LO
ENCONTRÉ EN EL BOLSILLO DE UN VIEJO SACO
Ocurrió en una de
esas ocasiones que querés hacer limpieza y sacarte cosas de encima. Incluso con
programación el día anterior. O sea que dio la oportunidad de tener antes un
sueño. O una pesadilla, si uno lo mide en años hacia atrás. Porque en la cena
hablamos de donde andaría ahora la ropa que fuimos regalando porque nos quedaba
chica, estaba deteriorada o simplemente ya no nos gustaba o había pasado de
moda. Y que dejamos en la iglesia, en Emaus o se la entregamos a un vecino que
la necesitaba. Y por supuesto lo que se habla entre papa frita y trozo de
milanesa no queda siempre sobre el mantel, si no que se apoya a veces en la
almohada.
Y esa noche
rememoré muchas prendas que me acompañaron en diferentes momentos de mi vida – hay
constancia en las fotografías – y que un día no precisado desaparecieron –
voluntaria o involuntariamente – de nuestra memoria y del placard del
dormitorio, vaya a saber de qué casa que habitábamos.
Esa impronta
noctámbula me hizo levantar con ánimo de revisar minuciosamente la vestimenta
que guardo en el placard. Empecé poniendo todo sobre la cama y me di cuenta
entonces que tenía más camperas, pulóveres, buzos, camisas de abrigo, que los
supuestos inviernos que pronostico pasar. Ni hablar de las camisas de vestir,
ejemplar de museo, ni de las corbatas para dos casamientos por iglesia y con
fiesta anuales, en el optimista supuesto que se realicen y que además nos
inviten. Hasta había algunas con las etiquetas de venta como si jamás se
hubieran utilizado. Por suerte no figuraban los precios, porque si hacíamos la
comparación con la actualidad, nos quedábamos hablando del deterioro de la
economía en lugar de hacer lo planificado.
Estaba en mi tarea
cuando escucho la voz de mi señora, diciendo que no olvidemos revisar el mueble
de la bohardilla, que dejaron los chicos cuando se fueron de casa, dado que
podría haber ropa nuestra. Eso ya sonaba a interesante, divertido y con cierto
suspenso, más en mi caso, que creía que ya nada mío había fuera del placard de
uso diario.
Fuimos retirando
prendas de los chicos que Lucy guarda porque no quiere tirar sin sus
respectivos permisos, olvidando que ni saben que ellas existen y menos las
extrañan. Yo sé que la causa es otra, pero mejor me callo para no discutir
sobre las diferentes apreciaciones de la nostalgia y el cariño, el nido vacío y
la insuperable manía de no desprenderse de las cosas.
Y cuando ya
llegábamos al final del último barral apareció. Si, ese saco no podía ser de
mis hijos. Nunca los vi con un Príncipe
de Gales en tonos marrones, con dos tajos grandes, solapas anchas y tapas en
los bolsillos. Y el escudo de la universidad en el ojal. No había duda. Algún
milagro lo había salvado del naufragio o por
equivocación en la mudanza quedó tapado por alguna manta o acolchado y
perdió su destino de donación.
Confieso que tenía
temor de revisarlo, pero fue más motivadora la intriga que el desasosiego, y
hundí mi mano en los cuatro bolsillos
interiores y exteriores, incluyendo además el del pañuelo y el de las llaves,
porque no había celular ni tampoco fumaba.
Y entonces la
descubro allí donde llevaba en aquella época la vieja libreta de enrolamiento
que luego me robaron. Como si el sueño hubiera sido un preanuncio de la vuelta
de algo. Doblada en cuatro, una servilleta con el logotipo del bar Capisci,
allá al lado de la Redonda de Belgrano, frente a la plaza de Juramento y Vuelta
de Obligado.
La abro sin
recordarla, pero al leer mi letra manuscrita la reconozco. Una fecha querida. 6
de octubre de 1975. El día que aprobé mi último examen de la carrera de
Licenciado en Administración de Empresas en la Universidad de Belgrano, que
empecé ya grandecito. Un objetivo cumplido en el medio del crecimiento del
trabajo y de los hijos. Una satisfacción que festejamos con pizzas y cervezas
con mis amigos y compañeros Carlos Pol y Pedro Barzaghi.
Y seguramente
escribí y me guardé la servilleta en el
saco y luego la olvidé. Algo parecido a lo que me ocurre con Carlos y Pedro,
que aún los recuerdo pero no saludé en el reciente Día del Amigo, porque no sé
dónde están ni cómo encontrarlos.
Es que como los
sacos viejos, todo, todo, a veces queda colgado de la percha de lo que fuimos.
Hasta que limpiando y limpiando, especialmente la memoria, de golpe aparecen en
el presente y lo estrujamos con caricias, aunque las cosas nos miren impávidas
y nos digan…pucha que se te ha puesto dura y áspera la piel…la última vez que
te vi ni siquiera tenías arrugas…
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