CASA DE MUÑECAS
Bajo la regadera de agua templada, la
pastilla de jabón se deslizaba con suavidad pero firme una y otra vez por las
partes íntimas de Jerome, un anciano de 79 de edad que apenas puesto de pie, se
sostenía del tubo de acero inoxidable, sostén de seguridad en aquellos que
carecían de fuerza. Sin guantes y sólo vestido con un short y chanclas de hule,
el joven enfermero, Steve, le daba prisa al mal paso mientras las enfermeras y
sus compañeros veían televisión por jornadas o, en la cocina, preparaban para
sí alimentos, botanas y refrescos.
Jerome, el
anciano con artritis reumatoide, se dejaba hacer. Steve ahora procuraba abundante espuma de jabón
sobre Jerome. El agua fresca de la regadera llevaba a la atarjea, a lo hondo y
ciego, buena parte de esa otra especie de dolor y olvido.
Al término,
apoyando sobre sí al anciano desnudo que chorreaba agua, el enfermero salió de
la regadera lentamente con él para posarlo en la silla de ruedas.
-Listo Jerome-
ahora voy por una toalla larga, espera.
Jerome sonrió,
complacido, fresco, como devuelto a la vida.
Jerome había sido el último de una lista de 20. A todos les daba cada dos
días el mismo baño y, a todos también –algunos en su silla especial- les pasaba
el jabón, la esponja, por todo el cuerpo. Luego, los llevaba de manera delicada
al jardín donde, en bata, esperaban la tarde, cenaban y a dormir.
Ahora Steve
bañaba a Dora, robusta anciana, guapa todavía, que anhelaba los baños de
regadera. De su asiento especial, Dora se incorporaba y, bajo el chorro de agua
que a ella le gustaba casi fría, se mantenía de pie para disfrutar el baño;
cerraba los ojos y emitía leves exclamaciones de gusto mientras Steve hacía su
trabajo.
-Abre, Dora,
abre un poco más las piernas, bien.
La espuma del
jabón y la suave esponja trataban de manera delicada aquellos cuerpos cansados.
Las axilas, los
senos.
En ocasiones
platicaban de algo intrascendente mientras Steve hacía su trabajo y Dora, se
malhumoraba por los enfermeros y enfermeras que, poco a poco, le habían dejado
a él esa tarea.
-¿Por qué lo
haces Steve, por qué nos bañas tú y no ellos?
-Alguien tiene
que hacerlo Dora, y ustedes lo disfrutan mucho. Listo, ya está, espera un poco
voy por tu silla y la bata.
Así, cada dos
días. Eran 20 mujeres, 20 ancianas.
Una enfermera se acercó a preguntarle.
-Steve, ¿has
notado algo extraño en Dora?
-No, por qué.
-Tiene más de
una semana que…está pidiendo sedantes, se…queja, dice que tiene dolores agudos
pero no hemos encontrado nada grave.
-¿Le pregunto?
-No, pensamos
que tú probablemente le habías notado algo raro; creemos que está fingiendo.
Dora y Steve,
en el día de paseo que ahora la anciana había cambiado al lunes, se encaminaban
en el automóvil de uno de los parientes de ella al pueblo, distante
considerables kilómetros. Steve la hacía de chofer y Dora estaba contenta.
-Vamos al
banco, Steve, necesito arreglar algunas cosas; traes tu identificación, ¿no es
así?
-Bien, vamos al
banco, sí; mi… ¿identificación?, por supuesto, imagino que… siempre debo
traerla, más ahora que manejo. Dora, te
veo…alegre.
-Es por los
sedantes, los he estado “ahorrando”, hoy utilicé algunos.
-¿Has estado…?
-Llegamos, allá
está el banco, vamos ahí y déjame apoyarme en ti, puedo caminar algo todavía.
La clientela del banco era la normal de un
pueblo pequeño. Dora se dirigió a uno de los escritorios de atención y se sentó
sin más frente a la secretaria que de manera gentil quedó a medio gesto para
ofrecer se sentaran.
-Buenos días,
es un placer atenderles, bienvenidos. ¿En qué puedo ayudarles?
Dora abrió su
bolso de piel y sacó una pequeña libreta con el logotipo del banco, lo extendió
a la secretaria junto a su identificación.
-Es el número
de mi cuenta, de hace 40 años y, en este papel que ahora le doy, está la
cantidad de intereses generados; mi capital era considerable y, según los
lineamientos de esta institución, de los que he procurado estar al día, el
monto total de mi inversión, es de 13 millones de libras.
-13 millones,
señora…
-Dora, Dora
Barclay. Necesito traspasar la totalidad de esa cantidad a nombre de este señor
que me acompaña.
Steve volteó a
mirar a Dora con un leve gesto de interrogación. Dora sencillamente le sonrió.
-Un momento-
dijo la secretaria incorporándose- deje hablar con el gerente ¿puedo ofrecerles
algo?
-Vaya por
favor, a él tráigale agua.
-Dora, ¿qué es
lo…?
-Calla, Steve.
Tras una breve
pausa, un hombre muy solícito, de traje gris, corbata e impecable camisa
blanca, se presentó ante la pareja.
-Hola, buen
día, señora…Barclay, tengan la amabilidad, por favor, de pasar a mi oficina.
En la oficina, el gerente revisó y consultó
varias veces en su computadora el estado de cuenta de Dora, los minutos
parecían horas. Por fin, el gerente, convencido de la inversión, dijo.
