miércoles, 23 de agosto de 2017

Luis tulio Siburu-Argentina/Agosto de 2017



 

LO ENCONTRÉ EN EL BOLSILLO DE UN VIEJO SACO

Ocurrió en una de esas ocasiones que querés hacer limpieza y sacarte cosas de encima. Incluso con programación el día anterior. O sea que dio la oportunidad de tener antes un sueño. O una pesadilla, si uno lo mide en años hacia atrás. Porque en la cena hablamos de donde andaría ahora la ropa que fuimos regalando porque nos quedaba chica, estaba deteriorada o simplemente ya no nos gustaba o había pasado de moda. Y que dejamos en la iglesia, en Emaus o se la entregamos a un vecino que la necesitaba. Y por supuesto lo que se habla entre papa frita y trozo de milanesa no queda siempre sobre el mantel, si no que se apoya a veces en la almohada.
Y esa noche rememoré muchas prendas que me acompañaron en diferentes momentos de mi vida – hay constancia en las fotografías – y que un día no precisado desaparecieron – voluntaria o involuntariamente – de nuestra memoria y del placard del dormitorio, vaya a saber de qué casa que habitábamos.
Esa impronta noctámbula me hizo levantar con ánimo de revisar minuciosamente la vestimenta que guardo en el placard. Empecé poniendo todo sobre la cama y me di cuenta entonces que tenía más camperas, pulóveres, buzos, camisas de abrigo, que los supuestos inviernos que pronostico pasar. Ni hablar de las camisas de vestir, ejemplar de museo, ni de las corbatas para dos casamientos por iglesia y con fiesta anuales, en el optimista supuesto que se realicen y que además nos inviten. Hasta había algunas con las etiquetas de venta como si jamás se hubieran utilizado. Por suerte no figuraban los precios, porque si hacíamos la comparación con la actualidad, nos quedábamos hablando del deterioro de la economía en lugar de hacer lo planificado.
Estaba en mi tarea cuando escucho la voz de mi señora, diciendo que no olvidemos revisar el mueble de la bohardilla, que dejaron los chicos cuando se fueron de casa, dado que podría haber ropa nuestra. Eso ya sonaba a interesante, divertido y con cierto suspenso, más en mi caso, que creía que ya nada mío había fuera del placard de uso diario.
Fuimos retirando prendas de los chicos que Lucy guarda porque no quiere tirar sin sus respectivos permisos, olvidando que ni saben que ellas existen y menos las extrañan. Yo sé que la causa es otra, pero mejor me callo para no discutir sobre las diferentes apreciaciones de la nostalgia y el cariño, el nido vacío y la insuperable manía de no desprenderse de las cosas.
Y cuando ya llegábamos al final del último barral apareció. Si, ese saco no podía ser de mis hijos.  Nunca los vi con un Príncipe de Gales en tonos marrones, con dos tajos grandes, solapas anchas y tapas en los bolsillos. Y el escudo de la universidad en el ojal. No había duda. Algún milagro lo había salvado del naufragio o por  equivocación en la mudanza quedó tapado por alguna manta o acolchado y perdió su destino de donación.
Confieso que tenía temor de revisarlo, pero fue más motivadora la intriga que el desasosiego, y hundí mi mano  en los cuatro bolsillos interiores y exteriores, incluyendo además el del pañuelo y el de las llaves, porque no había celular ni tampoco fumaba.
Y entonces la descubro allí donde llevaba en aquella época la vieja libreta de enrolamiento que luego me robaron. Como si el sueño hubiera sido un preanuncio de la vuelta de algo. Doblada en cuatro, una servilleta con el logotipo del bar Capisci, allá al lado de la Redonda de Belgrano, frente a la plaza de Juramento y Vuelta de Obligado.
La abro sin recordarla, pero al leer mi letra manuscrita la reconozco. Una fecha querida. 6 de octubre de 1975. El día que aprobé mi último examen de la carrera de Licenciado en Administración de Empresas en la Universidad de Belgrano, que empecé ya grandecito. Un objetivo cumplido en el medio del crecimiento del trabajo y de los hijos. Una satisfacción que festejamos con pizzas y cervezas con mis amigos y compañeros Carlos Pol y Pedro Barzaghi.
Y seguramente escribí y  me guardé la servilleta en el saco y luego la olvidé. Algo parecido a lo que me ocurre con Carlos y Pedro, que aún los recuerdo pero no saludé en el reciente Día del Amigo, porque no sé dónde están ni cómo encontrarlos.
Es que como los sacos viejos, todo, todo, a veces queda colgado de la percha de lo que fuimos. Hasta que limpiando y limpiando, especialmente la memoria, de golpe aparecen en el presente y lo estrujamos con caricias, aunque las cosas nos miren impávidas y nos digan…pucha que se te ha puesto dura y áspera la piel…la última vez que te vi ni siquiera tenías arrugas…

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