sábado, 24 de junio de 2017

Agustín Alfonso Rojas-Chile/Junio de 2017



EL ALAZÁN

                                                  Detente en el momento preciso,
así no lamentarás consecuencias.

            La tarde cae sobre la Dehesa. El yuyo de la pradera perfuma el aire fresco del ocaso. La salvia, el heno y la alfalfa crecen a la vera del camino trashumante.
            Las altas cumbres muestran su esplendor mientras sol refleja sus rayos en las nieves eternas, cubriendo el cielo de un rosado pálido; ello proyecta la sombra de las pataguas sobre las aguas del río, que presuroso, corre en busca de su destino allá, en lontananza, en el océano Pacífico.
            Juan, montado en su caballo no pierde detalle del hermoso atardecer. Así debe ser el Paraíso - piensa – mientras su alazán pisa fuerte los abrojos del sendero. Zorzales, tencas, diucas y otras aves cantoras llenan de melodía el ambiente. Pronto las sombras de la noche, disputan al sol su reinado, llegando así la hora de la oración y el sueño. Presuroso azuza a los perros para reunir el ganado en el claro de un bosquecillo de maitenes y coihues rodeado de zarzamoras. Por el oriente baja una corriente de agua tibia formando una pequeña laguna, nadan en ella taguas, gansos y patos silvestres. El pasto en sus orillas crece tierno y abundante. Una bandada de bandurrias cruza graznando en vuelo rasante. Un añoso sauce llorón deja mecer sus ramas en la corriente del riachuelo. Por el norte, una pequeña cumbre rocosa evita el paso de ganado; por el sur, bajo el sauce, levanta su campamento manteniendo el control total del rebaño que conduce a las pastadas de verano en la alta cordillera. Tres días permanecerá en este solaz. Sus compañeros, cuatro perros pastores, hacen el gran trabajo. Basta un silbido para que cada uno cumpla su tarea, es decir, mantener el arreo compacto. A su caballo “Alazán”, de quince años, Juan le dice: -“En plena juventud estai, viejo”. El caballo lo mira como diciendo- ¡escoba!-  Juan lo entiende, ambos se entienden. Juan ríe y le contesta. -¿Qué haría sin ti?
            Lleva tres caballos más, cada jornada de dieciocho horas la cumple un solo animal. Dos mulares son el tren de abastecimiento, sólo lo indispensable para seis meses de sobrevivencia en las cumbres cordilleranas: Sal, azúcar, hierba mate, arroz, porotos, lentejas y fideos. Las verduras las proporciona la naturaleza; hierbas silvestres que crecen profusamente. Aspirinas y uno que otro medicamento. Ropa de abrigo, frazadas y saco de dormir. Su chupalla, chamanto, tres pares de botas, una escopeta calibre punto 16, un cuchillo de monte, tres paquetes de fósforos. No lleva cigarrillos, vino, ni licores. La carne la proporcionan los perros ya que apacentado el ganado uno queda de guardia y los otros tres salen a “conejear” o cazar patos, avutardas o perdices. Las prepara, compartiendo con ellos el alimento.
            Esta es su tercera jornada. Salió de su parcela en los “Queñes” el día 23 de Septiembre, luego de pasadas las fiestas patrias. Se despidió de su esposa, Rosamaría. Besó en la frente a su hijo Juan de doce años, y a su hija Roxana de diez. Lágrimas corrieron por las mejillas de la familia que quedaba en casa.
            - Volveré a fines de abril – dijo -  así como lo hizo mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo.
            Era exigencia de la tradición familiar que los primogénitos debían llevar siempre este nombre. Los habitantes del pueblo conocían a los Gálvez, como familia de palabra y honor.
            A su regreso venderá el ganado; no todo, una parte, como todos los años, para la educación de sus hijos y subsistencia familiar. No desea que su hijo sea arriero como él. Sin embargo, éste ya le ha manifestado que el próximo año iría con él a la pastada.
            Prepara huevos de gansa, papas al rescoldo, algo de pan y su infaltable mate cebado con hierbabuena. Los perros, echados juntos al fuego, dormitan. Caballos y mulares pacen en la pradera. La noche sin luna acentúa la oscuridad. Por los ámbitos del cielo, estrellas fugaces se cruzan en una danza nupcial. Alimenta la hoguera, eleva al padre Dios una plegaria de agradecimiento y perdón. Pronto se queda dormido. Los perros velan su sueño. El croar de las ranas, el sisar de los grillos, el chicharreo de las chicharras llenan de paz la noche. Infinitos pequeños puntos azules llenan de luz los pastizales, son las diminutas luciérnagas que hacen del lugar un idílico paisaje nocturno. “Capitán”, el perro jefe de jauría, echado junto a él lo observa con ternura. Su mente pronto empieza reflejar pasajes de su reciente pasado, es recurrente el instante en que su compadre Marcial y él, forman la mejor “collera” en el rodeo de los “Queñes”. Sin embargo, su amistad terminó por un pequeño incidente producido al fragor de la faena. La espuela de Marcial se enredó en la faja de la yegua que él montaba, haciéndolo caer de la bestia perdiendo toda posibilidad de adjudicarse el “Champion”.
            Ello les llevó, igual que caballeros andantes, a un combate de “rebenque” que más que apaciguar los ánimos, se convirtió en un espectáculo de circo, para los huasos asistentes que gozaban azuzando la rencilla. Todo terminó cuando el chamanto de Marcial acabó en jirones. Se miraron sin comprender el motivo de su pelea. En un instante, el rencor dejó paso a la reconciliación. Al centro de la media luna se fundieron en un fuerte abrazo.

