NO SE MARCHAN LOS CUERVOS
1
Es de noche.
Estoy sentado sobre el pasto, bajo la luz de la luna y las estrellas… Se me ha
hecho costumbre venir aquí a estas horas, siempre y cuando asome en el cielo
una luna henchida y satisfecha, una perla brillante bajo la cual disfruto de la
lectura de mi libro. El texto adquiere un profundo misticismo toda vez que las
páginas resplandecen bajo el halo lívido que discurre desde aquél pedazo de
cuarzo redondeado y encendido en lo alto.
Me encuentro en el centro de una depresión circular en el terreno,
rodeada ésta por una carretera que se eleva hasta perderse por entre los
frondosos cerros que asoman a mis espaldas, y de cuyas alturas desciende
perezosamente una neblina extraña, densa y tibia que, por momentos, sólo por
momentos, se retuerce en siniestros bailoteos a causa del viento.
Nunca antes me vi rodeado por una bruma de tales características; de
amerengada densidad, no sólo hiede a fiebre y a enfermedad, sino que adopta
formas inexplicables: ante mis ojos aparece una lechosa edificación que me
parece conocida, pero antes de que pueda observarla con mayor detenimiento, el
viento la derrumba con suma facilidad.
Ahora, sendas figuras blanquecinas se suceden unas a otras en el aire:
un salón, un jardín, una angosta escalera, un salón aún más grande y
terriblemente tétrico. Todas estas cosas, todas estas escenas, aparecen
dibujadas ante mí con sumo detalle, y contrastan con el telón mortecino que
veda al cielo lejano.
Finalmente, tras luchar una vez más contra el viento, la sospechosa
fosca se retuerce, se arremolina y se abalanza como una fantasmagórica ola en
dirección a la ciudad. Pero, al cabo de unos segundos, estalla como si hubiese
impactado contra formaciones rocosas invisibles, y se desmorona con espumosa
solemnidad sobre la avenida que se extiende hacia la zona céntrica.
La avenida parece haber quedado cubierta en toda su extensión por la
espumante y resplandeciente niebla. Y por algún motivo, a mí no me cabe duda de
que aquel espectáculo no es un mero capricho de la naturaleza; estoy seguro de
que me están indicando el camino.
A medida que avanzo, mis pasos van dejando surcos en el colchón
neblinoso y de ignoto origen. Con mi libro bajo el brazo, miro de vez en cuando
a mis espaldas, sólo para comprobar que una negrura avasallante se está
apoderando del mundo que voy dejando tras de mí. Ya no está visible aquel
pastizal circular sobre el cual me gusta tenderme por las noches, y hasta los
inmemoriales cerros se han hundido en la profundidad de aquella oscuridad que
no es más que vacío.
Atrás dejo, hundida ahora en un mar de ausencia, aquella sedosa y verde
rotonda, sitio predilecto de mis noctámbulas apetencias, mientras encamino mi
andar por sobre este banco de niebla hacia un destino que, aunque desconocido
para mi mente, mi corazón presiente como extrañamente familiar. Y aunque este
torácico sentimiento peque por difuso, es suficiente para motivar, de alguna
manera, mi avance.
La ciudad me resulta ajena y desconcertante. No me gusta el aspecto de
las casas y de las edificaciones circundantes; se asoman borrosas y
traslúcidas, cambiantes. Puedo asegurar que allí, donde ahora hay una puerta,
hace unos momentos había sólo una ventana. Y en ese otro lugar, donde antes
creí ver un portón, ahora hay un ligustro que deja entrever una casona de
aspecto lúgubre y misterioso.
De vez en cuando me cruzo con algún peatón solitario, y estos efímeros
encuentros son siempre perturbadores: hay quienes fruncen el ceño, inclinan las
cabezas y tuercen los labios sólo para echarme injustificadas miradas de odio,
mientras que otros, de aspecto débil y semblante afligido, prosiguen su penoso
andar sin siquiera percatarse de mi presencia. Todos ellos, los unos y los
otros, parecen vagar sin sentido a lo largo y ancho de esta avenida; algunos
desaparecen al desviarse por callejuelas aledañas, y otros no hacen más que continuar
hasta ser devorados por las fauces de la oscuridad absoluta que he dejado
atrás.
