martes, 21 de febrero de 2017

Ascensión Reyes (Cuento)-Chile/Febrero de 2017



LAS AVENTURAS DE UN TRAJE INGLÉS

            Probablemente, fui confeccionado a comienzos del siglo pasado. Estaba entre un pequeño lote de ternos que iban a usarse de moda, en una elegante y exclusiva tienda de ropa masculina, y a un precio al que sólo podrían acceder los pares de la corona. Creo que nos repitieron en varias tallas, yo era de las más pequeñas. Sin pecar de ostentoso, creo que la tela provenía de la mejor fábrica de hilados de Londres.       
            Un jovencito de ilustre familia fue el afortunado que me lució en un evento muy importante, donde sus padres cercanos a la realeza, debían presentarlo a sus pares. Lo normal hubiese sido que a la hora de decidirse en la compra, hubiera elegido un terno azul, para que la camisa blanca y la corbata de seda con rayas oblicuas, lo hubieran puesto a tono con los demás invitados. Pero ya se vislumbraba en este jovenzuelo, a un futuro hombre de carácter e ideas poco conservadoras, por ésto no quiso uniformarse con el resto de los asistentes, y me eligió a mí, un hermoso terno plomo claro con rayas blancas finísimas, que lo recorrían verticalmente, de tal manera que, quien me vistiera se vería un poco más alto. Es decir una ilusión óptica que a veces se da.
            Su debut en la sociedad londinense fue un éxito, las jovencitas asistentes, quedaron prendadas del hermoso muchacho tan bien vestido. Porque sin pecar de pretencioso pienso que en gran medida, su éxito se debió a mí. La más hermosa jovencita de la fiesta fue la elegida para invitarla a bailar y ello derivó en un romance que perduró por un par de años. Yo lo acompañé a varios eventos sociales y siempre fue el centro de las miradas, no sólo del elemento femenino, sino también de las madres casamenteras que deseaban dejar en buenas manos a sus hijas.
            Pero el tiempo pasa, y mi dueño creció, y quedé pequeño para su talla, guardado en el ropero por bastante tiempo, diría años, hasta que el joven casi a punto de casarse, después de conocer a la elegida entre muchas candidatas, se cambiaba de ciudad y yo me había convertido en una prenda a la cual debía desechar, fui colocado en la bolsa original que me protegía del polvo, y no supe cómo llegué al ropero de uno de los mozos que atendía a la familia de mi joven dueño.           
            Se trataba también de un hombre joven, pero de contextura gruesa, al probarme  frente al espejo, se dio cuenta que mi talla no le acomodaba, faltaban varios centímetros para cerrar la chaqueta y en cuanto a los pantalones habrían tenido que añadirle más género para que le cubriera su abultada barriga. Con mucho pesar, un día decidió que lo mejor era venderme en una casa de empeño del Soho, de esas que compran barato y venden caro. Porque entre tenerme guardado y sin utilidad, era preferible obtener unas monedas, aunque fueran pocas. Así lo hizo y yo nuevamente quedé colgado en un perchero junto a otros ternos que en los comienzos habían tenido días de gloria, como fue mi caso. Me enteré de muchas historias y entretelones sabrosos que no me habría imaginado que también sucedían entre la gente linda. Sin embargo linda o fea, refiriéndome a la pobreza, es lo mismo, se dan las mismas cosas, los mismos defectos y hasta los mismos vicios.
            Bueno, el caso, es que ahí me quedé por bastante tiempo, una polilla estaba casi a punto de descubrir lo apetitoso de mi textura, porque mis orígenes fueron de lana de la mejor calidad. Ya casi lo tenía asumido que terminaría convertido en un colador, alimentando a cientos de larvas de mariposas que gustan de la lana, cuando entró a la tienda un hombre de mediana edad, quien buscaba un terno. Dentro de todo lo que conversaron con el dueño, me enteré que era un sudamericano avecindado en Londres. El hombre esperaba ser padre dentro de algunos meses y por lo tanto se había comprometido con la futura madre antes de que naciera el bebé, que era un ella. Se casarían civilmente de acuerdo con las leyes inglesas. Y recuerdo que fui testigo de aquel matrimonio, él muy compuesto, se diría elegante, del tipo rubio que no desentonaba en absoluto de un inglés legítimo, y ella también interesante, de facciones bastante latinas, pero ambos formaban una bonita pareja. La ceremonia y posterior festejo, fueron bastante breves, las finanzas de los novios no permitían mayores gastos. Llegó la bebé y al poco tiempo creo que la bautizaron, y por segunda vez salí del ropero. El joven padre, había aumentado de contorno un par de centímetros, impedimento que se solucionó con una nueva disposición de botones en la chaqueta y del ziper, en los pantalones. Y nuevamente quedé guardado por tiempo indefinido, porque cuando mi dueño pretendía calzarse los pantalones, era imposible.
