martes, 20 de diciembre de 2016

Luis A. Chávez-México/Diciembre de 2016




CASA DE MUÑECAS

   Bajo la regadera de agua templada, la pastilla de jabón se deslizaba con suavidad pero firme una y otra vez por las partes íntimas de Jerome, un anciano de 79 de edad que apenas puesto de pie, se sostenía del tubo de acero inoxidable, sostén de seguridad en aquellos que carecían de fuerza. Sin guantes y sólo vestido con un short y chanclas de hule, el joven enfermero, Steve, le daba prisa al mal paso mientras las enfermeras y sus compañeros veían televisión por jornadas o, en la cocina, preparaban para sí alimentos, botanas y refrescos.
Jerome, el anciano con artritis reumatoide, se dejaba hacer. Steve  ahora procuraba abundante espuma de jabón sobre Jerome. El agua fresca de la regadera llevaba a la atarjea, a lo hondo y ciego, buena parte de esa otra especie de dolor y olvido.
Al término, apoyando sobre sí al anciano desnudo que chorreaba agua, el enfermero salió de la regadera lentamente con él para posarlo en la silla de ruedas.
-Listo Jerome- ahora voy por una toalla larga, espera.
Jerome sonrió, complacido, fresco, como devuelto a la vida.
   Jerome había sido el último de una lista de 20. A todos les daba cada dos días el mismo baño y, a todos también –algunos en su silla especial- les pasaba el jabón, la esponja, por todo el cuerpo. Luego, los llevaba de manera delicada al jardín donde, en bata, esperaban la tarde, cenaban y a dormir.
Ahora Steve bañaba a Dora, robusta anciana, guapa todavía, que anhelaba los baños de regadera. De su asiento especial, Dora se incorporaba y, bajo el chorro de agua que a ella le gustaba casi fría, se mantenía de pie para disfrutar el baño; cerraba los ojos y emitía leves exclamaciones de gusto mientras Steve hacía su trabajo.
-Abre, Dora, abre un poco más las piernas, bien.
La espuma del jabón y la suave esponja trataban de manera delicada aquellos cuerpos cansados.
Las axilas, los senos.
En ocasiones platicaban de algo intrascendente mientras Steve hacía su trabajo y Dora, se malhumoraba por los enfermeros y enfermeras que, poco a poco, le habían dejado a él esa tarea.
-¿Por qué lo haces Steve, por qué nos bañas tú y no ellos?
-Alguien tiene que hacerlo Dora, y ustedes lo disfrutan mucho. Listo, ya está, espera un poco voy por tu silla y la bata.
Así, cada dos días. Eran 20 mujeres, 20 ancianas.
    Una enfermera se acercó a preguntarle.
-Steve, ¿has notado algo extraño en Dora?
-No, por qué.
-Tiene más de una semana que…está pidiendo sedantes, se…queja, dice que tiene dolores agudos pero no hemos encontrado nada grave.
-¿Le pregunto?
-No, pensamos que tú probablemente le habías notado algo raro; creemos que está fingiendo.
Dora y Steve, en el día de paseo que ahora la anciana había cambiado al lunes, se encaminaban en el automóvil de uno de los parientes de ella al pueblo, distante considerables kilómetros. Steve la hacía de chofer y Dora estaba contenta.
-Vamos al banco, Steve, necesito arreglar algunas cosas; traes tu identificación, ¿no es así?
-Bien, vamos al banco, sí; mi… ¿identificación?, por supuesto, imagino que… siempre debo traerla, más ahora que manejo.  Dora, te veo…alegre.
-Es por los sedantes, los he estado “ahorrando”, hoy utilicé algunos.
-¿Has estado…?
-Llegamos, allá está el banco, vamos ahí y déjame apoyarme en ti, puedo caminar algo todavía.
   La clientela del banco era la normal de un pueblo pequeño. Dora se dirigió a uno de los escritorios de atención y se sentó sin más frente a la secretaria que de manera gentil quedó a medio gesto para ofrecer se sentaran.
-Buenos días, es un placer atenderles, bienvenidos. ¿En qué puedo ayudarles?
Dora abrió su bolso de piel y sacó una pequeña libreta con el logotipo del banco, lo extendió a la secretaria junto a su identificación.
-Es el número de mi cuenta, de hace 40 años y, en este papel que ahora le doy, está la cantidad de intereses generados; mi capital era considerable y, según los lineamientos de esta institución, de los que he procurado estar al día, el monto total de mi inversión, es de 13 millones de libras.
-13 millones, señora…
-Dora, Dora Barclay. Necesito traspasar la totalidad de esa cantidad a nombre de este señor que me acompaña.
Steve volteó a mirar a Dora con un leve gesto de interrogación. Dora sencillamente le sonrió.
-Un momento- dijo la secretaria incorporándose- deje hablar con el gerente ¿puedo ofrecerles algo?
-Vaya por favor, a él tráigale agua.
-Dora, ¿qué es lo…?
-Calla, Steve.
Tras una breve pausa, un hombre muy solícito, de traje gris, corbata e impecable camisa blanca, se presentó ante la pareja.
-Hola, buen día, señora…Barclay, tengan la amabilidad, por favor, de pasar a mi oficina.
