Lo escuché en la peluquería
De vez en cuando, Diego
suspende la atención al corte, para escuchar el diálogo que va subiendo de
tono, entre sus dos viejas clientas, cuya rivalidad ha ido en aumento los
dos últimos meses. Mariela, mano derecha de Diego y además, su mujer, se
apresura a servirles un café, en tanto ellas, trasladan a sus miradas, el
encono que se profesan. Ambas vecinas, ocupantes de balcones enfrentados, por
motivos que se desconocen pasaron de “muy buenas vecinas” a “la vecina
indeseable” Camila ronda los cincuenta años, en tanto que Rosa- la
doña- como la nombra despectivamente su vecina, debe andar por arriba de
los sesenta.
Esto yo lo supe, sin
prestarle mucha atención, por comentarios que como “al pasar” hicieran algunas
clientas del barrio.
Mientras hojeo una
revista, escucho a una de las señoras (Rosa) que, amablemente le pide a Mariela
un sobrecito de edulcorante ya que el café está muy rico pero ella no toma
azúcar; casi al unísono, mi vecina de sillón (Camila) murmura lo suficientemente
alto, como para ser escuchada sin que se note su intención, “la muy zorra,
quiere congraciarse porque tiene miedo a que yo…” y dirigiéndose a mí, “
es una mala mujer, muy envidiosa, todo lo que yo tengo, ella lo desea, envidia
a mis hijos y le coquetea a mi marido...
En tanto Diego da el toque
final al peinado de Rosa y la despide.
Una
clienta que se mantenía al margen, pero que escuchó a otra vecina, en voz
baja, le comenta a Mariela: parece que Rosa “la doña” tomaba sol, liviana de
ropa, frente al balcón, cuando los hijos adolescentes de Camila
estudiaban en su propio balcón.
Esto,
lo escuché, un viernes de agosto, mientras esperaba turno en mi peluquería, y
lo anoté en la bolsa marrón de la dietética.
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