SUCEDIÓ EN NOCHEBUENA
Así como las gotas de la primera lluvia bendicen la tierra después de un
tórrido verano, repartiendo sonrisas, el padre Gabriel, se paseaba de sala en
sala por los amplios pasillos de aquel hospital. Su deambular era siempre en el
área donde estaban los menores con enfermedades terminales. Cada pieza tenía
tres camas por lado, y dos, aquella en que los pequeños pasaban por sus últimos
días, apoyados con oxígeno, monitores y otros implementos que advertían
la gravedad de su
situación.
Bastante motivado por la muerte de sus padres en un accidente aéreo, el
joven había tomado los hábitos cuando estaba por terminar la carrera de
medicina. Apenas obtener aquel anhelado diploma, acudió a golpear la puerta del
noviciado, que algunos años después lo convertiría en sacerdote. Y desde que
decidiera darle esta dirección a su vida, había transcurrido bastante tiempo.
La congregación, en consideración a su poco, olvidada carrera y a la
religiosidad a toda prueba, le había encomendado asistir a pacientes infantiles
en situación extrema. A diario, aquellos pequeños, aún dentro de su estado
precario, lo esperaban ansiosos. La expresión bondadosa de su rostro y aquellas
manos que con sólo sentirlas en sus frentes, las caritas mustias y delgadas de
esos niños, parecían revivir.
El padre Gabo como le decían los niños y el personal, tenía una imagen
que lo caracterizaba. Había decidido desde hacía mucho, y con el permiso del
superior de la orden, dejarse crecer la barba hasta la altura del pecho, como
una forma de ocultar las emociones cuando le tocaba asistir a un pequeño a
punto de abandonar su malogrado cuerpecito. A sus setenticinco años, este
verdadero parapeto de dolorosas experiencias, lucía casi totalmente blanco, a
pesar de su andar ágil y resuelto, que insinuaba una obesidad insipiente. Los
chocolates y mermeladas eran su perdición.
Luisín, era uno de los pequeños que se encontraba en la última fase de
leucemia. A Gabriel le parecía increíble la resistencia del menor para dejar su
maltrecha humanidad. Sin poder evitarlo, interiormente rogaba a Dios le
permitiera pasar esa Nochebuena cerca de él, y sacar aunque fuera una sola
sonrisa de felicidad en aquella carita consumida por el mal. Faltaban dos días
y las enfermeras y auxiliares, en los ratos libres, permanecían afanadas
preparando las salas, confeccionando adornados arbolitos. Esa noche, al pasar
la última ronda, Gabriel descubrió con desagrado que todos los arreglos
navideños carecían de nacimientos. A la mañana siguiente, llamó al personal del
turno, aquellos largos años ejerciendo este ministerio se lo permitía.
-¡Tengo un malestar muy grande!- les dijo. - Por si lo han olvidado, esta
fiesta es de la cristiandad, y no es para exaltar costumbres foráneas sobre
leyendas de Papá Noel, Santa Claus, Viejito de Pascua o como quiera llamársele,
y árboles adornados con un cuanto hay. Esta fiesta es para recordar el
nacimiento del Niño de Belén, Jesús, nuestro Salvador.
Irma, una de las auxiliares con más edad tomó la palabra. - Padre,
perdone usted, pero yo tuve un hijo que murió en una de estas salas, y siempre
lo alimenté con ilusiones. Aunque sabía que no eran ciertas, lo hicieron feliz
hasta que cerró sus ojitos. –La mujer no pudo seguir hablando, porque un
llanto silencioso le afloró en el rostro.
-Aún así y con el respeto que me causa su dolor, estimada Irma.
Entiendo que ustedes hacen esto con la mejor intención, pero a cada cosa debe
dársele la importancia que merece, y más, tratándose de algo tan importante
para los que nos sentimos cristianos. Por ello, les ruego sacar tanto brillo de
las salas y de los arbolitos, y yo solicitaré fondos para comprar tantos
nacimientos, como salas tenga esta área.- Las mujeres bajaron la cabeza y
cada cual partió a cumplir con sus obligaciones.
Esa noche al invocar a Dios en sus oraciones, Gabriel recordó sus
instrucciones respecto a los festejos navideños y reconoció haber sido un poco
duro en el trato con el personal. De todas maneras, antes de ir al hospital, compraría
varios nacimientos. Consideraba que alguien debía poner orden ante aquel
consumismo loco, que aparecía en esta fiesta tan trascendental para la iglesia.
