sábado, 24 de junio de 2017

Carlos Caposio-Argentina/Junio de 2017



La ventana



«Mi casa se fue desmoronando, el agua que se filtraba hacía

cortocircuitos con la araña del comedor, pero desde mi ventana,

se veía la llegada del tren», Malacara.

Despertó tiritando. Se levantó como un fantasma, como si hubiera dormido más de una noche. Miró el reloj, la misma hora de cada mañana. Levantó la persiana de la correa rota dejando al descubierto el parche de cartón en el vidrio. El sol ya dibujaba las siluetas de los edificios de avenida Libertador.
Ella tenía un vestido rojo, bufanda y sobretodo. Estaba parada en el andén al lado del puente.
Recién cuando la vio supo que era viernes. Sabe que de lunes a jueves ella usa un uniforme.
La espiaba desde siempre. Desde que tenía memoria.
Él esperaba el momento preciso, el día indicado para cruzar y hablar con ella.
Cada mañana estaba ahí frente a la ventana de la planta alta, acariciaba a la muchacha con sus ojos, e imaginaba que lo miraba y le sonreía. Pero la bocina del tren lo golpeaba y ella se perdía en el último vagón.
Nunca se animó.
A veces no aparecía, faltaba al trabajo. Entonces él sufría en silencio, igual que los feriados y los fines de semana, cuando ni siquiera levantaba la persiana.
Ella brillaba. Era como si una película en blanco y negro tuviera a su protagonista en colores.
A él le llamaba la atención un señor mayor que todos los días estaba parado al lado de ella, también parecía brillar, también era diferente.
Vestía un sombrero de paja y llevaba puesto siempre el mismo jardinero azul, engrasado.
Odiaba las tardes. Eran sólo unos segundos en que su pelo negro flameaba entre la gente. Todos volvían de trabajar a la misma hora y a veces se amontonaban y ni siquiera podía verla. Él se movía como si el marco de la ventana se agrandara, después, cuando la estación quedaba desierta, maldecía y gritaba caminando de un lado al otro
del cuarto.
Decidió no esperarla más por las tardes, minutos antes de la llegada del tren, bajaba la persiana.
Una mañana despertó con valor, pensó en hablarle y decirle del tiempo que llevaba enamorado. Contarle que sabía del piloto gris de los días de lluvia y de la blusa escotada en las mañanas de calor.
Tenía que cruzar, sabía qué decirle. Iba a confesarle que disfrutaba de los parlantes: «Señores pasajeros, trenes con destino a Retiro, veinte minutos de demora».
Estaba dispuesto a confesarle que el día del paro de los maquinistas él había sido tan egoísta que rezaba para que no arribe el tren y qué vio cuando se fue gesticulando a tomar el colectivo. Pero no se animó. Ella tenía un gesto raro y no creyó conveniente cruzar ese día.
Una mañana la chica hablaba con el viejo del jardinero azul. Sintió celos y comenzó a gritar fuerte para llamar su atención, ella pareció escucharlo, miró hacia la ventana, y sí... Sus miradas se cruzaron. Él disimuló, miró hacia el costado, se sonrojó. Luego, cuando se dio cuenta que lo seguía mirando, le sonrió y la saludó. Pero ella lo ignoró, siguió mirando como si nada, se tomó el tren y se fue.
Desde aquel día todo fue diferente.
Ella comenzó a mirar hacia la ventana todas las mañanas. Le llamaba la atención la humedad en las paredes, el cartón del vidrio, y los carteles de venta destruidos. No entendía como en el mundo moderno podía seguir existiendo una casa tan grande. Ella estaba convencida de que no vivía nadie en el lugar.
El viejo le contó que estaba abandonada. Que vivió un loco mucho tiempo, un loco que no paraba de mirar por la ventana.
—No creo pero... ¿Seguirá ahí adentro, –preguntó ella.
—Dicen que hace cien años que murió, o ciento cincuenta, ya se
tendría que haber dado cuenta –dijo el viejo.
— ¿Usted cómo sabe ¿No vio que las persianas se mueven.
—Mirá –continuó el hombre– mi hijo era muy creyente, y con eso de la religión tenía remordimientos por las cargadas que de chico le hacía al loco. Lloró mucho el día que murió. Me acuerdo la impotencia que sentí. Lo escuché suplicando perdón, y yo que no podía abrazarlo, debió necesitarme mucho, pero así es la vida de los muertos. En lo de
las ventanas le voy a dar la razón, ayer estaban cerradas, pero vio que
el amor mueve...
— ¿De qué le vino la locura ¿Usted sabe.
—Justamente, de amor. Estaba enamorado de una muchacha, y no fue correspondido, o no se animó. Cuando uno no se anima nunca sabe.
—Qué hermoso, era un romántico. Debe haber sufrido mucho. ¿De qué murió?.
—Creo que de hambre, no salía por verla. No se puede estar siempre encerrado espiando a una mujer. Eran tiempos duros, fue cuando lo de las torres de Estados Unidos. Nadie tenía tiempo para amar. Fue cuando las guerras. ¿Se acuerda señora.
—Sí, las guerras del siglo pasado. Yo estaba acá mismo esperando el tren y un chico con un tablero grande de dibujo le contaba a otro la noticia que había escuchado por la radio. Eran tiempos duros, pero yo también creía en el amor, tenía tanta vida en ese entonces, como pasa el tiempo. ¿Fue lo de los aviones, no.
—Claro, querida, desde ese día cambió el mundo. Vinieron las invasiones, la unión de los europeos y los latinoamericanos. China y Japón. Hasta dicen que por eso cayó el imperio norteamericano. Pero no sé, dicen tantas cosas.
— ¿No estará esperando todavía. Quizás siga espiando sin darse cuenta. Yo me enteré que mucha gente se muere y nunca se entera.
—Puede ser. Quizás esté aguardando a la chica de cabellos tan negros como los tuyos; a la que esperaba el tren, como vos también.
Por ahí no estaba loco, la gente habla. Quizás ella tampoco se...
—No se preocupe. Voy a ir por él. No ahora, por la tarde. Quizás mañana. No, no, por la tarde. Tenemos mucho tiempo todavía.
Ya nos animaremos.

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