Ayer
Casas sin rejas,
abiertas,
perillas en la cocina, el
baño,
los dormitorios, los
botones no manejaban todo
tenían límites.
Soldaditos de plomo,
muñecas de trapo,
pelotas de trapo, retazos
de algún vestido
viejo de las abuelas.
Tele, un rato, primero
los deberes de la escuela,
las cuentas con los
deditos la mejor vitamina para las
neuronas.
Oraciones a mano, sujeto
–¡libre!- y predicado,
guardapolvo almidonado
para ir a la escuela del
barrio, pública, libre,
desatada de dogmas
de culpas, de mentiras.
Oídos atentos escuchando
a las calandrias,
al viento, a las moscas y
su pegajoso tzzzz-tzzzz,
el crujir de la escarcha
en las mañanas
de invierno sin polución.
Y al peligro, si acaso
anduviera suelto.
Mamá tendiendo la mesa con
olor a lavandina
y a vainilla y limón del
bizcochuelo
en sus manos ásperas de
caricia tibia.
Cada día el
descubrimiento de alguna arruga nueva
en su carita de luna con
ojazos de ternura.
Las arrugas no ofendían,
apenas producían
un mohín al asomarse de prepo,
eran el paso del tiempo
que dejaba
sus huellas en su rostro
de madre,
de hembra, compañera.
Los menores en la
escuela,
a nadie se le ocurría que
había que llevarlos presos.
Los padres en el trabajo
y nunca alcanzó la plata
para los trabajadores. ¡Nunca!
Sobraba la honestidad y
el calor en el hogar.
-Don Juan, después se lo
pago
-vaya tranquila señora.
Día de cobro, algún
lujito en la casa, todos juntos.
-¿Qué le debo don Juan?
Gracias por todo,
en un altar la palabra,
no había mejor garantía.
Eran tiempos de culto al
respeto y “gracias” un cascabel
que alimentaba a la vida.
Hoy
Casas con rejas, los
botones mataron a las perillas,
los soldaditos murieron
en alguna guerra absurda
nacida en el culo de una
botella de wisky
de alguien que los mandó
al frente
y se escondió como rata
debajo de sus galones
a la sombra de una cruz
en la oficina.
Muñecas de plástico,
almas de plástico,
rostros de plástico,
plástico, plástico.
Tele basura,
las tareas conectados a
algún aparato
tecno si es que nos queda
tiempo, si no da igual.
¿chateamos boludo? Total
no hay nadie en casa, ni
se enteran.
Las cuentas sin los
deditos, con máquinas inteligentes.
Oraciones yo tengo, yo
quiero, yo compro.
Yo, yo, yo, el virus del
yoísmo
¡Y la vacuna tan lejos!
Moda que nos uniforma, pantalones
rotos
que se compran muy caros.
Oídos atrapados entre
cables de “hight fidelity”
y el autismo, tristísima
enfermedad, entronizada,
¡nos autistaron!
tras auriculares de
plástico –otra vez plástico- y alta
definición indefinida.
Tomates con glifosato,
frutas y semillas transgénicas,
conservantes permitidos,
colorantes,
la fecha de vencimiento
en el dorso
del envase, junto a un
código de barras
distintivo de los monopolios
que nos explotan a vos, a
mí, a nosotros.
Ya no más arruguitas, al
tiempo lo detienen
droguerías en alza con
inyecciones de laboratorio
¿Vivimos más o tan solo
vamos muriendo de a poco?
¡Quién lo supiera!
Los menores en las
calles, en funerales de sueños,
quieren matarlos a todos,
si son jóvenes son malos
a menos que tengan plata
o familia de renombre.
O transas con algún
puntero.
A padres desocupados, la
droga le quita
el hambre a sus hijos. A
otros les da trabajo y estatus.
Si la plata no alcanza de
algo hay que vivir
O morir
o hacer morir a otros con
tal de estar mejor,
con tal de dejar de
sufrir, total,
ya, da lo mismo.
Murió don Juan, murió por
asesinato,
nadie nos dice
-vaya tranquila señora.
(Otra vez, qué
incongruencia) el plástico lo reemplazó
y la plata, doña reina
del asco, borrando el paso del
tiempo paralizando la sonrisa
libre
que ahora está sujetada,
estática, fría
convertida en mueca de
payaso absurdo,
copiando el rasgo de las
muñecas de plástico.
Los “cerebros” del mundo
celebran impávidos
el holocausto de las
neuronas,
fallecidas en masa,
a-se-si-na-das
en esta guerra no
declarada, inadvertida,
donde no hay hospitales
para salvarlas de la
metralla de mensajes
permanentes.
Mientras siguen
estallando
como vidrios rotos, los
fragmentos de ayeres despedazados
que alcanzaron a los
“hoy” agonizantes.
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