recuerdo. No sé cual habrá sido el destino final
de este genio y figura, encarnado en la estampa del simpático animal, cuando su
dueña ya no pudo custodiarlo más. Por eso estas líneas pretenden, humildemente,
perpetuar sus andanzas por este mundo. Tal vez ahora se hallen ambos
correteando por los zaguanes y patios de las casas de Piñeiro, jugando a las
escondidas.
Margaritae_rod@yahoo.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario