Abrazos de gol
Penales. Cuestión de vida o muerte en el
ritual diario.
El jugador argentino se prepara. ¡Ojitos lindos, el rubiecito!
Poca gente en el estadio. El arquero se acomoda los guantes amarillos. El
árbitro marca la línea de tiro y ubica la pelota peloteada. El rubiecito
retrocede sin ganas, observa los labios de quien debería atajar, entrecierra
los ojos y frunce el ceño en cuanto escucha al soberbio arquero pelos revueltos
que lo azuza cantando “¡Higuita sale a la
cancha! ¡Huiguita sale a ganar!”. La
reacción del goleador no se hace esperar. Patadón del rubiecito. Pelotazo en
cristalero. ¡Gana Argentina! Y nada se ha roto. Festejos compartidos.
La madre se arregla un poco los rulos y se
quita los guantes de cocina. El padre busca la pelota de esponjas para
repararla una vez más. El rubiecito es feliz entre abrazos de gol.
El ritual catártico se repetirá hasta mucho
después de la final del Mundial `90. Porque algo hay que hacer. No es justo que
un pibe de 5 años esté triste porque Argentina perdió ante Alemania por un
penal regalado.
¿O no fue regalado? ¡Vamo, eh!
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