-Sí, todo está
en orden y, de acuerdo al tiempo transcurrido…sí, en efecto, usted tiene…13
millones de libras, es lo que ha generado, ha reinvertido automáticamente su
capital, mismo que fue…considerable. ¿Puedo peguntarle por qué hasta ahora…?
-Es curiosidad
la suya. Lo mío es vital. Ahí tiene usted los documentos y, ahora mi
acompañante va a entregarle su identificación. Señor gerente, le ruego
transfiera todos esos millones a él.
Casi temblando,
Steve hurgó en su bolsillo trasero, sacó su cartera y extrajo su identificación
para dársela al gerente, misma que no llegó a sus manos pues a medio camino,
sobre el escritorio, cayó.
-Disculpe- dijo
Steve.
-No hay
cuidado. A ver…Steve…Blandells…ya, gracias. Ahora regreso.
El gerente
salió con los documentos. Dora y Steve quedaron en silencio.
-Voy a morir,
Steve, eso es todo.
-Listo, haremos
la transferencia en un momento más.
De nuevo en el automóvil, Steve antes de
arrancar, quiso hablar pero Dora se lo impidió.
-No digas nada.
Ahora llévame a Willys, ¿conoces?, espero siga allí, en el muelle 5, cerveza y
mariscos…me encantan.
-Sí, lo
conozco.
-Antes ten esta
receta y pasa a una farmacia. Logré sacársela al doctor Helmut, ese
desgraciado. Es un derivado de morfina, la necesito para soportar lo que viene,
anda y necesitarás tu identificación; la morfina viene con todo y jeringa,
harás el favor de ponérmela, son dos dosis, una ahora, luego te pediré de la
otra.
-Este lugar es
magnífico- dijo Dora- mira, el mar, las gaviotas… ¿no es precioso?
Una mesera
acudió a atenderlos.
-Bienvenidos a
Willys, ¿puedo traerles un vino?
-Sí, tráigalo,
el señor va a invitar, sacó de una transferencia algo de dinero para
complacerme.
-¡Qué bien, es
lo menos que uno puede hacer por su mamá!
-No es mi hijo,
es enfermero, nos baña a todos, nos
enjabona las nalgas, el culo, todo, con agua fresca, cada dos días.
-¿Les tomo su
orden, perdón, les traigo un vino?
-El más caro
que tenga, y de una vez, langosta, mejillones y carne de cangrejo para mí.
-Igual- dijo
Steve.
-Era yo muy joven, tenía una compañía de teatro,
comenzábamos a tener éxito; mi dinero lo depositaba yo en esa cuenta que acabas
de ver. En una gira por medio oriente uno de mis actores, ya de regreso, traía
pegado al abdomen varias tiras de hachís que, allá, compró muy barato. Lo
atraparon en la aduana, nos detuvieron a todos y eso fue…mi caída, todo se vino
abajo. Nos metieron a prisión y supusieron que yo, como directora de la
compañía de teatro, era la que dirigía también la… banda. Familia, amigos, se
alejaron de mí. Guardé silencio y amargura, pasó el tiempo.
-Lo…siento,
Dora.
-Luego, ese
lugar…algo tórrido pero donde, gracias a ti, al menos en limpieza estamos bien,
¡me encanta!
-¿Te da risa?
La mesera
llegó, dispuso sobre de la mesa los pedidos y los dos empezaron a comer.
-¡Claro, veo
cómo…cómo nos pasas el jabón, cómo nos tienes que tocar, hombres y mujeres
desnudos, viejos, en tus manos!…ay Steve, eres un dios. Tus compañeros…unos
desgraciados.
-Dora, eso del
dinero que acabas de…
Dora empujó de
la mesa, un poco hacia adelante, su plato de mejillones y carne de cangrejo.
-No más Steve.
Por hoy ha sido bastante. Creo es mejor nos vayamos, pero pasemos antes a la
prolongación del muelle, donde puede entrar el automóvil, quiero ver el mar y
ante él termines de leerme Casa de Muñecas, me identifico con Nora; necesito
también de la otra dosis de morfina.
-Nora, Nora,
esa rebelde- dijo Steve- que, en esa época, se atrevió a dejar a su marido.
Al llegar al
muelle, Steve terminó de leerle a Dora Casa de Muñecas. Ella estaba extasiada
mirando el mar.
-¿No es
hermoso?-dijo ella- suficiente, vámonos ya.
En el automóvil
Dora colocó su mano en la entrepierna de Steve.
-Gracias por
todo, de tener cuarenta años menos, júralo que me metía en la cama contigo.
Era casi de tarde cuando Steve, tomándola
del brazo, entró hasta la recámara de Dora, auxiliado por dos enfermeras, para
depositarla en la cama.
Steve la vio un
momento antes que la dispusieran en bata y, antes de salir, volteó a verla de
nuevo.
Comenzaban a
desaparecer los efectos sedantes de la morfina.
A la noche
siguiente Dora falleció.
Steve hizo su
maleta y, en silencio, comenzó a abandonar el lugar.
Una enfermera
al verlo le habló.
-Steve, ¿a
dónde vas?
-He terminado
aquí- dijo Steve- en mi cuarto dejo unos documentos a favor de otro asilo- y continuó
su paso.
Afuera, un
camino lleno de hojas secas y doradas iluminado por relámpagos, se extendía y,
en ese instante, un potente rayo cayó a espaldas de Steve, que desapareció del
todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario