La violencia en lo simbólico
(y la pelota se manchó…)
Como ustedes recordarán, hace unos
meses la Asociación
del Fútbol Argentino estuvo a punto de ser desafiliada de la FIFA por hechos de
corrupción. El mítico comentarista Enrique Macaya Márquez - en sus varias
décadas de profesión futbolera - dijo que jamás vio una situación semejante en la AFA. No sólo la Justicia Federal
se hizo cargo de la causa respecto del manejo de los fondos de “Fútbol para
todos” sino que, para aumentar el bochorno, se sumaron los “errores” en el
conteo de votos en las últimas elecciones de la entidad.
Éstos no son hechos fortuitos.
Hace tiempo que venimos señalando la crisis cultural que se abate por estas
tierras donde ninguna estafa, título de policiales o catástrofe económica se
muestran como algo aislado, todo se concatena y guarda relación palmaria con
esa crisis de base. En las sociedades donde entran en peligro algunos valores,
explota una bomba de abusos que derivan en pretensiones incongruentes. Hasta la
dignidad y el buen nombre se pierden en un instante de felonía donde su
protagonista se inmola en una ridícula contumacia sólo por tener su minuto de
fama.
Compleja crisis la cultural. Pero
se evidencia fácilmente, incluso en las múltiples formas de ingresar al
absurdo. Sabemos que cuando se lo aborda desde el humor es lícito y licencioso,
pero en la realidad concreta y en asuntos serios donde está en juego el bien
común, no merece menos que el repudio.
Y del absurdo pasamos al drama in
the blink of an eye. Unos por precipitados, otros por estúpidos, todos
tuvimos alguna incidencia en este ruin sitial en el que nos posicionamos como
sociedad. En Argentina tenemos larga experiencia en victimización donde salimos
a cazar brujas que no existen más que en nuestro imaginario colectivo tan
permisivo. A ello se le suma el negacionismo, otro de nuestros vicios
predilectos. Pareciera que negar las causas de todo lo distorsionado nos fuera
a redimir de algo, mientras Miss “pesada herencia” para unos y Miss
“imperiofobia” para otros, se convierten en las depositarias de nuestras
cuitas. Y ahí estamos, consagrados en el altar de la testarudez supina.
Los cimientos culturales de la Argentina están
resquebrajados, y uno de sus principales intersticios está en lo simbólico. Nos
referimos a lo desvirtuado que se vuelve un símbolo cuando se lo manipula en
forma irresponsable. “Símbolo” proviene del latín symbŏlum
y tiene por función exponer una idea o pensamiento representados en una imagen.
Ernst Cassirer desarrollará este concepto asignando al ser humano su carácter
de “animal simbólico” para definir la tendencia humana que tenemos de
simbolizar, es decir, de poner una intermediación que nos separa de una
relación directa con las cosas. Todo lo que intermedia entre el hombre y el
mundo, es lo simbólico. Tanto Cassirer como Claude Levy Strauss sostienen que
la cultura es el ámbito humano y lo natural es el ámbito de lo animal. Lo que
hace que el ser humano no sea animal y pueda configurar una cultura es su
capacidad de simbolizar o poner significado a todas las cosas. La simbolización
permite una intermediación entre los impulsos y su descarga.
Pero este campo natural de lo
humano - el universo simbólico - puede sufrir ataques. En la violencia
simbólica, el transgresor no enlaza con el valor representativo del símbolo –
tal vez por fatídica transferencia – e ingresa en un imaginario de otro orden
que, cuando se trata de la función pública, se articula con un relato
demagógico y autoritario. Dicho relato hace posible que el símbolo no acuse
línea del bien o del mal, la frontera se agranda o se achica de acuerdo a los
intereses en juego. El símbolo pierde su peculiaridad, actúan los impulsos y se
desencadena la acción sin mediación simbólica (Acting out). Se llegó al
colmo del cinismo como funcionario - tal es el caso de la ex presidente
Cristina Fernández de Kirchner - cuando hizo una humorada en la inauguración de
las formaciones nuevas del ferrocarril Sarmiento, a dos años de la tragedia en
Once: "¿Están todos ya ubicaditos? miren que esto hay que hacerlo
rápido, porque si no viene la próxima formación y nos lleva puestos". En
muchos funcionarios de diversas veredas políticas encontraremos
ejemplos así. Infamia semejante es posible con actitudes psicopáticas que
infringen valores simbólicos y van al acto en el lenguaje, o en el caso de
psicóticos a quienes les falla el poder de simbolizar correctamente. Este tipo
de situaciones dejan escapar “lo salvaje” que transmite lo animal o lo no
humano, o bien un trastorno en el control de las pulsiones. Impulsos agresivos
tenemos todo el tiempo y son necesarios, pero cuando se expresan sin freno a
causa de una simbolización deficitaria surge la conducta sádica, en donde no
hay represión de los impulsos.