Yo también me veo obligado a tomar un desvío; la masa de niebla abandona
la calle principal y tuerce hacia la izquierda, indicándome de esta manera un
nuevo rumbo.
La neblina me conduce hacia un edificio cuya fachada me resulta
vagamente conocida. Estoy casi seguro de haberlo visto antes: su entrada en
forma de arco, sus altas ventanas, sus molduras exteriores de aspecto clásico,
y aquellos árboles raquíticos adornando la entrada… Sin duda alguna, se trata
del edificio que, hace un par de horas, vi cobrar forma a partir de la bruma,
cuando me encontraba tendido, como de costumbre, sobre el fresco pasto del
claro circular, viendo a la niebla dibujar figuras de tiza sobre el pizarrón
negro del cielo.
De repente, se alzan en tórrido coro sendos balidos lastimeros, y al
darme vuelta para ver de qué se trata, me encuentro con una imagen de
descabellado y pesadillezco horror: numerosas personas avanzan semidesnudas por
la calle, aullando todas ellas a causa de un evidente e insoportable dolor. Y
como si eso no fuera suficiente, son tenazmente acosadas por unos espeluznantes
seres vestidos de negro, cuyos rostros, pálidos y pétreos, albergan narices
inhumanamente alargadas y curvas: son terribles hombres-cuervo.
¡Oh, infernal espejismo de vedada significación! ¡Qué horrible visión
experimentan mis ojos! Bajo la luz de la luna, el sudor torna brillosos
aquellos amarillentos y famélicos cuerpos semidesnudos, y sobre ellos pueden
verse numerosas pústulas y bubones, indicios de una enfermedad cruel y
agresiva.
Al verme rodeado por aquél ejército febril y pestilente, no me queda más
remedio que internarme dentro del ominoso edificio que se yergue frente a mí.
De inmediato cierro la puerta de entrada, y lo hago justo a tiempo, porque los
hombres-cuervo, al percatarse de mi presencia, arremeten en bandada con la
intención de capturarme.
Retrocedo lentamente, mientras ellos se amontonan en la entrada,
empujando sin cesar las puertas de hierro, extendiendo sus brazos malformados a
través del enrejado, rasgando frenéticamente el aire con sus ennegrecidas
garras.
Estoy a salvo. No pueden entrar.
Al volverme hacia el interior, me encuentro en una oscura sala sobre
cuya pared principal se ha dispuesto un mural con numerosas fotografías. A mi
derecha hay una oficina, a mi izquierda, a juzgar por las diversas pinturas
dispuestas sobre las paredes, parece que hay un salón de arte.
Los hombres-cuervo comienzan a graznar con violencia. La puerta de hierro,
cuya aparente fortaleza me había dado seguridad hace tan sólo unos momentos,
comienza flaquear bajo la constante injerencia de aquellos seres de pesadilla.
Con el corazón atorado en la garganta, mi primera reacción es correr
hacia la seguridad del salón de arte. Hay una suerte de escultura conformada
por la unión de diversos alambres y caños de hierro. Entonces, se me ocurre
que, si consigo desprender alguna de sus partes, quizá pueda utilizar alguna
pieza para defenderme del inminente ataque de mis cuerváceos persecutores.
Pero, por desgracia, no puedo lograr mi cometido, porque un terror
incalculable se apodera de mi persona mientras forcejeo con la estructura
metálica. ¡Ay de mí, horror de horrores! Durante un fugaz momento alzo la
vista, y entonces me doy cuenta de un terrible detalle del cual no me había
percatado: todas las pinturas del salón evidencian la misma demencial temática;
¡son retratos de los aberrantes hombres-cuervo!
