TEORIA
LITERARIA CONTEMPORANEA
En su ensayo “Nicanor Parra: el poeta de
la demolición”, Javier Aranda Luna asume que Parra ha deconstruido la lírica
tradicional:
… [Parra] repudia la
poesía de gafas obscuras de capa y espada, de sombrero alón. Descree de los
signos cabalísticos, de las ninfas y tritones para su quehacer poético. No sólo
(sic) eso: sostiene que los poetas de la retórica vacua deben ser procesados
por construir castillos en el aire, malgastar el espacio y el tiempo redactando
sonetos a la luna o por agrupar palabras al azar a la última moda de París.1
Así como en su ensayo
Aranda Luna pareciera adherirse
triunfalistamente a una moda literaria,2 otros autores lo hacen con respecto a
teorías literarias que, entre otras cosas, propugnan la autonomía de los textos
con relación a sus autores, un signo ideológico inequívoco de la teoría
literaria posmoderna. En este ensayo abordaré un tema complejo, debatido y
amplio: aquella teoría literaria contemporánea de moda hoy en el contexto de la
crítica de textos, incluyendo los bíblicos, que
deconstruye la intención comunicativa de los autores y, por ende,
defiende la autonomía de los textos con respecto a sus creadores y amina a una
crítica de la misma naturaleza.
Un concepto que continúa
generando debate acalorado es el de la intención autoral, es decir, aquella
intención comunicativa de los autores vía texto. Desde aproximadamente los años
treinta y cuarenta del siglo veinte anterior, la mayoría de teóricos literarios
(René Wellek, Austin Warren, W. K. Wimsatt, Monroe C. Beardsley y otros), y amantes de la literatura en
general, sostienen que los textos poseen significado o sentido como sistemas
autónomos de signos y significados, lo que quiere decir independientemente de sus autores quienes los
producen. Y denominan “falacia de la intención” a la expresión comunicativa del
poeta y a la exploración de la misma, por cuanto se la entiende erróneamente
como plan subyacente en la mente del autor; sobre esta base, se afirma que tal plan mental interno de los
autores es imposible de recuperar en los textos y, si lo fuese, sería
irrelevante al significado de los mismos. De ahí que no solo cualquier
evidencia externa (el contexto de vida del autor, por ejemplo) en la crítica
literaria de los textos se le niegue relevancia, sino que también se declare la
autonomía de los textos y se opaque a la vez la objetividad de los mismos.
En 1968, Roland Barthes canonizaría
tal autonomía en su célebre ensayo “The Death of the Author” (“La muerte del
autor”). En este ensayo, Barthes se queja de que:
Aún (sic) impera el
autor en los manuales de historia literaria, las bibliografías de escritores,
las entrevistas en revistas, y hasta en la conciencia misma de los literatos,
que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario
íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común
tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus
gustos, sus pasiones; la crítica aún (sic) consiste, la mayoría de las veces,
en decir que la obra de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la
de Van Gogh, su locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se
busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o
menos transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una
sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus “confidencias”.
Más adelante, declara:
…un texto está formado
por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras,
establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en
el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta
hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se
inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una
escritura.
Se podría señalar algunas
consecuencias de la teoría literaria anterior. Una es que la crítica literaria tradicional es ahora
acusada, entre otras cosas, de confundir el significado de los textos con sus
orígenes históricos y, por lo tanto, de ser ingenua y de no estar al día. Otra
es que se tiende a nublar el rol del autor (el poeta) como genio creativo y a
rechazar la noción de poema como expresión personal de ese autor; por el
contrario, se tiende ahora a sobrevalorar el papel del lector en su lectura o
crítica de los textos, pues la intención del autor es irrecuperable e
indeseable como criterio o clave hermenéutica para el éxito de una obra de arte
literario, y no existe significado o sentido alguno codificado en ella. Así
como se piensa hoy que el poeta ha de renunciar a la razón y entregarse a la
intuición y a su caudaloso mundo del inconsciente (Margarita Carrera, siguiendo
a Freud), la crítica hoy ha de hacerlo con respecto al autor y a su intención
comunicativa y quedarse solo con lo que el texto (léase el lector) pueda
significar.
En una dirección positiva,
la anterior teoría literaria ha contribuido a una nueva comprensión de la
naturaleza de los textos literarios. Pero tal cosa nos motiva a reflexionar todavía más sobre este tema antes
de seguir seducidos ya sea por aquella teoría que ahora es considerada
positivista (Barthes) y moderna, o por aquella posmoderna actual a la que nos
hemos referido. Es lo que trataremos en el próximo ensayo.
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