AURORA
Un rayo de
sol se cuela a través de la pesada cortina. Su luz tibia, amable se posa sobre
la cara de Aurora. Ella, sin abrir los ojos, gruñe sorprendida. Palpa el otro
costado de la cama. Está frío y desierto. Cree percibir desde la cocina el
ronroneo doméstico del microondas. Un aroma intenso a café recién colado
impregna toda la habitación. “Qué suerte, Ernesto no me despertó.” La frase se
abre paso entre su algodonoso ensueño. Luego se vuelve a hundir en el pozo
cenagoso de la inconsistencia. De pronto un ruido seco, hostil la estremece. Se
remueve inquieta ¿un tiro?, no, un portazo. “ ¿Seguirá enojado?” Una avalancha
impiadosa de imágenes arrasa su mente. Con zarpazos le desgarra los
últimos velos del sopor. Recuerdos inquietos de la noche anterior. Reproches,
gritos, llanto. Se ordenan los cuadros como viñetas de una historieta repetida,
rutinaria, abrumadora. Quiere levantarse
pero un puntazo de pesadumbre la clava en el colchón. Se quedaría así todo el
día, todos los días. Se quedaría así para siempre, para paladear el hueco pegajoso de su tristeza.
Pero no,
todavía está viva, por lo tanto tiene que recrear el tedioso juego diurno. Esas
son las reglas. Se pone el batón lila marchito. Cruza el oscuro, inhóspito
comedor. No quiere abrir las persianas. La luz se le antoja provocadora,
insultante. Últimamente detesta la luminosidad. Entra en la cocina. Recuerda
que antes era su lugar favorito, ¿por qué ahora
todo le parece feo y ajado? Las ollas opacas, las sartenes deslucidas,
la vajilla cuarteada. Si hasta las cortinas que ella había elegido de alegres
colores, ahora parecen dos colgajos mustios. Se encoge de hombros. ¿Para qué se
lo pregunta si tan poco le importa? En realidad, últimamente todo le es
indiferente. Solo se deleita con esa
pena que hizo nido en su pecho y que lo oprime cada vez más.
Bebe el resto
de café frío abandonado por su marido. Una explosión de amargura le invade la
boca. Se había olvidado de que él no suele endulzarlo. Una arcada le hace
escupir una baba marrón. Se retuerce un mechón del pelo ¿qué hacer? El tiempo
se estira largo, chicloso. El asilo de la noche le parece inalcanzable. Sabe que
su marido le clavaría su mirada pétrea y la interrogaría con impostada
amabilidad -¿Cómo fue tu día, querida?-
Recuerda el regalo de unos membrillos. Dulce de membrillo, eso,
cocinaría un dulce de membrillo brillante, terso. Lo envasaría en frascos trasparentes
adornados con lazos sedosos, en lo posible de raso. Luego alinearía los
frascos con prolijidad sobre la
mesa. Como soldaditos disciplinados en
correcta formación. Quizás así evitaría su pregunta.
Un olor a
caramelo invade la cocina. Aurora revuelve con meticulosidad una masa oscura,
densa, pantanosa. La preparación borbotea caliente. Explota una burbuja y una
gota le quema la mano. Se siente atacada, agredida. Tiene ganas de llorar. Deja
la olla sobre el fuego. Mira por la ventana sin ver. La cocina se llena de un
humo áspero, se huele a azúcar quemada. Tose y decide salir al jardín.
-¡El jardín!-
Suspira –Tanto tiempo dedicado a los canteros, a la quintita… ¿para qué?
Observa que yuyos impertinente se asoman por todas partes, que el cerco de
ligustrina parece despeinado. Se vuelve a encoger de hombros. Mira las azaleas
perfectas en su floración. Aspira un aroma dulzón que se hamaca por el aire.
Llegó la primavera , qué injusticia. Aprieta los dientes y patea el césped.
Siente un indicio de rebeldía que no le
disgusta. Boby se acerca para saludarla. Mueve la cola y con ella todo su
cuarto trasero. Siente un lengüetazo húmedo. Justo sobre la mano quemada. Le
palmea distraídamente la cabeza y mira hacia arriba. Las nubes. Algunas adustas
de bordes filosos y geométricos; otras maternales, de vientre combado, y están
las histéricas, desflecadas como melenas furiosas. Aurora siente un principio
de curiosidad que tampoco le disgusta ¿Hacia dónde irían tan apuradas? Decide
averiguarlo.
Se acomoda las chinelas, se anuda el batón. Finalmente
se dirige, resuelta, hacia el vigilante portón de salida.
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