El pavor absorbe todas mis fuerzas; mis manos abandonan la tarea de
disección; mis brazos se sienten gelatinosos; mis piernas flaquean. Me acurruco
junto a la obra de arte, rezando, clamando por misericordia. Pero mis oraciones
resultan infructuosas, porque, de repente, oigo ese ruido que esperaba no tener
que oír jamás: el berrinche metálico de la puerta principal.
Ellos la están abriendo.
Mis fuerzas regresan repentinamente, recuperadas gracias a un
insoslayable instinto de supervivencia. La adrenalina hace lo suyo, y en un
santiamén me encuentro corriendo a través del jardín, buscando con
desesperación algún sitio que sea apto para servir de escondite. Los graznidos
de mis persecutores se vuelven más audibles, el rechinar de la puerta aún más
violento.
Ahora corro a través de las galerías adyacentes al rectangular jardín.
Las oficinas y las aulas están cerradas con llave y candados, y no tengo éxito
al intentar forzarlas.
Ya no hay tiempo. Llega hasta mis oídos un resonar metálico
inconfundible: la puerta de entrada ha cedido. Y aunque ya no se oyen
graznidos, creo ver ciertas sombras deambulando dentro del salón de arte.
Una última oportunidad se presenta ante mí. Creo distinguir, del otro
lado del jardín, una pequeña escalera oculta en un rincón de la galería sita en
el ala derecha del edificio.
Sin pensarlo dos veces, emprendo desquiciada carrera hacia mi nuevo
objetivo. Para abreviar distancias, me veo forzado a cortar terreno por sobre
el jardín, justo en el momento en que la luna escapa al almidonado abrazo de
las nubes, privándome entonces del
resguardo de las sombras.
A mis oídos llegan aquellas inhumanas voces arremolinadas en volcánico
crescendo. Pero, por fortuna, cuando las puertas del salón de arte se abren,
dando paso a las infames criaturas, yo ya me encuentro ascendiendo por la
escalera que conduce a la planta superior. Con un poco de suerte, si es que no
encuentro algún escondite, de seguro habrá alguna ventana por la cual pueda
saltar hacia el exterior. Creo que la altura no es excesiva, así que no me
resulta descabellado pensar que pueda aguantar la caída.
Casi desfallezco al comprobar, luego de transitar la segunda sección de
la escalera, que la misma conduce hacia un callejón sin salida, a una pared
cuya ventana me llevaría de regreso al jardín interior.
Pero mi susto se desvanece con prontitud, porque, al culminar mi
ascenso, descubro a mi derecha un nuevo salón. Por suerte, la puerta está
abierta.
2
No tuve tiempo de ocultarme, ni siquiera de traspasar la puerta hacia
aquél nuevo salón. Los hombres de negro, con sus pálidas máscaras de pajarraco,
con sus arrugados sombreros de hongo, llegaron hasta mí con una velocidad
inconcebible. No sé si fueron ellos quienes se movieron excesivamente rápido, o
si fue mi propio mundo el que se ralentizó de repente. Quizá… quizá fueron
ambas cosas.
Cuando ellos me apresaron, el mundo entero adquirió nuevos matices,
nuevas formas. Ellos, de manera cordial y sosegada, me condujeron al interior
de ese salón ubicado en la planta alta. Y la verdad es que, a partir de ese
punto, todo se volvió aún más bizarro.