   En la oficina, el gerente revisó y consultó varias veces en su computadora el estado de cuenta de Dora, los minutos parecían horas. Por fin, el gerente, convencido de la inversión, dijo.
-Sí, todo está en orden y, de acuerdo al tiempo transcurrido…sí, en efecto, usted tiene…13 millones de libras, es lo que ha generado, ha reinvertido automáticamente su capital, mismo que fue…considerable. ¿Puedo peguntarle por qué hasta ahora…?
-Es curiosidad la suya. Lo mío es vital. Ahí tiene usted los documentos y, ahora mi acompañante va a entregarle su identificación. Señor gerente, le ruego transfiera todos esos millones a él.
Casi temblando, Steve hurgó en su bolsillo trasero, sacó su cartera y extrajo su identificación para dársela al gerente, misma que no llegó a sus manos pues a medio camino, sobre el escritorio, cayó.
-Disculpe- dijo Steve.
-No hay cuidado. A ver…Steve…Blandells…ya, gracias. Ahora regreso.
El gerente salió con los documentos. Dora y Steve quedaron en silencio.
-Voy a morir, Steve, eso es todo.
-Listo, haremos la transferencia en un momento más.
    De nuevo en el automóvil, Steve antes de arrancar, quiso hablar pero Dora se lo impidió.
-No digas nada. Ahora llévame a Willys, ¿conoces?, espero siga allí, en el muelle 5, cerveza y mariscos…me encantan.
-Sí, lo conozco.
-Antes ten esta receta y pasa a una farmacia. Logré sacársela al doctor Helmut, ese desgraciado. Es un derivado de morfina, la necesito para soportar lo que viene, anda y necesitarás tu identificación; la morfina viene con todo y jeringa, harás el favor de ponérmela, son dos dosis, una ahora, luego te pediré de la otra.
-Este lugar es magnífico- dijo Dora- mira, el mar, las gaviotas… ¿no es precioso?
Una mesera acudió a atenderlos.
-Bienvenidos a Willys, ¿puedo traerles un vino?
-Sí, tráigalo, el señor va a invitar, sacó de una transferencia algo de dinero para complacerme.
-¡Qué bien, es lo menos que uno puede hacer por su mamá!
-No es mi hijo, es  enfermero, nos baña a todos, nos enjabona las nalgas, el culo, todo, con agua fresca, cada dos días.
-¿Les tomo su orden, perdón, les traigo un vino?
-El más caro que tenga, y de una vez, langosta, mejillones y carne de cangrejo para mí.
-Igual- dijo Steve.
   -Era yo muy joven, tenía una compañía de teatro, comenzábamos a tener éxito; mi dinero lo depositaba yo en esa cuenta que acabas de ver. En una gira por medio oriente uno de mis actores, ya de regreso, traía pegado al abdomen varias tiras de hachís que, allá, compró muy barato. Lo atraparon en la aduana, nos detuvieron a todos y eso fue…mi caída, todo se vino abajo. Nos metieron a prisión y supusieron que yo, como directora de la compañía de teatro, era la que dirigía también la… banda. Familia, amigos, se alejaron de mí. Guardé silencio y amargura, pasó el tiempo.
-Lo…siento, Dora.
-Luego, ese lugar…algo tórrido pero donde, gracias a ti, al menos en limpieza estamos bien, ¡me encanta!
-¿Te da risa?
La mesera llegó, dispuso sobre de la mesa los pedidos y los dos empezaron a comer.
-¡Claro, veo cómo…cómo nos pasas el jabón, cómo nos tienes que tocar, hombres y mujeres desnudos, viejos, en tus manos!…ay Steve, eres un dios. Tus compañeros…unos desgraciados.
-Dora, eso del dinero que acabas de…
Dora empujó de la mesa, un poco hacia adelante, su plato de mejillones y carne de cangrejo.
-No más Steve. Por hoy ha sido bastante. Creo es mejor nos vayamos, pero pasemos antes a la prolongación del muelle, donde puede entrar el automóvil, quiero ver el mar y ante él termines de leerme Casa de Muñecas, me identifico con Nora; necesito también de la otra dosis de morfina.
-Nora, Nora, esa rebelde- dijo Steve- que, en esa época, se atrevió a dejar a su marido.
Al llegar al muelle, Steve terminó de leerle a Dora Casa de Muñecas. Ella estaba extasiada mirando el mar.
-¿No es hermoso?-dijo ella- suficiente, vámonos ya.
En el automóvil Dora colocó su mano en la entrepierna de Steve.
-Gracias por todo, de tener cuarenta años menos, júralo que me metía en la cama contigo.
   Era casi de tarde cuando Steve, tomándola del brazo, entró hasta la recámara de Dora, auxiliado por dos enfermeras, para depositarla en la cama.
Steve la vio un momento antes que la dispusieran en bata y, antes de salir, volteó a verla de nuevo.
Comenzaban a desaparecer los efectos sedantes de la morfina.
A la noche siguiente Dora falleció.
Steve hizo su maleta y, en silencio, comenzó a abandonar el lugar.
Una enfermera al verlo le habló.
-Steve, ¿a dónde vas?
-He terminado aquí- dijo Steve- en mi cuarto dejo unos documentos a favor de otro asilo- y continuó su paso.
Afuera, un camino lleno de hojas secas y doradas iluminado por relámpagos, se extendía y, en ese instante, un potente rayo cayó a espaldas de Steve, que desapareció del todo.




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