Si lográramos entender que el
fútbol es sólo un deporte devenido en espectáculo cuyos partidos no son
combates a muerte, que los conciertos de rock no son hormigueros trágicos y que
las diferencias ideológicas no son motivo de odio visceral, las pasiones
encontrarían un bozal de contención que nos muestre más ubicados y maduros.
Pero no, resulta que la cancha es hoy una caja de resonancia social donde
algunos idiotas van a vomitar sus resentimientos, los shows multitudinarios son
amenaza de tragedia por falta de seguridad y los debates políticos son batallas
retóricas con descalificaciones ad hominem y críticas de alcoba.
La caída de la función paterna,
con su imagen protectora y de ser la “provisión” familiar, gravita también en
esta crisis simbólica que padecen muchas sociedades. Se desdibuja la autoridad
del padre cuando muchos de ellos se nivelan a la realidad de sus hijos y
descuidan el rol de ser para ellos los guías morales. En todo esto, hay valores
simbólicos violentados y no se respeta lo representativo que se le concede a
cada entidad o contexto.
En materia legal, evitar que lo
simbólico se diluya es evitar caer en el relativismo de la ley endeble. Con el
uso de tecnicismos se puede alterar la esencia de una ley y en tal caso,
impartir justicia sería una cuestión de azar, con todo el peligro institucional
que eso significa. De la misma manera que no serviría la caza indiscriminada de
delincuentes cuando hay un interés electoralista, tampoco sirve ser tolerantes
con la desidia de jueces promotores de impunidad. Tal vez las marchas contra el
femicidio como las de “Ni una menos” no detengan las muertes, pero con un
Estado libre de favoritismos partidarios que privilegie el valor simbólico de
una ley, los jueces mantendrán a raya a los violadores y asesinos.
En la contienda sexista
encontramos también violencia simbólica, y en este punto es ineludible
mencionar la vigente y no menos absurda “guerra de géneros”, donde tanto el
machismo como el feminismo son dos caras de una misma moneda, no son posturas
antagónicas, y sólo tienen una dualidad aparente. La supuesta diferencia reside
en el discurso, pero no en sus formas ni objetivo. Ambos buscan avanzarle al
género opuesto mediante exacerbación fálica. El machismo abusó históricamente
de su recurso de fuerza bruta para imponerse, mientras que el feminismo busca
agresivamente recuperar terreno que le fue invadido por el hombre machista. Si
bien la mujer tradicionalista espera aún ser conquistada o estar protegida por
un caballero, no está exenta de competir con el hombre, ganar un mejor sueldo y
lograr autonomía. “Querer ganar más” es en sí mismo, un avance fálico.
En culturas antiguas vemos también
expresiones fálicas, como la de los romanos cuando erigían menhires en la arena
del Coliseo. El mensaje subyacente estaba claro: "ostentamos falos, porque
dominamos el mundo". El machismo medieval del Cristianismo hizo lo propio,
cuando decretó a la mujer - erróneamente llamada bruja - como instrumento del
demonio, artífice de males y obnubiladora emocional porque se apodera del alma
del hombre y lo enamora. Pero nótese que la mujer es pasible también de
enamorarse - ella puede caer en un hechizo de atracción igual que un hombre -
sólo que en la Edad Media
no era usual que la mujer se enamorara, salvo si pertenecía a la realeza. Tales
debilidades sólo se les permitían a los hombres. El accionar fálico machista se
centraba en la manipulación, mediante la cual el hombre se victimizaba para
justificar la demonización femenina. Aquí vemos una simbolización fálica
amplificada, hiperbólica. Cuando se ama con plenitud, se comparte la pulsión
vital con el otro. Allí no hay contienda fálica ni onanismo conformista
represivo. La otredad cobra vida en ese compartir, y ya no hay necesidad de
activarse fálicamente.
Cuando los talibanes atacaron el World
Trade Center en septiembre del 2001 sabían lo que estaban haciendo;
vulneraron uno de los símbolos máximos del capitalismo mundial. Del ataque,
dedujeron que si se pudo destruir aquel símbolo de poder, estarían en
condiciones de destruirlo todo. Atentar contra un símbolo y no contra sus
actores habituales implica un intento de desmoronamiento estructural, que
llevaría años de recuperación psicológica.
¿Porqué un proyectil o bala tienen
forma peneal, al igual que un misil o torpedo? Muy simple: Porque tienen que
"penetrar" y eventualmente destruir. Un pene al introducirse debe
agredir, conquistar, dominar y simbólicamente destruir. De lo contrario, no cumplirá
eficazmente la función de pene. Tan propio del folclore callejero - y futbolero
- es expresar una imposición fálica sobre el otro cuando se le gana
humillándolo.