Se acomodó en el lecho y se durmió casi al segundo.
Al día siguiente despertó conmocionado. Algo había sucedido durante su
reposo. Recordaba vívido el sueño que lo había angustiado seriamente,
tanto como si hubiera sido una pesadilla terrorífica.
“Estaba en un restaurante elegantísimo, sentado frente a una mesa
surtida con los más ricos manjares de su preferencia y un mozo dispuesto a
atenderlo en los mínimos detalles. La mesa coincidía con una ventana. Mientras
se aprontaba a comenzar, colocándose la gran servilleta, vio asomada la
macilenta carita de un pequeño. Uno tan igual como aquellos que estaban de paso
en las salas que él a diario visitaba. Su delgado rostro estaba triste y
hambriento. No le cupo duda que gran parte de aquella ración la guardaría y a
la salida la compartiría con el niño. Tomó los cubiertos y se dispuso a
degustar aquellos manjares que bien sabía, los merecía con creces. Al probar el
primer bocado descubrió que no tenía sabor, sólo alcanzaba a sentir su volumen
dentro de la boca. Por más que forzaba sus papilas, ellas no entregaban
respuesta. Aquellos apetitosos manjares ni siquiera tenían el gusto propio de
los alimentos. Le colocó de todos los aliños que estaban delante del plato, aún
así, nada consiguió.
-¡Mozo, por favor! Dígame ¿por qué esta comida no tiene sabor?- Le he
colocado todo tipo de condimentos y no siento absolutamente nada. Pienso que me
sentiré mal si me la trago.
El mozo le respondió: – Perdone usted, padre, pero se nos acabó un
condimento muy importante y debimos prescindir de él en su cena. Se lo puedo
asegurar que mañana, víspera de Navidad, nuevamente nos llegará.-
Intrigado Gabriel le preguntó: – ¿Y cuál podría ser ese condimento
mágico?
– ¿Qué raro que usted no lo sepa padre?
-¡Lo lamento, pero no lo sé!, ni se me ocurre qué podría ser. Le contestó, agregando –
Le agradecería si usted me lo dice.
El mozo con cara de circunstancias le respondió. -Se llama Esperanza,
padre, y es aquel que se nos acaba más rápido”.
Iba a responder, cuando de pronto sonó el despertador y el sueño se
interrumpió.
Esa noche de Navidad, a los niños en grave estado se les veía más
abatidos que nunca, a veces cruzaban una que otra palabra forzados por
las enfermeras. De pronto, vieron aparecer a un barbado anciano vestido de
rojo, con una gran bolsa en la espalda y que reía con un Jo, Jo, Jo contagioso.
Verlo e incorporarse dentro de las dolorosas posibilidades de cada uno, fueron
una sola cosa. Luisín gritó a los otros niños.
-¡Amigos, yo les había dicho!, el padre Gabo es Santa Claus. Estaba
seguro que esta noche vendría. - ¡Sí, lo sabía, yo lo sabía!, yo estaba seguro
que se disfrazaba de padre y estaba siempre con nosotros.
Gabriel se acercó donde el pequeño con los ojos húmedos y le dijo. –
Dime Luisín, qué quieres como regalo de Navidad.
El niño sin pensarlo mucho contestó. –Santa, yo quiero un cuerpo
nuevo… que esté sanito. Este que tengo, ya no me sirve… Y mis amigos también
quieren lo mismo.
Gabriel miró al resto de los niños y todos asintieron con sus macilentas
caritas, ahora alegres.
Tragando lágrimas, les respondió –Bien, le diré al Niño Jesús que les
conceda tal pedido, de momento les traje golosinas, de aquellas que pueden
comer, con un saludo de María y José que se han quedado celebrando el
cumpleaños de su hijo.
Esa noche fue de verdadero jolgorio para los pequeños, no les cupo la
menor duda que efectivamente era Santa Claus quien los había visitado, y a
quien durante el resto del año, tenían a diario como el Padre Gabo.
Posteriormente, Gabriel despidió a cada uno de esos niños quienes
fallecieron con una sonrisa en el rostro y, más de alguna de las madres de
aquellos pequeños, pronto anunció una nueva maternidad. No quiso sacar ninguna
conclusión, tan sólo había sucedido…
Talvez, un milagro de Nochebuena.
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