LA
PARÁBOLA DEL LIBRO MISERICORDIOSO
Era el tercer libro de la saga. Y lo estaba leyendo
por segunda vez. Me acompañaba a todos los lugares donde yo suponía que iba a
poder dedicarme un rato a la lectura. Como lo hicieron los dos anteriores y los
dos posteriores.
Pero esta vez llegó el llamado tan temido. Esperado
por años. Y esa misma noche viajamos a
ver al enfermo en la clínica. El libro vino conmigo, por supuesto.
Pasaron un par de días en la ciudad casi desconocida donde hubo que internar al
anciano y nos turnábamos para acompañarlo. Uno estaba con él y el otro
descansaba en un hotel.
Esa tarde terminé de leerlo, lo cerré (sin saber que
era para siempre) y me acosté a dormir un rato la siesta, cuando mi
hermano me llamó para decirme que fuera
al sanatorio, que papá no estaba bien. No sé por qué, pero el libro vino
conmigo bajo el brazo, como un compañero fiel, del que no me quería separar. A
pesar de que ya había cumplido sus funciones por segunda vez (los libros
afortunados nacen para ser leídos, en ocasiones más de una vez, mientras que
hay otros (muchos, muchísimos) que quedan guardados en un lugar oculto o con
suerte en una biblioteca, pero nadie los abre jamás y pasan su vida olvidados).
No era el caso.
Ya sabía lo que había pasado. Pero me engañé a mi
mismo siguiéndole el juego a la mentira piadosa de mi hermano. En nuestra
familia siempre se usó ese mecanismo para ocultar temporalmente la verdad. Al
entrar a la habitación, papá dormía sobre su lado derecho. Pero yo sabía que no
dormía. Y lo supe antes de fijarme que ya
no tenía el cuello ortopédico que lo había torturado en su agonía. El
cadáver tenía un aspecto pacífico, como hacía tiempo que el cuerpo habitado de
papá no mostraba.
Hicimos lo que marca el protocolo occidental y
cristiano en estos casos. Buscamos un sacerdote para que rezara una oración
ante el muerto (oración que solamente le puede servir de magro consuelo a los
vivos). Y luego quedamos en manos del sistema: camilla – morgue – cajón de
viaje – ambulancia – empresa de pompas fúnebres – ataúd definitivo – velatorio
al día siguiente – otra oración mecánica en la Iglesia del pueblo natal –
entierro – regreso a la casa paterna.
En el viaje de 100 km en la ambulancia, yo iba rezando el
Rosario con una mano apoyada en la tapa de un cajón de madera que albergaba un
cuerpo humano muerto, que ya no era mi papá. Pero no logramos hacer carne que
la vida y la muerte son hermanas y que una se complementa con la otra. Así que
el contacto con la madera fría me daba cierto consuelo y al mismo tiempo me
hacía sentir el extraño convencimiento de que estaba acompañando a mi padre.
Que ya no estaba ahí. Locuras de los cuerdos…
¿En qué momento nos separamos? ¿dónde y cuándo te dejé
olvidado? No lo supe. Sólo suposiciones. Lo cierto es que extrañé tu ausencia
recién después de varios días. Creo que lo hice cuando vi a tu cuarto hermano
en la biblioteca, preparado para que lo empezara a leer por segunda vez, como a
vos.
Pensé en buscarte. En recuperarte. En llamar a la
clínica. Pero habías quedado unido a un recuerdo muy doloroso y tal vez tu
decisión de perderte había sido la más sabia. Y la respeté. Para eso están los
amigos.
Ahora, que ya estoy terminando de leer a tu hermano
mayor, el segundo, por tercera vez, voy a tener que reemplazarte por uno
parecido a vos. Nunca diría que será el mismo libro. Será necesariamente otro.
Con el mismo formato, la misma tapa, las mismas palabras en el exacto orden en
que vos tenías las tuyas. Pero con olor a nuevo. Y sin recuerdos pegados. Creo
que fue un acto de misericordia de tu parte alejarte de mí. Y que no lo hiciste
sólo por mí, sino también por vos. De todas maneras, gracias. No sé dónde
estarás pasando el resto de tus días, pero nunca serás un libro olvidado…
Promesa de lector.
Un relato triste, doloroso, tierno, pero acompañado por el libro, un fiel y cálido amigo que reconforta en todo momento.
ResponderEliminarFelicitaciones Luciano y gracias por compartir Literarte.
Beso Josefina