            Pasaron dos o tres años y el matrimonio se disolvió, había una hija de por medio, pero su partner tenía un genio del diablo, y la bebé como buena descendiente del tercer mundo con una salud frágil y propensa a las dolencias bronquiales. He sabido que de las herencias en cuanto a salud no se escapa ningún humano.
            Junto con mi dueño, partí a un departamento pequeño donde quedé hecho un ovillo en una caja, hasta que, con todo el tiempo a su disposición, un día me buscó, premunido de tijeras hilo y agujas y descosiendo por aquí, costureando por allá, cortando un poco  la basta para añadirla a la cintura, me dejó convertido en un mamarracho usable; en varias ocasiones pudo lucirme con cierta soltura. Sin embargo, ya se notaban los años en mi textura, el forro y los bolsillos comenzaron a ceder, transformándose en hoyos que hacía imposible ser usado con cierto decoro.
            Un día, mi dueño supo de un amigo que viajaba a su país de origen, y su hermana tenía a muchas personas a quienes ayudar con ropas usadas, de tal manera que rellenó dos maletas que recorrieron el Atlántico, en un container, donde ese señor trasladaba sus enseres porque se devolvía a su país. Largo fue el viaje y mis vecinos de maleta iban tan alicaídos como yo, habíamos perdido los deseos de comentar acerca de nuestras vivencias, porque temíamos el destino nos darían, desde servir a otra persona o ser convertidos en limpia pies en una casa modesta.
            Por fin llegué al hogar de la señora que me destinaría, con suerte, a otra persona. Poco a poco, las maletas se fueron desocupando y mis compañeros de viaje fueron remozados totalmente. Una buena lavada, remiendos por aquí y por allá, finalmente fueron a acompañar a hombres con poquísimos ingresos a quienes abrigarían por varias temporadas, terminando sus días de utilidad, en la cama de algún perro guardián de su casa.
            Al parecer yo fui el último, porque la señora no sabía que destino darme, considerando las condiciones en que llegué, felizmente me dio un baño en la lavadora, que hizo alejarse a mis grandes terrores, las polillas, hasta que decidiera ponerme en condiciones de uso. Y así fue en una temporada en que debió permanecer en cama por varios días, me sacó del closet y premunida de tijeras, hilo y agujas, más unos pedazos de género, muy parecidos al color del forro, comenzó el proceso de remozamiento. Increíble, casi quedé como nuevo, ni siquiera hubo necesidad que me planchara, bastó que me doblara cuidadosamente y pusiera ropa pesada sobre mí, para conseguir una caída perfecta. Ahí estuve otra temporada guardado dentro de la funda, esperando a mi futuro dueño, hasta que un día cualquiera escuché una llamada telefónica.
            -Que lamentable, pero estaba sufriendo, Dios fue piadoso al evitarle tanto dolor. Una pregunta. ¿Tienen ropa adecuada para vestirlo? ¿No? Bueno, yo creo que tengo algo que les va a gustar.
            Y de nuevo supe que me habían encontrado un nuevo dueño, pero la intriga era ¿de quién se trataría? Llegué en un paquete junto a una camisa blanca, una corbata celeste con pequeñas florcitas amarillas y una calceta  porque la otra se había perdido.
            Grande fue mi sorpresa al sentirme vistiendo a un difunto con una sola pierna, felizmente su paso a la otra vida había sido tranquilo, porque su rostro y su cuerpo lo demostraban.
            De lo último que me acuerdo en mi paso al Más Allá, porque para allá íbamos el difunto y yo, fue que un borrachito se acercó a la ventana del ataúd y dijo a media lengua:
            -¡Oh Jimmy! amigo de siempre, ¡no te habría reconocido si no supiera que eres tú! Realmente te ves muy elegante, si pareces un verdadero lord inglés.

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