Selfie
Arrollando áreas mentales insoportablemente incautas,
surge la fotogenia social, un
protagonista inmodesto.
No es que no existiera pero ahora
suma un plus de vanidad.
He aquí la simbiosis entre
autofoto e híper-ego teatral,
promocionando toda una
complacencia colectiva imparable
en asociación con un narcisismo
sintético arrollador.
Irrumpen equilibristas de un
carrusel estético innatural
de sonrisas prefabricadas y risas
pre-programadas.
Cada brazo y silueta desmedida es
parte integral
de una imagen deformada por la
contorsión muscular.
Se vitorea impulsivamente cada
movimiento de la cámara,
tanto el desaliñado como el
impecable lucen sus poses.
No hay ruido, solo presunción y
mente dúctil para captar
su foto perfilada o periférica
desde el foco hacia los iris.
Clics constantes como sonido
incidental del pasatiempo,
se prohíbe el bostezo descuidado
o el dedo en zona gris.
El índice aprieta el agudo
aparato y el mecanismo se propulsa
modelando los físicos y el
vertiginoso momento lúdico.
Segundos de suspenso y la
pantalla propone su formato fiel.
Al crear perfiles carismáticos
efímeros en encuadrados espacios,
trasciende la estética de la piel
y el cutis que matiza la foto;
el trasfondo brillante o apagado
no importa solo vale el rostro.
La fantasía de la eternización de
la sonrisa es el súmmum
en la elaborada propuesta de la
seducción convencional.
Se promueve un autoelogio
excesivo al seleccionarse a sí mismo,
focalizándose en uno en vez de
enfocar la inmensidad ambiental.
Los quince minutos de fama se
conquistan reproduciendo
millares de instantáneas
virtuales personalizadas o grupales;
despilfarro de tiempo ocioso en
miles de tomas con gesto insulso.
El paisaje típico es referencia
para fechar los recuerdos honrosos,
creando una guía turística
dinámica para la próxima inmediatez focal.
El archivo digital es el
sustituto del álbum de reminiscencias;
innegablemente aún hoy hay fotos que merecen el
cuadrito vulgar.
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