FANTASMAS
Miro
hacia adentro y no tengo dudas.
Habito
un lugar donde se aparean los espantosos sueños posados en la almohada, con las
colgantes telarañas del techo; el chillido de goznes oxidados de viejas
puertas, con los pasos perdidos de algún antiguo residente; el murmullo de la
lluvia en el tejado, con la pérdida de agua en la canilla de la bañera con
patas; el retrato en sepia de la tía senil y arrugada, con el óleo del
bisabuelo que volvió tuerto y manco de la guerra de Etiopía; la figura en cera
del mastín de colmillos afilados, con la cabeza del cocodrilo cazado en Senegal
y atornillada a un escudo de madera; el cucú que suena lúgubre en la amplia
biblioteca utilizada para los velatorios en familia, con las campanadas que
llaman a muerto en la iglesia cercana.
Todo
conmueve, asusta, acobarda, pone la piel de gallina. Juraría que me estremece.
Ahora
miro hacia fuera, donde la tormenta y la noche apenas dejan ver la luz del
farol que se bambolea en el portón de entrada, al límite del bosque que es solo
una negra mancha.
Alguien
parece acercarse a la entrada de la antigua casa. Lo observo desde una ventana
lateral de la planta alta, que permite una amplia visión de la marquesina del
frente. Camina lentamente, aparenta cojear de la pierna izquierda, trata de
deslizarse con el menor ruido posible, quizás para que los habitantes de la
mansión y sus vecinos no lo detecten. Lleva una pequeña maleta, la cual
deposita junto a la puerta. Creo que va a accionar el llamador pero no, se va tan
misteriosamente como llegó, mirando hacia todos lados.
Espero
unos minutos y corro escaleras abajo. La ansiedad me hace destrabar
violentamente los cerrojos de la puerta. Es una vetusta y desvencijada valija
haciendo su último viaje. La abro conteniendo el aliento. Un género y un sobre
me saludan desde adentro. Algo similar a una sábana blanca con dos agujeros
ovalados de tres centímetros de ancho. Y la esquela amarillenta que asoma
apenas. Desdoblo el papel y leo…
“Estimados. Me dijeron que aquí
gustan del terror y lo mantienen en cada componente de la casa. Ustedes sabrán
valorarla y cuidarla. Ella me acompañó durante veinte años mientras
representaba el personaje tenebroso de los Cuentos de Navidad de Dickens. Mi
artritis y la edad causaron una caída en bambalinas de la cual ya no me pude
recuperar. Quiero que mi compañera de
tantas veladas siga provocando miedo aunque sea colgada de la pared sin alguien
que la contenga, algo que no ocurriría en el Museo de la Casa del Teatro, donde
seguramente algún chiquilín le escribiría sus
iniciales y fecha o intentaría cubrirse con ella asustando entre risas a
un amigo. Espero cumplan con mi deseo, al menos por haberlos elegido como
cuidadores de una tradición. Traten de que no se les vuele porque puede
atemorizar a los niños. Hasta siempre”
Levanto
la prenda con cuidado, la dejo deslizar por mi cabeza y hombros, acomodo las
aberturas a mis ojos y me observo en el barroco espejo de la sala. Enseguida
comprendo el añejo oficio del desconocido visitante. Un grito horroroso sale
del fondo de mi garganta. El fenómeno vuelve a reavivarse y ahora la casa tiene
otro inquilino. Era tiempo de que renováramos el vestuario y tuviéramos un
nuevo protagonista.
Ya
no soy más un simple mayordomo, pasé a ser el primer actor. He ascendido en el
convenio colectivo del pánico. Y cobraré un bono extra por cada infarto que
provoque.
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