El chico de las comidas
El Chico de las
Comidas, apodaban a Enrique Astorga, un trabajador de la Hacienda la Cartuja, porque era
de baja estatura y muy flaco. La hacienda tenía un criadero de vacunos
con lechería, además de sementales de pura raza, sin contar con la gran
producción de frutos, grandes viñedos, así como la plantación de tabaco y otros
productos.
Siempre estaba hablando de los toros a
su cargo, diciendo que debía abandonar el lugar en donde a veces se encontraba,
porque tenía que darles de comer y también se ocupaba de otros mandados.
Todos los hombres se reunían, después
de terminada las faenas, para conversar de todo lo que les parecía
novedoso e interesante en su trabajo, y de paso a comer asados y
beber buen vino, que se producía en los viñedos de la Hacienda. La hacienda,
además tenía lechería, crianza de sementales de pura raza, sin contar con la
gran cantidad de frutales, abundantes viñedos, producción de tabaco y otros
productos.
Un día cuando estaban disfrutando del
buen mosto y deleitándose con unos perniles de chancho, como siempre lo hacían,
Enrique, se levantaba a cada rato de la mesa para ir a darles la comida a los
animales a su cargo, de ahí el origen de su apodo. Estos eran, ni más ni
menos, unos tremendos toros que con solo mirarlos daba miedo. Él hacía el
aseo del lugar, donde se encontraban los animales, les cambiaba el agua y les
dejaba suficiente forraje.
La hacienda estaba
habitada, aparte del administrador y su familia, por todos sus inquilinos, de
tal suerte, que todo el lugar parecía una pequeña ciudad, en la cual los
patrones dictaban sus propias leyes, y las hacían cumplir a través de sus
capataces.
Para que contar, las
fiestas que realizaba toda esta guasería, cuando se celebraban las diversas
festividades, sobre todo las de fin de año, comiendo a todo carrillo y
paladeando el mejor vino; según todos decían, allí se pasaba muy bien.
El tiempo transcurría y
nunca este grupo que integraba el Chico de las Comidas junto a esa especie de
cofradía, conformada por capataces, quienes llevaban la voz cantante en toda
estas francachelas, en que bebían gratis gracias a la astucia del
encargado de la bodega, así como otros que se las ingeniaban para conseguirse
algún animal para cocinarlo y así poder degustar mejor el buen vino.
Sus esposas preocupadas
cuando sus hombres llegaban hechos unos estropajos de embriagados. Cuando
les preguntaban -¿cómo vai amanecer mañana con la curadera que te
pegaste? - Estos respondían - mei …como va hacer, cada uno en su cuerpo
poh.
Juan Venegas,
uno de los principales capataces del fundo, encargado de la bodega, era
uno de los más entusiasta participantes de este grupo de bebedores, de paso, el
predilecto del jefe de bodega, un enólogo de gran prestigio, confiando
mucho en este hombre, adorador de Baco, dios de los bebedores.
Juan, era
casado con una hermosa mujer, exuberante total, nunca pasaba
desapercibida. Aparte de tener un bello rostro, unos ojos verdes que parecían
estar siempre sonriendo y para colmo sin hijos, por ello tenía una atrayente figura.
Venegas, era uno de
los que más se burlaba del Chico de las Comidas, por el trabajo que éste
desempeñaba.
-Oye, espero que no te pongai como los
toros. Ellos son tremendos de grandotes y tu parecis niño por atrás. ¿Que mujer
te va hacer caso, si con esa facha estai bueno para los puros mandaos?
Y así, lanzando a cada rato una
risotada, seguía con su cháchara provocándole. El Chico, lo miraba con respeto
y sonreía.
El tiempo transcurría y, un buen día el
Chico de las Comidas, enfermó de gravedad sin poder saber los médicos acerca de
su mal. Cuando lo detectaron era muy tarde. Finalmente falleció de un paro
cardíaco.
Como este hombre era muy querido por la
comunidad, todo el pueblo se movilizó para acompañarle a su última morada. Ya en el cementerio, no
le faltaron los discursos destacando su buen carácter y su gran espíritu para
servir a los demás. Así como también, mucha gente le lloró demostrando el
cariño que sentían por él. Finalmente,
vinieron los responsos del señor cura, para sepultarlo.
El sacerdote, un hombre mayor y medio
despistado, hizo buenos recuerdos del difunto, sobre todo, el afán de servir a
los demás y entre las anécdotas que de él sabía, recordó cuando en un atardecer
pasaba por un potrero y divisó a Enrique con la mujer de Juan, buscando entre
la paja, una ponedora que se había escapado del gallinero.
En ese momento la mujer de Juan
Venegas, se puso a llorar desconsoladamente. Tanto fue el alboroto, que Juan
tuvo que llevar a su mujer a casa, porque su vientre acusaba un embarazo de
varios meses. El curita, tuvo que suspender la ceremonia, sin percatarse que
había cometido una feroz indiscreción.
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