En un primer momento, aquél salón se mostró ante mí de una determinada
manera: estaba deshabitado y polvoriento. A mi derecha había un pizarrón, un
par de pupitres y cajas de cartón rotosas y amontonadas. No obstante, lo más
perturbador fue el hecho de que allí dentro había una cueva. Sí, como lo oyen,
había una cueva de color gris, quizá de piedra, quizá de otro material. Ahora
que lo pienso, seguramente era de utilería, lo cual, de todas maneras, no deja
de quitarle rareza al asunto; porque juro haber visto, dentro de esa cueva,
ciertos pares ojos que me escudriñaban atentamente desde el interior. Y el
salón entero estaba rodeado por altas ventanas, y el suelo era de madera vieja
y astillada, y en el otro extremo había un pasillo angosto y tétrico que
conducía hacia habitaciones de dónde provenían absurdos quejidos. Y entonces
sucedió lo inexplicable, y el salón entero, o quizá la realidad entera, comenzó
a cambiar: las cosas perdían su color y volvían a recuperarlo, y de pronto se
desvanecían para reaparecer luego, o bien se volvían traslúcidas, y sobre ellas
aparecían otras cosas, otras formas pertenecientes a otros tiempos. Y
aparecieron camas ocupadas por gente sumamente enferma, que sufría de fiebre,
de vómitos, y cuyos húmedos cuerpos estaban repletos de pústulas y de dolorosos
bubones.
Y entonces sentí frío, mucho frio, y al observar mi cuerpo vi que estaba
semidesnudo, y de pronto me sentí enfermo, con náuseas, con fiebre, y los
bubones que abultaban mi carne me dolían a más no poder. Entonces, uno de los
médicos, oculto bajo su toga negra y su máscara de pájaro, les dijo a los otros
colegas que me sostenían: ¨Ya no hay camas para éste. Además, ya está demasiado
débil. No vale la pena perder tiempo¨.
Y ni bien el médico hubo terminado de pronunciar dichas palabras, el
mundo entero se apagó para mí, y mi cuerpo cayó desplomado sobre el polvoriento
parqué de aquella sala rebosante de peste negra.
¿Fin?
El edificio donde hoy funciona el Museo de la Universidad Nacional
de Tucumán y el Instituto de Arqueología (Argentina), posee un bagaje histórico
rico e interesante. Se trata de un edificio construido a fines del Siglo XIX, y
concebido primariamente como ¨Hotel de Inmigrantes¨. A partir de entonces,
sería utilizado, a lo largo del tiempo, para dar curso a diversas funciones,
entre las cuales podemos mencionar: 1888: Hotel de inmigrantes - 1900: Escuela
de artes y oficios - 1905: Alojamiento del Regimiento de Línea - 1907:
Internado de la Escuela
de Arboricultura y Sacarotecnia - 1910: Escuela Nacional de Arboricultura y
Sacarotecnia con internado – 1914: Escuela de Agricultura (Universidad de
Tucumán) – 1991: Instituto de Arqueología (U.N.T.)- 1999: Escuela de
Agricultura y Sacarotecnia (U.N.T.) -2001: Museo U.N.T Dr. Juan B. Terán.
Dicho esto, cabe mencionar que, durante los años siguientes a su
edificación, alrededor del 1900, fue utilizado como casa de aislamiento por la
peste bubónica, enfermedad sobradamente conocida por los estragos que causó en
Europa a mediados del siglo XIV, en donde los médicos, vestidos con trajes
negros y máscaras protectoras en forma de cabeza de pájaro, libraron una
batalla sin cuartel en contra de la epidemia más mortífera jamás conocida, al
tal punto que fue denominada como ¨la muerte negra¨. Tiempo después, esta plaga
supo abrirse paso hasta nuestro país, y el actual edificio del M.U.N.T da
cuenta de ello. Y es probable que esa espeluznante parte de su historia sea la
que ha motivado los diversos relatos de fantasmas que se comentan en la
actualidad. Es conocida la historia del profesor que, encontrándose a solas en
el edificio, luego de haber ordenado los utensilios del aula donde dicta
clases, regresa a la misma tras una breve ausencia y se sorprende al comprobar
que los útiles y los pupitres se encuentran inexplicablemente desordenados.
También nos llama la atención el hecho de que, incluso hoy en día, los
empleados que trabajan en el M.U.N.T comentan, con convincente seguridad, el
pulular de sombras sospechosas, así como la existencia de ruidos y voces de
inexplicable procedencia. Y creo que es muy probable que dichas sombras tengan
rostros como de pájaros, y que esos ruidos y voces no sean más que sus
sobrenaturales y cuerváceos graznidos.
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