BALDOSAS ROTAS
Recién cumplidos los 18, yo era casi un niño
luchando junto a mis compañeros de secundaria por el boleto estudiantil en la
ciudad de La Plata.
Mi padre me dio todo el apoyo, pero el profesional
recomendó que me fuera a otro país.
Nos decidimos por España. Unos tíos de mi padre
me darían alojamiento en su casa y podría trabajar en la fábrica de embutidos
de la familia.
A los dos días, en una valija, amontoné los
recuerdos de mi juventud partida en dos y volé sobre océanos de pesadumbre y tristeza.
Pero, mi primer amor había echado raíces fuertes.
Ella estaba en otra división y juntos militábamos
en las villas haciendo trabajos
voluntarios.
La primera vez que hablamos, ella trastabilló
con una baldosa rota. Se cayó y la ayudé a levantarse.
Al momento sentimos mutua atracción.
Nunca nos había sucedido algo así.
Se llamaba Mariana.
Varias pasiones teníamos en común: la política,
la militancia, el rock, Almendra, Serú Girán y el amor por los “Pincha Rata”
Aquel setiembre del 76 fue el más negro de mi
vida. Y lo peor no había llegado aún.
Esa semana había viajado a Córdoba
Por eso no fui uno más de los que arrancaron de
sus casas con la promesa de que serían devueltos en pocas horas.
Mi vida en España fue terrible, no por el trato
sino por la falta de noticias sobre mis amigos.
Permanentemente el pensamiento me llevaba a
Mariana y mis compañeros.
Fueron siete años de desolación.
Asilado en la fábrica de embutidos, entre
tripas de chanchos, sangre de cerdo y carne
picada trataba de olvidar, pero la memoria era un boomerang.
No sólo el recuerdo me perseguía, sino el remordimiento por no haber estado con ellos.
En el 83 volví y declaré en la Conadep.
Seis de mis compañeros nunca aparecieron. Entre
ellos Mariana.
Los que volvieron relataron.
Habían sido torturados durante meses.
Ayer regresé a La Plata. Pasé por
mi viejo colegio. Me costó reconocerlo.
Trastabillando en mi memoria y en
las baldosas rotas, la sentí a mi lado.
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