TREN AL PUERTO
Ese atardecer
llegamos con bastante anticipación a la estación para tomar el tren que nos
retornaría de Santiago a Valparaíso. Iba tomada de la mano de mi madre a quien
evoco luciendo un rostro juvenil y un caminar ágil y seguro.
Había sido un día de mucho ajetreo, una aventura
estar por unas horas en la casa del parrón y conocer a su dueña por primera
vez. Mi mamá me la presentó como la abuelita Cristobalina, aunque realmente no
lo era, seguramente ese parentesco lo daban los muchos años que se advertían en
un rostro sembrado de arruguitas, y por ello merecía tal tratamiento. Y aunque
no guardé un recuerdo completo de ella, ese día para mí, fue doblemente un gran
recreo porque pude gozar de la compañía y mimos de la tía Noemí, su hija, a
quien siempre distinguí entre los parientes que de vez en cuando nos llegaban a
visitar a nuestra casa, en Valparaíso.
La vivienda era una antigua construcción de adobe,
ubicada en la calle Urrutia; una calle cortita del antiguo barrio Recoleta.
Cuando nos bajamos del carro, me pareció ser observada permanentemente por algo
enorme, yo nunca había estado cerca de una cosa igual, pensé que era una
montaña. Ésta empezaba justamente cruzando la avenida y desde la misma vereda.
Mamá me explicó que era sólo un cerro y su nombre era Blanco. Entre tanta cosa
nueva que pude conocer, ese día se me pasó volando, el tiempo corrió casi sin
darme cuenta y ya debíamos regresar a casa.
El sol recién se
estaba ocultando cuando llegamos a la estación. Mapocho me pareció un lugar
inmenso que albergaba trenes y más trenes y en ese momento un mar humano iba y
venía por aquellos largos andenes. Pensé que éstos no llegaban a ninguna parte,
porque desde donde estábamos no pude saber donde terminaban, solamente me
parecieron muy extensos. Al que arribamos en esta ocasión correspondía a los
pasajeros que esperaban el último tren a Puerto. En el suelo, también en la
espera, había muchos y variados bultos que iban desde; maletas de madera, de
mimbre o las más elegantes de lustroso cuero y también paquetes de todos
tamaños, envueltos en papel café o de diario. No faltando los canastitos del
“tente en pie” y una que otra gallina amarrada de las patas.
Por fin apareció el
tren y lentamente fue a colocarse junto al sitio de espera. Los vagones todos
de color oscuro y las numerosas ventanillas a ambos lados, simulaban una larga
y enorme serpiente que se desplazaba montada en dos líneas metálicas, que
¡seguro! llegaban a mi ciudad. Mientras la locomotora resoplaba un espeso humo por
todas partes, con un olor extraño y desagradable que envolvía todo el ambiente.
La chimenea estaba cubierta con un gorro muy parecido al de la malvada bruja y
esto me causó un poco de miedo. Mamá me tranquilizó explicándome que la
locomotora funcionaba con carbón y a ello se debía ese olor tan penetrante que salía por debajo de ese gorro
negro.
El primer pitazo del
inspector indicó que el tren estaba a punto de iniciar el viaje. Esos pitazos
se repetirían muchas veces a lo largo de todo el trayecto y en todas las
estaciones, para señalar al maquinista que los pasajeros habían bajado o subido
al tren. Nosotras ya estábamos instaladas en un asiento con ventanas contrarias
al último resplandor del sol. Luego se inició un acompasado sonido, asociado al
lento movimiento de los carros para salir de su inmovilidad y emprender su
viaje rumbo a Valparaíso.
-¡Señora, su boleto!-
dijo el inspector vestido de traje azul y gorro con visera del mismo color. Su
boca la ocultaba un gran bigote negro y en la mano izquierda llevaba un aparato
metálico que hacía sonar constantemente, lo cual despertó mi curiosidad.
-Aquí está, señor-
dijo mamá, mostrando un pequeño cartoncito plomo con letras rojas. El hombre,
con un certero apretar de su herramienta, sacó un trocito que indicaba la
revisión. Así, de persona en persona y en un caminar haciendo gala de increíble
equilibrio, iba y venía por el vagón de segunda clase, sin que ningún pasajero se
le escapara. Un momento después, otro señor, ahora de chaqueta blanca, hizo
aparición balanceando en alto y por sobre su cabeza, una enorme bandeja que
llevaba brillantes jarras y tazas. En la otra mano, sujetaba un pequeño canasto
con ordenados paquetitos blancos que despedían un sabroso olor a pan fresco.
