SOLOS Y SOLAS
Lucho había picoteado gallinas de todas las
razas y colores a lo largo de su vida. Y en todo tipo de gallineros.
Casadas, viuditas, solteras: “para mí son todas peras en el árbol del amor”
decía Luchito.
Pero, cerca de los cuarenta y cinco, empezó a
sentir la soledad. Sus viejos ya no estaban.
Los amigos, compinches de correrías, tenían
pareja, casi todos con descendencia y al replantearse la realidad se empezó a
sentir medio tristón.
Durante la semana su rutina era: oficina, kiosco
y delivery. Se alimentaba mal. Mucha milanesa
frita. Mucha grasa. Mucho
colesterol envasado.
TYC Sports todo el domingo.
Ya no podía hacer tanta pinta.
Panzón, con una incipiente papada y unas
entradas bien pronunciadas a ambos lados de la frente. El lindo que las minas
relojeaban, lo había abandonado.
Decir piropos, no le daba la seguridad de encontrar una mujer.
Un “Solos y Solas” que alguien de la oficina le
había comentado le marcaron un rumbo.
El sábado se acicaló. Se perfumó con el
“Antonio Banderas” que le habían regalado sus compañeros el último cumpleaños y
con el traje gris que usaba en los velorios y los casamientos se dirigió al
salón de los encuentros.
Dejó el sobretodo en el guardarropa. Le sonrió
a la mina y se dispuso a entrar.
Le temblaban las rodillas, pero se prometió
ponerle el pecho. Y se lo puso nomás. El pecho y la labia que Dios le había
dado. Con ese don se sentía ganador.
Fue llegar al salón donde charlaban los solos
con las solas y verla. Estaba de espaldas. Alta. Delgada. Con un vestido negro
entallado. El cabello enrulado cayendo en cascada sobre los hombros.
Se fue acercando lentamente mientras iba
saludando con sonrisas a las que se cruzaban a su paso.
Cuando estuvo cerca se adelantó para hablarle.
-No hay nada que hacer. Todo entra
por los ojos, se dijo.
El Lagarto Juancho era hermoso a su lado. Mil
arrugas cinceladas en su rostro marcaban el paso del tiempo... Se alejó
disimuladamente prometiendo no entusiasmarse hasta constatar bien cual era la
mujer que elegiría para empezar a conocer.
Como si la mercadería estuviera expuesta en la
vidriera, él también se sentía parte de la muestra.
Charló con varias. Pero esa noche no encontró
nada.
Retiró su sobretodo. Le sonrío a la empleada del
guardarropa y cabizbajo, se fue a dormir.
El sábado siguiente se preparó y volvió a
realizar la operación de oferta y demanda en el mercado de valores de los
corazones solitarios.
Tampoco encontró nada, pero al retirarse reparó
en la mirada triste de la gordita del guardarropa. Se propuso hacerla sonreír.
Y entre charlas y risas terminaron tomando un café esa misma noche. Y varias
noches más. Y más. Y más. “Abrázame así,
que en la vida no hay nada mejor, que decirle que sí al corazón, cuando pide
cariño” Y él se lo susurraba al
oído, tratando de parecerse a Mario Clavell…
Hoy, la gordita del guardarropa vive en su
departamento. Se mudó llevando a sus dos hijitos que pelean y gritan todo el
día.
A su mesa se sumaron los panchos, las patitas
de pollo y los juguetitos de Mac Donald’s.
Él sigue mirando fútbol por televisión.
Como siempre es un placer leer tus trabajos. Cariños Rita.
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