En las prácticas parafílicas como
el fetichismo se trasciende el mero miembro viril, como en el caso de la
podofilia o fetichismo del pie. Teorías indican que la forma del pie humano es
visualmente similar a las caderas femeninas (tendencia fetichista de los
varones). Otra teoría sostiene que tanto los genitales masculinos como los pies
se homologan en un mismo nivel de atracción por el hecho de estar escondidos.
Pero aquellos que asocian su fetiche con el accionar fálico prefieren los pies
grandes y huesudos porque “son los que pisan mejor", en clara alusión a la
arremetida fálica hacia el más débil. Aquí vemos como un símbolo de dominación
conlleva violencia. Pero el problema que deriva de esto, es cuando esa
violencia se plantea en forma indiscriminada.
Hace unos años, se desarrolló el
fenómeno posporno en la
Facultad de Ciencias Sociales de Buenos Aires, una
manifestación de sexo explícito en las aulas que según sus cultores, fue una
expresión contestataria frente a la pornografía tradicional respecto al papel
opresivo que cumple allí la mujer. Con esto no se intentó afianzar la teoría queer
con su reclamo respecto a que las orientaciones sexuales son mera construcción
social. Nada de eso. Aquí se instaló una clara expresión feminista. Para
desmitificar estereotipos sexuales no es necesario hacer bullicio, porque
veamos esto: el escándalo no siempre es producto de una reacción emocional, es
a veces un síntoma de la chabacanería y mescolanza que imperan. Es cierto que
el posporno “no es para que nos calentemos” como anunciaron sus
organizadores. Pero la temperatura aumentó en los ánimos de muchos no por
excitación sino por la bronca ante ese espectáculo burdo y promiscuo. El
espacio público de una Facultad fue violentado en su valor simbólico. Es una
casa de estudio, no un espacio para reivindicaciones sexuales. Un
exhibicionismo “tinellesco” fue precisamente lo que ocurrió en esa Facultad, y
ya que estamos, pondremos bajo la lupa a Marcelo Tinelli como el empresario que
ya no sólo está detrás de la TV
de consumo vulgar, sino también en comisiones directivas de clubes y en
políticas espurias. En todo el arco más oscuro y populista de la sociedad, allí
lo encontrarán a este mercader de la vulgaridad.
Volviendo al fútbol, cuando
Maradona pronunció la frase “la pelota no se mancha”, por medio de esta
metáfora simbólica hacía referencia a no permitir que la esencia de un juego se
contamine. Aunque su adicción a las drogas y exabruptos que protagonizó no lo
ayudan en su deseo, rescato el mensaje: Nada debe manchar lo puro que
representa un juego. El punto es que no existe tal pureza en el fútbol profesional.
Mafias, barras bravas, reventa de entradas, dirigentes cuestionados,
transacciones millonarias, son algunos ítems de este cóctel obsceno de
opulencia y corrupción que muy lejos está del primigenio espíritu que envuelve
al deporte. ¿Dónde quedó aquello del “Mens sana in corpore sano” cuando
un futbolista juega estresado por las presiones? El cuerpo podrá estar
bien entrenado pero, ¿y la mente? Hoy es habitual ver jugadores de clubes
grandes amenazados por los barras, obligados a ganar en un alocado exitismo.
Bajo estas circunstancias, pertenecer a un club de primera división deja de ser
un privilegio. Pasa a ser una condena. La prohibición de público visitante en
las canchas logró reducir apenas los enfrentamientos, pero los violentos se las
ingenian siempre para sus festivales de sangre; si no se cruzan en alguna ruta,
lo hacen en una discoteca o estación de tren, basta con que se reconozcan como
adversarios, que empieza la función. Cortar este nudo gordiano de
violencia implicaría sacrificar intereses de altas cúpulas atestadas de
corrupción. Romper con el valor simbólico es habitual en tales ámbitos, ya que
la violencia es parte activa del negocio. La política y el fútbol profesional
van de la mano, allí forman un espacio común en donde proliferan verdaderas
“sociedades del delito” con barras de clubes como aplaudidores en actos del
gobierno, y con punteros políticos como reclutadores.
El diagnóstico debe ser claro:
existe una crisis que conduce al rechazo de la alteridad, hay una resistencia a
aceptar que convivir con el otro es posible si hay respeto por el que es o
piensa distinto.
Es vital recuperar el valor de lo
simbólico como pilar fundamental para reconstituir el tejido social. Pero esto
quedaría sólo en el plano del deseo, si no se plantea una restauración del
pensamiento individual y contención psicológica de las personas, en tanto
componentes sociales primarios de la sociedad que conforma, dirime y controla
el accionar correcto del Estado.
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