-¡Té, café, calentito! ¡Sánguches de queso y jamón!- voceaba
desplazándose con maestría, sin la menor dificultad en su quehacer de vender
servicio a los pasajeros. Varios de ellos solicitaron su atención. Entonces,
ahí mismo y sin gran protocolo, les pasó taza platillo y cuchara y les sirvió la
oscura infusión según el pedido, junto con apetitoso paquetito.
Más tarde pasó el
mismo vendedor, promocionando una nueva mercadería: -Aloja de culén, malta, bilz y
pílsener- . Ahora eran refrescos con unas curiosas pajitas amarillas –mamá
me dijo que eran de trigo- mientras tanto, el tren pasaba estación tras
estación, todas pintadas de blanco. La única diferencia era el entorno y un
letrero que indicaba el punto donde se detenía.
Desde la ventana, me entretuve en observar los
floridos “dedales de oro” de un anaranjado fuerte, matizado con otras flores de
color celeste, así como lucía el cielo que nos había acompañado en este
caluroso día de verano. Sus tonos y formas convertían el empedrado, próximo a
la línea férrea, en un verdadero jardín natural que daba gran armonía a la
ruta.
Mamá me compró una
botella ambarina, cuyo abundante contenido sabía a gloria, con sabor a naranja,
acompañado por unos sabrosos alfajores de La Ligua, comprados a las vendedoras de Llay-Llay.
Realmente curioso resultaba verlas a todas vestidas de blanco desde la cabeza a
los pies, voceando sus productos desde el andén y atendiendo a sus clientes por
las ventanillas. En esta estación, casi todos los pasajeros compraron de
aquellos pastelillos porque el convoy estuvo detenido por mucho tiempo. Al
parecer había una combinación con destino a Los Andes, aunque no pude entender,
ni cómo ni dónde ocurría esto. Lo cierto es que en esta larga espera, mamá me
dejó deambular por el vagón para estirar las piernas y distraerme observando a
los vecinos de asiento.
Ya muchos de ellos habían dado cuenta del canastito
de mano. Se apreciaba en el ambiente un suave olor a huevo duro, pan de campo y
trutro cocido de gallina. Sólo algunas migas esparcidas en el suelo quedaban
como recuerdo de la merienda, mientras el albo mantel de saco volvía a su sitio
dentro del canasto. El agrado anterior predisponía a iniciar una conversación a
media voz, comentando los sucesos de ese día. Al parecer, la mayoría de
aquellas personas habían estado de visita en casa de parientes, y al igual que
nosotras, estaban de regreso a sus hogares.
Empezó
a oscurecer, el paisaje se había apagado casi sin darnos cuenta. Mamá me
acurrucó en su pecho blando y perfumado, donde siempre me adormilaba. Sin duda
era mi refugio preferido, olía a juventud, a jabón “Rococó”, con aquel suave
olor a lavanda que a mi tanto me agradaba. Después de varias horas de viaje, no
podía ser de otra forma, las duras maderas del asiento me causaban una severa
molestia en piernas y nalgas; sin embargo, no quería perderme nada de lo que
sucedía a mi alrededor, sólo que mis ojos se negaban a seguir abiertos…tenía
demasiado sueño.
Medio
transpuesta, escuché el suave y persistente “ta tam-ta tam”, “tam-tatam”, “tatam-tatam”,“tatam-tatam”…
…De
pronto, el silbido del tren perforó la noche de mi sueño y bruscamente se
transformó en el desagradable zumbido de mi celular, despertándome cruelmente
para iniciar mi jornada diaria; mucho más de medio siglo después.
R. ASCENSION REYES-ELGUETA. /Abril-2004.
PRIMER TRABAJO
PRESENTADO AL “CÍRCULO DE ESCRITORES” PARA SER INCORPORADA A LA INSTITUCIÓN.
ENVIADO AL CONCURSO
“JUAN GUZMÁN CRUCHAGA”2004.
Publicado en mi primer
libro: “ENTRE CUENTO I RELATO @ OBSERVANDO LA VIDA” 2006 y reeditado el año 2012.
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