            El relincho de los caballos, el ladrar furioso de los perros y el fuerte ruido de los cascos de los vacunos que huían en espantada le despiertan. Sin entender lo que sucede, toma su escopeta dirigiéndose al lugar de mayor alboroto. Pronto se da cuenta que su caballo “Alazán” yace en el pasto en medio de un charco de sangre, ha sido atacado por un puma que los perros mantienen acorralado a los pies de la montaña. Ordena a los perros retirarse y conciente de que este animal debe alimentase le deja ir. Luego, dispara su escopeta al aire dándole a entender que si vuelve, le matara.
            Vuelve a su caballo, efectivamente tiene rasgada la grupa por las garras del felino. La  hinchazón pronto se hace presente. Lo cura con barro caliente y hierbas, le deja. Sentado junto a la hoguera ceba su mate. Al amanecer, ya los perros han reunido el ganado. Durante los tres días de permanencia atiende solícitamente su caballo. - Esto empeora – se dijo para sí.
            Cumplido el plazo, viendo que su viejo Alazán no podrá continuar el viaje, decide sacrificarlo. Con dolor en su corazón, se acerca, coloca el cañón de la escopeta en la frente del equino moribundo, éste lanza un sufrido relincho de despedida. Sin embargo, cuando Juan comprime el gatillo, el perro “Capitán” gruñe a su lado. Fue la señal, retiró el arma, se abrazó a la bestia y le dejó para que muriera en paz en ese lugar.
            Los meses pasaron raudos. La primavera renueva la vida en la montaña; decenas de terneros han nacido en la pastada. Las aves se multiplican, las flores silvestres llenan cada rincón de la explanada, llamada “El Cuerno del Viento”. El verano ha madurado la simiente.  Es hora de preparar el regreso a casa. A mediados de Abril inicia el descenso. El piño es mayor – valió la pena el sacrificio – piensa -. Una lágrima le aprieta el corazón al recordar a su querido caballo dejado, allá, abajo, en esa pequeña terma.
            Tres días de marcha le lleva de regreso al pequeño bosquecillo de maitenes y coihues, rodeada su perimetría de zarzamoras, donde el agua es pura y los pastos crecen tiernos y abundantes. El impresionante relincho de un caballo le da la bienvenida. ¡Es su viejo Alazán...! Éste, en briosa carrera se acerca a su amo, relincha de nuevo junto a él, estrega el cuello en su pierna, ambos se abrazan. El hombre llora de emoción.
            Quien cuenta esta historia asegura que al caballo también le brotaron gruesas lágrimas de sus grandes y redondos ojos negros...

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