viernes, 24 de marzo de 2017

Carlos Caposio-Argentina/Marzo de 2017



La casa del espejo



Yo no me fui.
Pueden decirme lo que quieran pero no que me fui.
Aunque la noche estaba tapada de nubarrones y las luces de la calle rotas, por esa costumbre nuestra de jugar tiro al blanco con los focos, yo me quedé en esa casa tratando de cambiar las cosas, me quedé frente a ese espejo que no mostraba nada, que no mostraba nuestra imagen.
No salí corriendo como todos, seguí buscando a Manuel, con la vela que se apagaba con el viento que entraba por los vidrios rotos, con esos fósforos húmedos que perdían la cabeza, como los apurados por el carril rápido cuando maneja el tío a sesenta kilómetros por hora.
Y si bien tenía miedo y me temblaban las manos, yo volvía a pasar frente al espejo para ver si era cierto lo que había visto antes, o mejor dicho, lo que no había visto.
Ni les cuento cuando empezó la tormenta y la casa parecía imposible de recorrer, con esos truenos retumbando en todos los ambientes, y los relámpagos, que se colaban por el ventanal del comedor iluminando toda la casona.
Mi imagen tampoco estaba en ese espejo que había chupado a Manuel. Se los juro. Como también les juro que en uno de esos relámpagos lo vi, estaba del otro lado, me miraba horrorizado.
Creo que fue en ese momento en que Josecito salió corriendo con sus piernas chuecas y los cordones desatados, y saltó la ventana y se enganchó yéndose de boca al piso. Se levantó y siguió corriendo con la sangre bajo los ojos.
Y Manuel que seguía desaparecido. Que siguió desaparecido. Y hoy seguimos diciendo que desapareció. Cuando no es así, cuando todos sabemos que murió, que seguramente lo mataron esas fuerzas horrendas que habitaban nuestra casa, nuestra casa abandonada de esos tiempos.
Aunque éramos chicos ya sabíamos de códigos. No se deja tirado a un amigo. Menos ir a decirle a todo el mundo que él se lo buscó como hizo Francisco, que decía que era por meterse en cosas que no se tendría que haber metido. Menos aun cuando Francisco también había entrado en esa casa y se había comprometido.
Y yo solo, frente a ese espejo, frente a esa lágrima de mercurio sin identidad, esperando a que Aníbal apareciera para ayudarme a buscar a Manuel.
Sí, yo me quedé.
Pueden decirme que después mamá me llevó a Europa para que me olvide de esa casa y de ese espejo.
Pueden decirme que no fui a la plaza con la madre de Manuel como hacían las otras madres y los hijos.
Pueden decirme lo que quieran pero yo me quedé ahí.
Yo subí y recorrí todas las habitaciones, llegué al altillo donde guardaban los manuales en otros tiempos, dónde estaban los muebles viejos tapados con sábanas.
Yo seguí buscando su rostro, su cuerpo. Pueden decirme lo que quieran. Pero yo me quedé. Me quedé frente a ese espejo que no mostraba nada. Que no mostraba a nadie.

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